«Los youtubers son la punta de un iceberg mucho más digno de preocupación. Son un síntoma, no la causa, y con su huida retratan una época que, ojalá, termine de pasar»
«El Rubius ha estado diez años aportando la mitad de lo que ganaba al Estado español. La práctica totalidad de quienes le critican necesitarían varias vidas para aportar una cantidad igual»
«Los datos son oro puro en manos, por ejemplo, de las aseguradoras a la hora de establecer primas ante las que el usuario no tiene margen de negociación y restringiendo su capacidad de elección»
Los influencers, gremio que se reproduce y multiplica por obra y gracia de las redes sociales, sobre todo en esa reinvención de Narciso que apodaron Instagram, han invertido la lógica del ídolo: ya no es necesario admirar a alguien por una habilidad extraordinaria que nos emociona o que nos disecciona –nos desvela- los entresijos tantas veces inescrutables de la condición humana, ahora el ídolo lo será en la medida en que se parezca, se acerque, al seguidor; en la medida en que sea celebrada impersonalidad de la masa –contra la primera impresión que nos llevamos de ellos-.
Quien sabe en qué estará pensando Chomsky ni qué queda de aquel Porto Alegre brasileño que iba a ser la nueva Roma de la antiglobalización. Lo que sabemos es que la aceleración del tiempo define nuestra época. La mentira como verdad existe desde siempre –con el paradigma de los ‘Protocolos de Sión’- pero la post-verdad es eso y algo más: su transmisión hiper-acelerada en el tiempo.
Puede parecer una contradicción y de hecho lo es, pero existen famosos a los que no conoce nadie. Son esos a los que Xavi Sancho llama en este artículo “nanofamosos”. Celebridades de Instagram, o de Youtube, o de Vine, con cientos de miles de seguidores, a veces millones, y cuyos nombres suenan a chino fuera de su ¿minúscula? ¿gigantesca? burbuja de popularidad digital. Son gente como Cameron Dallas, Cory Kennedy, Dulceida o Gianluca Vacchi. Anónimos sin mayores méritos, cuyos quince minutos de fama no suelen durar más de un par o tres de años y a los que, aun sin profundizar demasiado en su obra, resultaría fácil confundir con macarras de bolera zumbándose el dinero de papá, adolescentes insustanciales capaces de ametrallar faltas de ortografía incluso hablando y exhibicionistas del esperpento que avergonzarían hasta a un tertuliano de deportes.
“¡Quiero que me dejen en paz!” ha exclamado la jovencita mexicana Rubí Ibarra en medio de una densa multitud de desconocidos que, respondiendo a la invitación abierta del inconsciente de su padre mediante twitter se consideraron bienvenidos en la puesta de largo de Rubí y se presentaron en el rancho donde se celebraba. Eran miles y miles, una inundación humana. En verdad que la gente está anhelante de fiesta y se apunta a un bombardeo.
Basta un tuit o un vídeo en Youtube para que millones de personas se enteren de la última estafa, de un nuevo apaño o de las conspiraciones siniestras de los que mandan.
Es como que el realismo mágico de García Márquez cobrase vida, y un pajarito te pudiese hablar. De repente el pajarito de colores se puede convertir en un revólver que te revienta los sesos, te secuestra o te viola