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Despidiendo la temporada cinegética

«A veces se nos olvida honrar debidamente esta tradición cultural y alimenticia de nuestros ancestros, ocupados como estamos por visitar comedores de moda que rara vez respetan las estaciones»

Despidiendo la temporada cinegética

Gazpachos manchegos en los que se usa carne de caza menor. | flickrs

«Nunca se miente tanto como antes de las elecciones, durante la guerra y después de la cacería», solía decir Otto von Bismarck. El viejo canciller sabía de lo que hablaba, puesto que los alemanes rinden un culto desaforado a la caza y la cocina cinegética, a pesar de que el número de piezas abatidas en su geografía no llega ni de lejos a cubrir la demanda nacional. ¡Menos mal que, para suplir esa carencia, cuentan con España!

Efectivamente, nuestro país es un paraíso para los cazadores, debido a la cría en extensivo, la variedad de especies y un ecosistema tan privilegiado como los montes mediterráneos. Para colmo, el españolito medio consume muy poca carne de tiro, así que el 90% de lo que abatimos –según datos recientes de la Asociación Interprofesional de la Carne de Caza (Asiccaza)–, se destina a los mercados foráneos, especialmente centro-europeos: Alemania, Francia, Bélgica, Holanda…

Eso que nos perdemos, ya que –a decir de los expertos– la carne silvestre posee unas características nutricionales bastante respetables, que implican un alto contenido en proteínas, calcio, hierro, selenio, fósforo, magnesio y zinc, así como una presencia de grasa menor que otras carnes de animales de abasto que habitualmente consumimos. Por no hablar de un sabor más intenso, que permite prescindir de salsas y acompañamientos innecesarios. Eso sí, cuidado con aficionarse en exceso, si tienen problemas con el ácido úrico…

Me vienen a la cabeza estas ideas ahora que faltan unas semanas para el fin de la temporada de caza y, cuando menos lo esperemos, nuestros restaurantes favoritos dejarán de ofrecernos esos suculentos platos de cocina venatoria. O sea que olvídense estos días de los templos del sushi –que eso lo hay todo el año– y concéntrense en disfrutar de lo poco que queda antes de que se imponga la veda.  

Para los neófitos, explicaremos que, aunque ya terminó la temporada de caza de pluma y de liebre, la caza mayor prosigue en la piel de toro durante casi todo febrero y, en algunas regiones como Cataluña, cabe tirar al jabalí hasta mediados de marzo. Así que pueden seguir soñando con deliciosas recetas que tengan como protagonista al puerco montés y a todos los cérvidos de rigor: corzo, gamo, ciervo…

«La caza establece por sí sola una temporada en las mesas», escribió Miguel Delibes. Y, a veces, se nos olvida honrar debidamente esta tradición cultural y alimenticia de nuestros ancestros, ocupados como estamos por visitar comedores de moda que rara vez respetan las estaciones.

Quizá algún lector simpatizante del Partido Animalista me tilde de maltratador de animales. Pero les diré la verdad: salvó en la mili –quince meses infernales en la primera mitad de los 80–, no he pegado un tiro en mi vida, ni tengo interés en hacerlo. Sin embargo, soy tolerante la actividad cinegética amparada por el Consejo Superior de Deportes, regulada por las Comunidades Autónomas, respetuosa con el medio ambiente, responsable y sostenible. 

Y con ese espíritu acudo a mis cocineros de confianza, cada invierno, para pedirles que me reserven sus mejores piezas de caza de pelo, con el fin de organizar un pequeño festín entre amigos antes de que la primavera tome el relevo estacional, con sus alegres y coloridos alimentos. No es que me chiflen su aroma y sabor montaraz. Más bien me gusta seguir el ritmo del calendario y adaptarme a la despensa propia de cada mes.

«Aunque la presión del paso del tiempo es dolorosa y a veces insoportable, soy partidario de no eludirla, porque mi experiencia me lleva a creer que solo quienes sienten ese dolor aprovechan la vida», dejó escrito Josep Pla en Las horas. O sea que yo sigo a pies juntillas los consejos de uno de mis autores favoritos –igual que el de acudir a la costa en junio a comer sardinas–, para no perder la conexión con el entorno y el planeta en estos tiempos híper-tecnológicos y globalizados.

Además, para los bebedores de trago largo como yo, acostumbrados a descorchar durante los meses templados botellas de vinos gluglú –esto es, vinos sin maquillaje, con mucha expresión frutal, bajo grado alcohólico, ni un atisbo de madera y poco color debido a la falta de extracción–, el invierno y la caza representan una ocasión inmejorable para permitirnos tintos más recios e indómitos, que acompañen debidamente sus carnes prietas y regusto agreste. Piensen en Hermitage o Châteauneuf-du-Pape, Barbaresco, Brunello di Montalcino, Toro, Jumilla, Calatayud, el Priorat, el Douro o Madiran…

Con uno de estos últimos disfrutaría yo mucho un jabalí estofado. Este bicho, permítanme recordarlo, es un puerco en estado salvaje. «Sus partes más honorables son el solomillo y los cuartos delanteros. Por su origen porcino, se le pueden aplicar todas las técnicas culinarias que se emplean con el cerdo, a excepción de la morcilla, debido a la dificultad de sangrarlo», explicaba Alejandro Dumas en su Dictionnaire de cuisine.

Gran erudito en temas alimenticios, Dumas proporciona diversas recetas para cocinar el rudo cochino, pero apenas si lo menta en su obra novelada. Y eso que el Sus scrofa o jabalí salvaje europeo tiene gran tradición en las mesa francesa desde la Antigüedad. Lean, lean, si no, las andanzas de Astérix y Obélix, por cortesía de Uderzo y Goscinny.

También Horacio y Marcial loaron sus carnes vigorosas; entre los trabajo de Hércules figuraba la captura del jabalí de Erimanto y, en Macedonia, según cuenta Lorenzo Millo, «no se concebía que un varón tomara parte en un simposio si previamente no había sido capaz, al menos una vez en su vida, de dar muerte a un jabalí en campo abierto». Y es que este bicho se caza en el Viejo Continente desde muchos siglos atrás, siendo quizá su momento de gloria la Edad Media, cuando un banquete no era tal si en la cocina del castillo no había uno de estos cuadrúpedos dorándose en un espetón.

La carne del jabato –que los franceses llaman marcassin si tiene menos de seis meses– es realmente tierna, mientras que los ejemplares más viejos deben ser colgados al menos una semana y luego adobados o marinados antes de ver la lumbre. Estos ariscos animalitos han abundando siempre en nuestro país, prodigándose en sierras y zonas de huertos que devastan a placer, como pudimos ver en el filme Tierra de Julio Médem.

Cerca de Madrid, se multiplican por miles en los montes de El Pardo, donde su caza está hoy vedada, habiendo sobrevivido sin embargo la tradición de cocinarlos en los restaurantes de este pueblo absorbido por la capital, en recetas muy old school: a la húngara, con salsa de frambuesas o con compota de manzana… Pero no se crean que es fácil comer jabalí en la Villa y Corte, ya que a decir de un chef amigo, «tiene un sabor fuerte que asusta a la clientela». ¡Tonterías! Cuando vivía en París, la daube de jabalí al estilo de la abuela Andrée de Bruno Doucet en La Regalade era uno de mis favoritos invernales: pura bistronomie, oiga. Hoy me quito el mono, a orillas del Manzanares, yendo a Viridiana, Arce, La Paloma o Treze. Y, si tengo ocasión de viajar, acudo a El Fogaril en Benasque (Huesca) o a Casa Irene, en Artiés, para disfrutar de su civet

En cuanto a la cocina venatoria, siempre me ha hecho gracia esa estética un poco trasnochada de los cuernos colgados en la pared, antaño tan socorridos para decorar bibliotecas de rancio linaje o fantasmagóricos caserones  campestres dedicados a la montería, y en virtud de los cuales más de un lector graciosillo caerá en la tentación del chiste fácil. Piensen en la disparatada saga cinematográfica de Patrimonio Nacional, por obra del glorioso tándem Berlanga-Azcona.

Conviene apuntar al respecto unas leves nociones de zoología. Llamamos venado a la carne de cualquier animal perteneciente a la familia de los cérvidos: mamíferos artiodáctilos rumiantes, cuyos machos se caracterizan por su cornamenta, que varía según la especie, muda anualmente después del celo y crece en función de la edad. El corzo es el más pequeño, apenas mayor que una cabra, con astas erectas; el gamo es más alto y esbelto y sus palas grandes y anchas le otorgan el popular sobrenombre de paleto; el ciervo, el de más tamaño, puede llegar a los 1,30 metros y pesar hasta 200 kilos, y su cornamenta, estriada y ramosa, alcanza los 18 candiles.

El venado, ya lo sabrán ustedes, se colgaba, aireaba y marinaba otrora con gran mimo, pero todo eso se ahorra en la actualidad gracias a la congelación, que rompe el tejido muscular ablandando la carne, mata las bacterias y es obligatoria por ley. La caza mayor se remonta a nuestros ancestros cavernarios y ya los sabios de la Antigüedad opinaron sobre ella. El galeno Celso, discípulo de Hipócrates, recomendaba el ciervo y el corzo, menos exóticos que antílopes y gacelas pero «más fortificantes, sobre todo para las damas», como cuenta Maguelone Toussaint-Samat en su Historia Natural y Moral de los Alimentos

En la Vieja Europa, el venado se ha reservado siempre para reyes y aristócratas: en Inglaterra se ahorcaba a los furtivos y Juana La Loca, más condescendiente, les hacía amputar la mano derecha. Algo más tarde, el Libro del Abab describía su carne como «dura, melancólica y de difícil digestión». De ahí que los manuales clásicos siempre la asocien con aprestos que la suavizan: Escoffier con salsa de grosellas; Bocuse con compota de manzanas…

En toda la geografía española se puede tomar venado hoy de muy diversas maneras, aunque personalmente creo que las mejores recetas son las más apegadas a la tradición. En esto de la caza mayor, creo más en la cocina de evolución que en la rupturista, quizá porque un producto con tanto carácter solo necesita un chef hábil que sepa darle el punto y la textura adecuados, sin demasiados sabores complementarios ni efectos especiales que nos distraigan. 

Por eso venero el trabajo que hacen, con estas piezas, establecimientos tan diversos como Lera (Castroverde de Campos, Zamora), Retama (Torrenueva, Ciudad Real), Molino de Alcuneza ( Guadalajara), Zuberoa (Oiartzun, Gupúzcoa), Arrea! (Kampezu, Guipúzcoa), Vía Veneto (Barcelona), Can Jubany (Calldenetes, Barcelona), Zaranda (Palma de Mallorca) o Bon Amb (Jávea, Alicante), y, en mi ciudad, Horcher, Saddle, La Kasa de César Martín, Membibre, La Buena Vida o La Montería. Si se deciden a acudir a cualquiera de ellos, pidan que les hagan un menú venatorio sin trampa ni artificio. Y descorchen sin dudarlo el tinto más noble que pueda permitirse su bolsillo, para honrar al animal caído en aras de una cultura gastronómica que no debería desaparecer jamás.  

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