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Gastronomía

Temporada de liebre

En los meses previos al cambio de año, pueden cazarse durante un breve periodo con escopeta y perros de rastro, lo cual es motivo de dicha para los amantes de la cocina cinegética

Temporada de liebre

Liebre a la royale del restaurante Origines. | Guía Michelin

«En Adviento, la liebre en el sarmiento», dice un refrán español. Como es sabido, el Adviento –del latín adventus Redemptoris, que significa la venida del Redentor– es ese tiempo de preparación espiritual para la celebración del nacimiento de Jesucristo, que arranca a finales de noviembre y se prolonga hasta la Navidad. En estos días de laicismo innegociable, el único Adviento que conocen las nuevas generaciones es el calendario que se regala a los niños para que vayan sacando diariamente un caramelo o un bombón mientras se aproximan las fechas de los regalos y el turrón.

El dicho popular viene a indicar que la temporada de la liebre se sitúa en los meses previos al cambio de año, cuando los lepóridos pueden cazarse durante un breve periodo con escopeta y perros de rastro. Lo cual es motivo de dicha para los amantes de la cocina cinegética, que no perdonan durante la estación los suculentos guisos que cabe hacer con ella. 

Esta liebre tan apreciada en el plano gastronómico, cuya variedad más extendida es la europea (Repus europaeus), no debe de ser confundida jamás con el simpático conejo –también muy rico–, al ser más voluminosa y peluda que este, tener las orejas más largas y no poder ser domesticada como mascota ni criada en granja. Ya los griegos antiguos apreciaron sus carnes y Arquestrato dejó escrito: «Poner a asar la liebre, espolvorearla de sal y no pongáis mala cara ante la sangre que desprende la carne, comed deprisa. Para mi gusto, las otras formas de preparar la liebre son absurdas». Algo más tarde, durante el Imperio Romano, Marcial añadiría: «De las aves, el zorzal; de los cuadrúpedos, la liebre». «Este animal, junto con el cerdo, fue el más apreciado de la Antigüedad. Se diría que no había banquete sin liebre», agrega el estudioso galo Jean-François Ravel en Un festín en palabras (1980).

Por su parte, Ángel Muro escribió largamente sobre ella en El Practicón (1894): «Por lo general, las liebres grandes son viejas e incomibles. Y no hay que comer más que liebres de menos de un año… Su carne no se debe dejar pasar mucho, como aconsejan los viejos libros de cocina». Completa el erudito decimonónico sus disquisiciones leporinas con suculentas recetas y hasta unos versos de terrible humor negro –tomados quizá de Ruperto de Nola– en donde desvela el secreto ancestral para dar gato por liebre: «Elige un gato joven, cébale con riñones y asaduras… desuéllalo con arte, ásale a fuego lento, báñale con un unto… y, si seguiste mis consejos, ríete de liebres y conejos».

Pero no es tan fácil engañar al comensal avezado como sugiere Muro, ya que la carne de la liebre es de un característico tono oscuro, casi negruzco, muy distinto del pálido color del conejo y hasta de toda la familia felina. Es una carne, ésta, de poca grasa (apenas 135 Cal por 100 gramos) que conviene por tanto marinar y lardear abundantemente o untar de manteca si se va a asar.

El horno, con la liebre, ha de manejarse con precaución, siendo mucho más adecuado para ella el guiso, bañada en una buena salsa de vino engordada quizá con la propia sangre del bicho y los higaditos, como mandan los aprestos clásicos de la cocina francesa: el civet, la daube, la lièvre à la Royale

La cocina palaciega siempre ha puesto en valor este alimento, que en la Belle Époque se servía acompañado de no menos de tres salsas. Para ello, el legendario Escoffier recomendaba la de grosellas, cerezas o una mermelada de manzana sin azucarar. También hemos aprendido, con el paso de los siglos, que la liebre no se debe orear (o faisandar) como otras piezas cinegéticas porque se estropearía a las 48 horas, siendo más adecuado adaptar a cada edad del bicho una receta: asada si tiene pocos meses, marinada y guisada cuando llega casi al año. Así las cosas, en la culinaria moderna este animal ya no tiene el predicamento de antaño, aunque aún hay casas venerables donde todavía se ejecutan las recetas históricas.

En Como piñones mondados: cuento de cuentos de gastronomía (1994), Néstor Luján describe la liebre como «la pieza de pelo más exquisita de la cocina» y la lièvre à la Royale como «la cumbre de la cocina venatoria francesa». «Su carne no gozó de gran prestigio en los siglos clásicos», apunta el añorado gourmet barcelonés, porque corrió el infundio de que la liebre desenterraba los cadáveres  y se los comía… «No hagan caso. Si tienen a mano un ejemplar joven, guísenlo en civet o simplemente estofado. O bien, si tienen amplios conocimientos coquinarios, intenten la receta de la lièvre à la Royale como la recomienda La Mazille en su libro La Bonne Cuisine du Périgord (1929) o como la elaboraba el inolvidable Raymond Oliver en su restaurante parisino Le Grand Véfour».

Pero nos estamos poniendo un poco estupendos. Llegados a esta altura, parece conveniente aclarar qué significan todas estas expresiones gabachas a los que aludimos. Par empezar, un civet es un guiso preparado con cives, término occitano por el que se conocían antaño las cebollas. Este peculiar ragout, propio de la Francia meridional, incluye también ajos, lardones de panceta, champiñones, abundante vino tinto y la sangre del animal que se agrega luego a la salsa.

Paul Bocuse se refiere al civet en su imprescindible La cocina del mercado (1979), diferenciándolo de la daube porque esta segunda suele llevar un fondo de caldo de carne, mayor presencia de hierbas automáticas y una salsa menos espesa. He probado ambas recetas numerosas veces en bistrots parisinos y restaurantes regionales de todo el Hexágono, habiendo ocasiones en que la frontera entre una y otra se diluía bastante según la interpretación personal de cada chef.

Bocuse, igual que su coetáneos Jean y Pierre Troisgros, sitúa por encima de civet y daube la râble o espalda de liebre a la crema: una preparación en la cual la carne debe ser servida bien roja, para que –a decir de los geniales hermanos de Roanne– «ese espíritu libre conserve mejor sus efluvios salvajes».

Pero el plato más inmortal consagrado a nuestro querido roedor es sin duda esa magnífica lièvre à la Royale que debe su nombre a que fue creada a comienzos del siglo XVIII para el monarca Luis XIV (1638-1715), el cual padecía al final de sus días graves problemas de dentadura. Publicada por primera vez en el recetario Les soupers de la cour du cuisinier Menon (1775) y codificada tiempo después por el legendario Carême, la suya es una de las dos versiones que han perdurado en el tiempo, junto a la del senador Aristide Couteaux, que se puso de moda en la capital gala a finales del siglo XIX.  

Como explica en un artículo mi amigo Óscar Caballero, la gran diferencia entre una receta y otra es que la original va marinada y deshuesada para rellenar luego el lomo con foie gras, trufa, papada de cerdo y carne de liebre picada; mientras que la adaptación senatorial –aparentemente más simple– consiste en un effiloché, que significa cocinar la liebre entera y deshilacharla después para cubrirla con una salsa bien trabada. Ambas escuelas fueron reivindicadas en los años 80 del siglo pasado por los abanderados de la Nouvelle Cuisine y perviven en nuestros días gracias a sus numerosos alumnos y seguidores. 

«Curiosamente –señala el erudito Caballero–, el nuevo auge del plato fue obra de una generación llegada para cargarse lo antiguo, destacando en el podio de los resucitadores a Raymond Oliver, Alain Senderens y Joël Robuchon… Lo más raro del éxito actual del plato es su falta de fotogenia en estos años instagramáticos: salsa negra, sin toques de verde ni una flor. ¡Esto sin hablar de calorías, colesterol y otros demonios contemporáneos!». 

En la recopilación de artículos Prisons et Paradis (1933), Colette se refiere a una rotunda liebre real «que se fundía con delicadeza en la boca», preparada por Raymond Oliver en ese Grand Véfour donde hoy hay una placa en la mesa que la legendaria novelista –vecina del barrio de Palais Royal– solía ocupar regularmente. Para el añorado Alain Senderens (Lucas Carton), este plato de larga elaboración y siesta obligada era un «nexo entre la cocina clásica y la actual» y todavía se puede probar su recreación del mismo en el Au Bascou de la rue Réaumur, donde su discípulo Renaud Marcille mantiene vigente el legado marinando el bicho 75 horas, perfumándolo con mejorana, naranja, limón, canela, ajedrea, romero, enebro, clavo y una pizca de cacao, para confitarlo luego en su salsa durante 25 horas.

Allí me llevó a probarla un día mi admirado Ben Ami Fihman, quien durante los años que residí a orillas del Sena tuvo también la deferencia de introducirme en la Confrerie du Lièvre á la Royale, fascinante asociación de gourmets venerables que suele reunirse varias veces cada temporada para rendir homenaje al glorioso lepórido. En una de aquellas cenas, tuve la fortuna de probar igualmente la que ha sido quizá la mejor liebre de mi vida, cocinada magistralmente por Thierry Bréton en el Chez Michel de la rue Belzunce. ¡Lástima que este pionero de la bistronomie decidiera retirarse hace algunos años!  

Si acuden hoy a la ciudad de la luz, pueden ustedes disfrutar este plato en L’Epicure del hotel Bristol (tres estrellas Michelin por mérito de Éric Frechon) y otros establecimientos estrellados como Le Grand Restaurant de Jean-François Piège –el mejor discípulo de Ducasse–, el Relais Louis XIII de Manuel Martinez, el Gabriel del hotel La Réserve donde oficia Jérôme Banctel –que fuera segundo de Senderens–, Le Clarence donde hace lo propio el talentoso Christophe Pelé o, ya en clave más canalla, ese bistrot favorito de Claude Chabrol que es Le Repaire de Cartouche de Rodolphe Paquin.  

En la península, vale la pena peregrinar hasta la localidad pirenaica de Llívia (Girona) donde Albert Boronat i Miró –que trabajó lustros junto a Alain Ducasse– borda esta y otras recetas viejunas de corte afrancesado en su Ambassade de Llivia. Y, sin salir de Cataluña, hemos probado versiones sobresalientes en El Celler de Can Roca, Can Jubany, Suculent y ese santuario barcelonés del clasicismo que es Vía Veneto. En cuanto a Madrid, no suelen fallar direcciones como Arce, Viavélez, Desencaja, Atelier Bistroman o Saddle. Beban siempre con ella un tinto de abrigo, viril y complejo, como un Côte Rotie, un grand cru de Borgoña, un Barbaresco o un cabernet franc de Chinon o Saumur con sabor a tierra indómita, pólvora y hoguera. Y luego no digan que les dan gato por liebre…

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