Cronología (electoral) de un año convulso
Todo apuntaba a una campaña electoral condicionada por el famoso impeachment. Nueve meses –con su coronavirus, su desplome económico y sus revueltas callejeras– después ya no hay quien se acuerde de aquello
Lo estoy viendo. Año 2247. Conferencia de historiadores en la universidad más prestigiosa del mundo (que estará, supongo, en alguna capital asiática). Tema del día: Elecciones USA 2020. Asunto a debatir: ¿cuándo comenzó el proceso electoral más importante de la primera mitad del siglo XXI? El primer historiador en hablar propone el 25 de abril de 2019; cuando Joe Biden anunció su candidatura a las primarias del Partido Demócrata. El segundo historiador discrepa: está muy bien centrarse en Biden, dice, pero la fecha clave es el 8 de abril del 2020, cuando la renuncia de Bernie Sanders le convierte, de facto, en el candidato progresista a la Casa Blanca. El tercer historiador lleva un buen rato sonriendo con condescendencia cuando le llega el turno. Exige un poquito de perspectiva. No se puede empezar a hablar de las elecciones del 2020 –añade– omitiendo las del 2016. Es entonces cuando interviene el cuarto ponente para decir…
Impeachment
Dudo, aunque me gustaría mucho, que los historiadores del 2247 acudan al archivo de The Objective para dirimir sus diferencias. No obstante, si lo hacen encontrarán una cobertura que empieza, efectivamente, en el 2019 pero que parte de un hecho que nada tiene que ver con la campaña de Biden. Ese hecho es el impeachment; el proceso de destitución de Donald Trump iniciado por el Partido Demócrata en el Congreso. ¿Y por qué se quería despedir al Donald? Pues porque se le acusaba de mala praxis; de haber utilizado su cargo para intentar quitarse de encima a rivales políticos.
La acusación del Partido Demócrata, que pasó el filtro de la Cámara de Representantes controlada por ellos solo para estrellarse contra un Senado en manos del Partido Republicano, ha pasado a ser conocida como “la trama ucraniana” debido a la naturaleza de la prueba principal: una llamada de Trump al presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, sugiriendo que investigara las andanzas de Biden en su país. Unas andanzas que se remontaban a los tiempos de Biden como vicepresidente de Barack Obama. Pero es que –y aquí está el quid de la cuestión– Trump no se limitó a pedir una investigación sobre su rival político sino que condicionó una ayuda económica ya apalabrada a dicha investigación. Es decir: insinuó que sin investigación no habría pasta.
El impeachment alcanzó su cénit a comienzos del 2020 y un mes después el Senado daba carpetazo al asunto. Al Donald le faltó tiempo para celebrarlo diciendo que el Partido Demócrata era un nido de gentuza (“mezquinos y corruptos”). La euforia era comprensible: pese a la colección de personajes siniestros que había desfilado por el Congreso durante la investigación –Roger Stone, Lev Parnas, Rudy Giuliani– las encuestas indicaban que su popularidad estaba por las nubes. Lógico, hasta cierto punto, porque muchos norteamericanos siguieron el proceso de destitución con la sensación de que el Partido Demócrata estaba jugando sucio. Que se lo estaban intentando quitar de en medio por las malas para evitar competir con él en las urnas, vaya.
Las primarias del Partido Demócrata
El carpetazo al impeachment coincidió con la recta final de las primarias del Partido Demócrata. Esto es: con la recta final del proceso interno para elegir su candidato a la Casa Blanca. A la última etapa, la de las votaciones estatales, llegaron con opciones cuatro personas además de Joe Biden y Bernie Sanders. A saber: Elizabeth Warren, Pete Buttigieg, Amy Klobuchar y el multimillonario Michael Bloomberg. Sin embargo, después del llamado Super Tuesday quedó claro que la carrera se ceñiría a Biden y Sanders. Es decir: la lucha sería entre el candidato centrista y el candidato izquierdista.
Coronavirus a la vista
Ahora sabemos, gracias al periodista Bob Woodward, que Trump conocía el peligro que encerraba el coronavirus a comienzos de febrero. No dijo nada entonces, dice, para que no cundiera el pánico. Lo que habría que preguntarle, quizás, es por qué cuando finalmente se animó a decir algo, a finales de febrero, lo que dijo fue que aquello era como una gripe y que no había que alarmarse lo más mínimo. Las afirmaciones falsas no terminaron ahí. El Donald declaró, además, que el número de infectados descendería en cuestión de semanas y que cualquiera que quisiera hacerse un test no tenía más que acercarse a su centro de salud.
Más adelante Joe Biden utilizaría todo esto para atacar al Donald, pero en aquellas semanas de marzo el virus no se encontraba entre sus prioridades. Vencer a Sanders sí. Y poco a poco, gracias a las comunidades negras (recordemos: Biden fue el vicepresidente de Obama), estaba logrando situarse por delante del carismático senador socialista.
Sanders se retira
La sociedad estadounidense atravesó el ecuador de abril observando, entre atónita y preocupada, cómo el virus se hacía con el control. En apenas mes y medio –desde la primera mención de Trump– se había cobrado 25.000 vidas e infectado a medio millón de compatriotas. Mientras tanto, epidemiólogos como Anthony Fauci se dedicaban a tirar de las orejas al presidente: más restricciones, más restricciones, más restricciones. ¡Necesitamos más restricciones! Trump era reticente; las que ya había puesto en marcha estaban hundiendo la economía y eso comenzaba a pasar factura en las encuestas.
Fue también a mediados de abril cuando Bernie Sanders, consciente de la gravedad de la situación, llegó a la conclusión de que el 2020 no era un buen año para luchar por la dirección del Partido Demócrata. La decisión tuvo que ser dura; con casi 80 años 2020 era su última oportunidad de proponerse para ocupar la Casa Blanca. Pero…
La muerte de George Floyd
Cuando todo parecía indicar que la campaña electoral, ya sí entre Trump y Biden, iba a girar en torno al coronavirus resulta que va un policía de Mineápolis y asfixia a un hombre negro en plena calle mientras tropecientos viandantes graban la escena.
Ha quedado la impresión de que aquel suceso recibió una condena inmediata, pero no es cierto. Al principio los grandes medios de comunicación –New York Times, Washington Post, Wall Street Journal, etcétera– no prestaron atención al incidente porque, a fin de cuentas, lo que le ocurrió a George Floyd es algo que ocurre cada dos por tres. El foco mediático llegó cuando las primeras protestas ciudadanas, las de Mineápolis, se extendieron a lo largo y ancho del país.
Esas protestas cambiaron el marco del debate. La discusión en torno a la gestión del coronavirus dejó paso al racismo estructural. Y como algunas protestas ciudadanas desembocaron en disturbios, saqueos e incendios también hubo quien puso encima de la mesa que había que proteger (más si cabe) a la policía. La primera parte de la ecuación –la del racismo estructural– se convirtió en la bandera del Partido Demócrata y la segunda parte –más Ley y Orden– en la bandera de Trump, quien por supuesto acusó a sus rivales de querer terminar con la autoridad para dejar al pueblo en manos de anarquistas.
La ¿futura? vicepresidenta
En esas estaba el país, lidiando con unas protestas legítimas que cada vez con más frecuencia terminaban en pitote, cuando a principios de agosto Biden reveló su secreto mejor guardado. Es decir: anunció a la persona que ocuparía la vicepresidencia si él ganaba las elecciones. Escogió a Kamala Harris, la favorita de muchos analistas por varias razones.
En primer lugar, era una mujer. En segundo lugar, era negra. Y en tercer lugar, había sido fiscal general de California. Las dos primeras cuestiones gustaron en el ala izquierdista del partido por aquello de las reparaciones históricas y tal. La última generó críticas en ese mismo ala izquierdista por la dureza con la que se condujo durante su etapa como fiscal. Puesto de otro modo: Biden bloqueó la acusación trumpiana que le señalaba como un enemigo del imperio de la ley. O sea: en un momento de polarización extrema, el nombramiento de Kamala Harris permitió a Biden seguir instalado en su estela centrista sin mosquear demasiado a la facción más izquierdista de su electorado.
Una estela centrista que, por cierto, consiguió un aval importante días después, cuando al ex gobernador de Ohio, un tipo del Partido Republicano llamado John Kasich, se le ocurrió aparecer en la Convención Nacional Demócrata para mostrar su apoyo a la campaña de Biden. Los Estados Unidos corren el riesgo de no seguir unidos mucho más tiempo si Trump vuelve a ganar las elecciones, sentenció. Hubo quien tildó su discurso de alarmista, pero Kasich lo pronunció poco después de que el Wall Street Journal señalara, a partir de un sondeo realizado junto a un equipo de NBC News, que entre el coronavirus y las protestas callejeras muchos estadounidenses tenían la sensación de encontrarse al borde del abismo.
Noches complicadas en Kenosha
Esa sensación ganó intensidad a finales de agosto, cuando en una pequeña ciudad de Wisconsin llamada Kenosha un chaval de 17 años la emprendió a tiros con varios manifestantes asociados al movimiento Black Lives Matter. El chaval, que no era de Kenosha, se plantó allí portando un fusil de asalto tras leer en Facebook que una milicia local necesitaba refuerzos para frenar la ola de saqueos desencadenada tras el tiroteo de un joven negro a manos de la policía. Al parecer el adolescente abrió fuego cuando varios manifestantes trataron de agredirle.
Aquello volvió a poner de manifiesto las diferencias entre la campaña de Trump y la de Biden. El primero, que visitó Kenosha antes que su rival, se reunió con los policías de la ciudad y con los dueños de los negocios afectados por la ola de saqueos. El candidato del Partido Demócrata, por su parte, visitó a la familia del joven negro y se reunió con otros tantos vecinos para escuchar sus quejas.
Lo sucedido en Kenosha hizo reflexionar a bastante gente. Frases tipo “hemos llegado demasiado lejos” o “qué nos ha pasado” se sucedieron durante varios días. No sirvieron de mucho: pocos días después un manifestante asociado al movimiento Black Lives Matter disparó, matando en el acto, a un simpatizante de Trump en la ciudad de Portland.
La sorpresa de octubre
Con la llegada del otoño muchos estadounidenses se prepararon, como hacen cada cuatro años, para la “sorpresa de octubre”; ese evento, calamidad o escándalo inesperado –a veces empieza siendo lo primero y termina siendo lo último en cuestión de días– que puede llegar a cambiar el curso de las cosas a pocas semanas de los comicios.
En 2016 hubo dos “sorpresas de octubre”. La que golpeó a Trump fue aquella famosa grabación en la que venía a decir que cuando eres rico y famoso las mujeres se dejan hacer de todo. Son palabras que pronunció en 2005, pero la cinta salió en ese momento causando un terremoto nacional y confirmando las sospechas de quienes pensaban que el Donald era un sexista. La que golpeó a Hillary Clinton, su rival de entonces, fue una filtración de WikiLeaks. El portal hizo públicos los e-mails de John Podesta, uno de sus asesores, y el respetable pudo acceder a ciertos secretillos. Discursos que había pronunciado en foros privados (normalmente de carácter financiero), un intercambio particularmente productivo con una periodista de la CNN (Clinton recibió por adelantado las preguntas que se le iban a formular en actos televisados) y gustos culinarios que, a la larga, dieron pie a varias teorías de la conspiración como la del Pizzagate.
Con unos antecedentes así, ¿qué depararía el 2020? Pues ha deparado una batería de sorpresas, a cada cual más chocante, que sin embargo, y debido al añito que llevamos, no ha tenido apenas repercusión en unas encuestas que sonríen a Joe Biden desde abril.
Trump se estrenó con unos insultos a los militares estadounidenses caídos en combate (él lo ha negado pero, en fin, lo que piensa de John McCain es de dominio público y va en esa misma dirección), continuó con una declaración de impuestos ridícula (según el New York Times entre los años 2016 y 2017 solo pagó el equivalente a 644 lereles), enlazó aquello con un primer debate presidencial tremendo en el que dejó caer que aceptará el resultado de las elecciones siempre y cuando estas le parezcan limpias (aclaró que, de momento, tiene sus dudas) y remató la faena contagiándose de coronavirus (tras meses mofándose de su rival por usar mascarilla). Casi nada.
Biden, por su parte, lidia con una única sorpresa otoñal: los negocios de su hijo Hunter. Resulta que el vástago, un ‘bala perdida’ de talla mayor, ha pasado los últimos años ganándose el sueldo en sitios un pelín raros: que si una gasística ucraniana por aquí, que si un fondo de inversión con capital chino por allá… y, claro, desde el Partido Republicano dicen que Hunter no actuó solo. Dicen, en fin, que papá ha tenido algo que ver en un tema a todas luces inquietante. Lo que ocurre es que quienes están intentando remover la mierda son gente un tanto siniestra –¿recuerda la colección de personajes turbios citada en la parte del impeachment?– y, además, uno de los dos periódicos que ha tenido acceso a las pruebas, el Wall Street Journal, no ha podido certificar que Joe Biden estuviera al tanto de las andanzas del hijo. El otro es el New York Post: un tabloide.
¿Y ahora qué?
Ni idea, pero un señor llamado David Kilcullen, que fue asesor militar de Condoleeza Rice y preside una consultora de seguridad especializada en contrainsurgencia y terrorismo, comentó en una entrevista reciente publicada en El Confidencial que si el candidato perdedor no acepta los resultados se puede liar parda. Y qué podría sorprendernos a estas alturas, ¿verdad?