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Gastronomía

Un cuento (gastronómico) de invierno

«Como cualquier temporada del año, el invierno tiene sus alimentos icónicos, en torno a los cuales los gourmets avezados planifican la compra del mercado o el menú en un restaurante»

Un cuento (gastronómico) de invierno

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«Winter is coming», advierten constantemente durante la teleserie Juego de tronos, como si la llegada del invierno fuera sinónimo de todas las penurias imaginables. Y es verdad que la estación más fría del año no suele resultar simpática por cuanto implica de temperaturas bajas, días cortos y cielos sombríos. Piensen en aquel estudio Nº11 en La menor que dedicó Chopin al Viento de invierno. ¡Cuánta tristeza y soledad!

«En invierno, ni calor, ni luz, ni pleno día; la noche y la mañana se  confunden, todo es niebla y crepúsculo, la ventana está empañada y no se ve bien. El cielo es una rendija, el día entero es un sótano: el sol tiene el aire de un pobre. ¡Estación terrible! El invierno muda en piedra el agua del cielo y el corazón del hombre», escribió el aguafiestas Victor Hugo.

Y otro literato asaz pesimista, el estadounidense John Updike, tampoco dejaba mucho resquicio a la fiesta: «Los días son cortos / El sol, apenas un destello / Que cuelga apagado / Entre oscuridad y oscuridad. / El cielo está bajo. / El viento es gris. / Mientras, la estufa / Ronronea todo el día».

Menos mal que tenemos a mi admirada Sylvia Plath –que no era, precisamente, la alegría de la huerta– para compensar a estos dos gafes irredentos: «¡Cómo ansío el invierno! / Austeramente, en orden minucioso de blanco y negro / de hielo y roca, todo deslindado». Poco importa si la autora de La campana de cristal (1963) terminó aliviando una existencia lastrada por la depresión metiendo la cabeza en el horno. ¡Ella no le temía el invierno y nosotros tampoco deberíamos!

Para empezar, el invierno ya no es lo que era. ¡Quién puede asustarse cuando los termómetros rara vez llegan a bajo cero y la nieve resulta casi una anomalía en la gran ciudad! De acuerdo, el año pasado la borrasca Filomena nos recordó, como en un lienzo de Bruegel el Viejo, que la naturaleza es caprichosa e incluso cruel. Y parece que se vaticinan inclemencias similares –aunque menos cruentas– para los próximos días. Pues a mal tiempo, buena cara…

Ese invierno que no parecía llegar nunca –¡en Navidad daban ganas de tomar el aperitivo en la terraza!– invita a acurrucarse en casa con una manta, leer novelones decimonónicos, ver películas en blanco y negro y cocinar a fuego lento guisotes suculentos, de esos que requieren una sobremesa pausada con aguardiente, conversación de chimenea (aunque no tengamos) e incluso una indolente siesta. Después de todo, la ingesta calórica alegra el cuerpo y aviva el espíritu. Y, en esos días puchero a los que aludía en un artículo pretérito, uno se olvida prácticamente del mundo exterior y de sus crecientes miserias. 

Como cualquier temporada del año, el invierno tiene sus alimentos icónicos, en torno a los cuales los gourmets avezados planifican la compra del mercado o el menú en un restaurante. Son productos estacionales que no sólo se hallan en su momento óptimo de consumo, sino que representan –como la casa de jengibre de Hansel y Gretel– la aspereza de la climatología y el espíritu levemente austero de unos meses gélidos que, como todo el mundo sabe, son sólo la inevitable antesala de la deliciosa primavera. A continuación, mis diez favoritos, para que les sirvan de consuelo gastronómico mientras esperamos la estación de las flores…  

ANGULAS

Su aspecto hace temblar a cualquier gourmet foráneo. Un plato de angulas parece más un nido de bichos que una delicia de la buena mesa. Y sin embargo, se pagan fortunas por estos alevines de anguila que alcanzaron, estas navidades, el precio récord de 1.200 euros/kilo. Una cifra disparatada, que hace pensar en si merece la pena un producto que es, fundamentalmente, textura y resulta cada vez más escaso.

Este animalito tan solicitado –el único alevín que se puede pescar en nuestras costas– es un teleósteo de cuerpo transparente, serpentiforme, viscoso y resbaladizo. Un asombroso ciclo biológico lleva a sus mayores, las anguilas, desde Europa hasta el mar de los Sargazos, donde desovan. Y esas crías tardan luego casi tres años en volver al viejo continente, arrastradas por la corriente del golfo, viniendo a instalarse, entre otros sitios, en las rías gallegas o en los estuarios del Cantábrico.

Manjar apreciado casi exclusivamente en nuestro país, se popularizó a comienzos de siglo y hoy la producción nacional resulta tan escasa que muchas de las procedentes del famoso vivero de Aguinaga vienen, en realidad, de Francia y no pasan en estas aguas más que un par de semanas. Su temporada idónea de consumo va de diciembre a marzo. El proceso que siguen desde la costa hasta nuestra mesa es de psycho thriller: se les mata con vinagre o con una infusión de tabaco, se enjuagan en varias aguas para que pierdan la viscosidad y se hierven brevemente, para garantizar un mínimo tiempo de conservación.

José Carlos Capel, en el Manual del Pescado, opina que «su sabor insípido y casi imperceptible no justifica en absoluto los elevados precios». Sí lo hace, en cambio, su mordida, que no admite comparación con esa burda imitación que son las gulas. El gran Josep Plá abominaba de la preparación clásica (en cazuela de barro, con ajo y guindilla), que juzgaba un atentado al paladar. Pero los mesoneros de la piel de toro siguen apegados a esta receta secular.

Hay quien prefiere hacerlas crudas en ensalada o salteadas levemente en sartén –acaso en compañía de unos huevos camperos– o pasadas unos segundos por la brasa, como las preparan exquisitamente en Etxebarri. En cualquier caso, piensen que el acompañamiento líquido no debe empañar jamás el escaso sabor del animalito, así que sean prudentes en el maridaje y piensen que en este caso, como en la moda minimalista, menos es más. Yo, por si les interesa, le doy a la manzanilla o al champagne.

BECADA

La becada (Scolapax rusticola), también llamada chocha en Castilla, pitorra en Extremadura o sorda en Vizcaya, es un ave migratoria de apenas 60 centímetros, con patas cortas, color parduzco con pintas leonadas y un largo pico característico que le sirve para extraer de la tierra su alimento favorito: larvas y gusanos. Su capacidad para ocultarse la ha convertido en pieza cinegética muy cotizada y su reputación gastronómica, como reina indiscutible de la caza de pluma, se remonta muy atrás.

Nuestro gourmet dieciochesco favorito, el excéntrico y sabiondo Grimod de la Reynière, escribió: «Tanto se venera este precioso pájaro que la gente le rinde más honores que al Gran Lama». Y otro galo tragaldabas, Godard d’Aucour, le dedicó unos torpes versos que aquí traducimos libremente: «La becada, reducida a puré y sabiamente preparada, es tan rara y preciosa que sólo debe servirse a un dios o una diosa».

Los comunes de los mortales, claro, también accedemos de vez en cuando a este manjar y ya Ángel Muro lo ensalza en El Practicón: «Cuando empieza el invierno con sus nieblas y heladas, la carne de la chocha es más fina y delicada. De la caza de pluma es la que más aguanta colgada y quizá la única que se puede comer cuando empieza a pasarse». Se refiere el cronista al noble arte del faisandage o mortificación que, en la becada, cobra pleno sentido ya que este plumífero no alcanza todo su esplendor más que tras varios días colgado al aire. Brillat Savarin afirmaba que estaba en su punto cuando «colgada del pico, se desprendiera el cuerpo». Es entonces cuando la carne adquiere una textura tierna, casi untuosa, y un sabor a campo y a proteína salvaje, largo y penetrante, que dura en el paladar horas y no se va más que con chocolate amarguísimo o un café ristretto doble.

Muro cita al legendario Câreme como el gran difusor de la becada en salmis, quizá la receta clásica más aplicada a este ave: se asa a medias, se parte en cuatro, se cuece con salsa española, caldo y trufas, y se sirve junto a un picatoste empapado en jugo y flambeado con Armagnac, en el que se untan los menudillos bien picados. El cocinero español Manuel Montiño, tan vehemente por su trabajo en la Corte, lo consideraba «una porquería». Pero yo me alineo con Néstor Luján, quien advierte contra los excesos del faisandage y rememora la historia de aquel vizconde de Châteaurippert que «guardaba las chochas en sus bolsillos y las manoseaba para precipitar su madurez».

No puedo olvidar algunos ejemplares que he probado, años ha, en establecimientos capitalinos como Horcher, Zalacaín, Santceloni, Arce, La Paloma, La Kasa de César Martín, La Buena Vida… Y, por encima de cualquiera, los dos santuarios incuestionables de la penínsulas: Lera, en Castroverde de Campos (Zamora) y Ca l’Enric, en La Vall de Bianya (Gerona). Pero quien desee probar este manjar en nuestros días hará bien en informarse sobre la normativa en vigor, ya que en algunas comunidades autónomas, ¡ay!, se ha prohibido su comercialización en aras de proteger la especie.

Claro que, hecha la ley, hecha la trampa: algunos chefs devotos de la cultura cinegética acuden a proveedores de regiones o países donde su venta es aún tolerada.  Así que no desesperen y vayan pensando en qué tinto de alta gama y gran complejidad abrirán para acompañarla. Yo suelo inclinarme por un gran Borgoña, un Barbaresco o un Hermitage, para que la experiencia sea iniciática y memorable.

BESUGO

«Besugo de enero vale un carnero», reza un antiguo dicho castellano. Tal afirmación viene al caso porque, entre los meses de noviembre y febrero, este pez hermafrodita de la familia de los espáridos presenta un mayor contenido de grasa y un sabor más delicado. Por sus carnes firmes y blancas y su buena conservación en el viaje del litoral a tierra adentro, el pagellus cantabricus ha sido siempre considerado como un favorito de la mesa navideña y la cocina de vigilia en la España mesetaria, hasta el punto de que Julio Camba llegó a afirmar que «el besugo es el más madrileño de los pescados». «Aunque proviene del Atlántico y del Cantábrico, sospecho que no se encuentra a gusto mientras no llega a Madrid y lo ponen al horno», sugería el autor de La casa de Lúculo.

Hoy aquellos legendarios besugos de Orio escasean hasta el punto de que la mayoría de las piezas que llegan a la capital y a otros destinos con vocación ictiófaga proceden de Tarifa y de la bahía de Tánger, donde los pescan con palangres de fondo y anzuelos cebados con sardinas. Aunque en el mercado abundan también los de Normandía o de La Rochelle, los de Tarifa son los favoritos de los buenos cocineros, ya que resultan más finos y grasos. 

El besugo al horno con patatas o a la parrilla, siguiendo la tradición de los asadores guipuzcoanos, es casi una religión que ha dado pie al nacimiento de históricas sociedades gastronómicas en el Casco Viejo de San Sebastián y también a peregrinaciones hasta el litoral para desentrañar el misterio de este pescado que fascinaba a Aristóteles. Yo he gozado de algunas piezas memorables en el Kaia-Kaipe de Guetaria (Guipúzcoa) o el Güeyu Mar de Ribadesella (Cantabria), aunque también me gusta cómo lo prepara el sushiman capitalino Ricardo Sanz, en sashimi con salsa de ponzu. Suelo regarlo con un blanco francés, que tenga algunos años de botella y cierta textura grasa, del tipo Chassagne-Montrachet, Meursault o incluso un especiado Ródano. Pero seguro que con un blanco español de albillo podría funcionar…

CALLOS

La palabra callo, fea y poco sugerente, procede del latín callum y se refiere a los pedazos del estómago de vaca. Esta costumbre de comer tripas viene de lejos: Homero se las hace degustar a sus héroes y Rabelais y Rosseau las glorifican. El gastrónomo francés Monselet aconsejaba tomarlas hirviendo, en cazuela de barro sobre un infiernillo encendido, regadas con sidra, sin duda por el origen normando de las famosas tripes à la mode de Caen, que los galos elaboran con verduras y tuétano.

Dichas vísceras gozan también de gran predicamento en Roma y en Oporto –donde se sirven, curiosamente, en todas las tabernas del puerto– y tienen una parentela peninsular con nombres tan variopintos como el menudo gitano, los montejos tolosanos, la tripotxa guipuzcoana y otros guisos que cita Manuel Martínez Llopis en Las cocinas de España. Hay también callos a la asturiana, a la ampurdanesa o a la riojana, que no distan de los madrileños más que por la inclusión o exclusión de morcilla, garbanzos o pimientos choriceros. Todos llevan en la receta un elemento picante (ajo, guindilla, pimienta…) y basan su elaboración en el esmerado lavado de la materia prima.

«Es plato limitado a quien tenga cocinera limpia pues, faltando ese requisito, no debe comerse ni en la casa propia, ni en la ajena», escribió al respecto Enrique Sepúlveda. En el Madrid del siglo XIX, según contó Néstor Luján, «los callos pasaron de ser un condumio tabernario a gozar de una entidad gastronómica considerable». A la reina Isabel II le volvían loca e incluso un cocinero palaciego inventó para ella una receta heterodoxa con comino, cilantro, canela, piñones y pan mojado. Desde entonces, restaurantes históricos como Lhardy los han mantenido en carta para disfrute de sus clientes.

Hoy, en la Villa y Corte, hay innumerables establecimientos que los preparan estupendamente: desde templos de la alta burguesía (Saddle, Zalacaín) hasta tascas ilustradas viejas y nuevas (Casa Revuelta, San Mamés, El Fogón de Trifón), pasando por casas de comidas de relumbrón (Barrera, Támara-Casa Lorenzo). Además de todos los citados, yo aprecio especialmente el gesto de algunos chefs ilustres que los mantienen en sus cartas por una cuestión sentimental. Véase los casos de Iván Sáez (Desencaja), Javi Estévez (La Tasquería) o Juanjo López-Bedmar (La Tasquita de Enfrente). Con este manjar invernal por excelencia, beban siempre un vino con buena acidez que prepare el paladar para el próximo bocado. Si se fían de mí, prueben con un fino jerezano, un blanco del Jura o un viejo blanco riojano.

CASTAÑAS

«Temprana es la castaña que por mayo engaña», dice un refrán muy español, alusivo a que fuera de su oportunidad no son buenas las cosas. En su mejor momento de consumo, durante los meses de diciembre y enero, el fruto del castaño, tan nutritivo y sabroso, ha suscitado imágenes lingüísticas de gran belleza metafórica (“sacar las castañas del fuego”) y reconfortantes ritos culinarios.

Del tamaño de una nuez y recubierto de una cáscara gruesa y correosa de color pardo oscuro, se consume en formas variadas, es de gran utilidad para cebar al ganado y su harina se usa para hacer pan o tortas. Familiarmente, la palabra designa un golpe propinado, bofetada, trompazo o choque y también sirve para definir a una persona o cosa aburrida o fastidiosa. Cualidad soporífera, ésta última, que no refleja en absoluto la diversidad de recetas y simpáticos usos gastronómicos propiciados por dicho producto.

La mejor y más común es la castaneam sativa o castaña dulce, oriunda del sur de Europa, que se emplea para hacer sopas, estofados, purés, rellenos, postres… Con un aporte de 307 calorías por 100 gramos, es el único fruto seco que se usa como hortaliza, dado su alto contenido en almidón y su moderada presencia de grasa.

Desde antiguo fue muy apreciada por los romanos, que la vinculaban a la diosa del amor Venus y se halla en la tradición alimenticia secular de regiones mediterráneas como Córcega, Cerdeña, Provenza y Cataluña. Los franceses han hecho de ellas un clásico de la golosina absolutamente irrechazable: las confitan en azúcar y las llaman marrons glacés. Y la alta cocina de antaño las ha asociado a las invernales sopas de trufas, a los rellenos de caza y a las guarniciones de los grandes asados y recetas de caza. Un plato dicho à la gastronome, por ejemplo, llevaba castañas cocidas en consomé y glaseadas, medias trufas hervidas al champagne, riñones de pollo y colmenillas.

Por el lado más humilde, sin embargo, a los españolitos nos queda el recuerdo nostálgico de aquellas castañeras con su bidón de acero a modo de estufa-caldero y su pañuelo a la cabeza, que las asaban en las esquinas en compañía de boniatos y otros manjares pobres y las vendían en cálidos cucuruchos de papel de estraza. Todavía quedan algunos puestos en las grandes ciudades, aunque ya no es lo mismo y las castañas, hoy, piden a gritos otros usos coquinarios e incluso compañeros líquidos de prestigio como un buen amontillado o un vino de Madeira. 

LAMPREA

Torrente Ballester se pasa media Saga/Fuga de J. B. hablando de las lampreas y Álvaro Cunqueiro recuerda fábulas ancestrales y glosa su exquisitez como relleno de empanada, acompañada de un Vega Sicilia de buen año. Hoy las nuevas generaciones apenas han oído hablar de este ciclóstomo marino vermiforme, de boca succionadora provista de numerosas hileras de dientes, esqueleto cartilaginoso propio de vertebrados, dorso grisáceo azulado con manchas oscuras y vientre claro. Un primo lejano de la anguila, que vive en el mar (Petromyzon marinus) y remonta los ríos durante el invierno para desovar, siendo los meses que van de febrero a abril (incluidos) el mejor momento para su consumo. 

Por su forma aflautada, su naturaleza viscosa y su costumbre vampírica de alimentarse chupando la sangre de otros peces, este pescado azul es objeto de numerosas leyendas que le atribuyen poderes sexuales e incluso alucinógenos. En Roma era un plato reservado a los patricios y el rey San Luis de Francia se las hacía llevar frescas, de Nantes a París, en barriles de agua salada.

Según la tradición, el bicho (de no más de un metro de longitud) se cuelga vivo de un clavo, y se deja desangrar lentamente para aprovechar su sangre en la elaboración culinaria. En Galicia y la Gironda, donde cuentan con ricos estuarios fluviales, las preparan muy parecidas, en una salsa color chocolate, hecha con vino tinto, sangre, aceite y ajo (aunque hay otra versión gallega con Jerez y jamón serrano). Alimento preciado y escaso, oscuro y carnoso, llega con cuentagotas a los mejores restaurantes galaicos de las grandes metrópolis. En Madrid, hemos podidos disfrutarla en el pasado en locales como Casa d’A Troya, Sal Negra o el desaparecido Combarro, aunque la experiencia más imborrable que hemos tenido ha sido en una aldea a orillas del Minho, cocinada por una paisana y regada, como es preceptivo, con un rotundo tinto de la Ribeira Sacra. 

LENTEJAS

«Esto son lentejas: si quieres las comes y si no, las dejas», reza el refrán, aludiendo a una situación en la que no hay negociación ni regateo posible. Acaso este dicho popular tenga un origen eminentemente familiar. Incluso uno puede llegar a imaginarse la escena de posguerra (o de cualquier otro período pretérito marcado por la hambruna): la madre que echa al puchero lo que puede, el niño que protesta harto de repetir siempre el mismo menú, las legumbres flotando en el plato y el eterno debate sobre su textura y sabor. «¡Es que no me gustan!», se queja infructuosamente el infante. «Come y calla, que tienen mucho hierro», corta tajante la mamá…

Pues sí, las lentejas guisadas llevan asociada en el inconsciente colectivo del ciudadano celtíbero esa imagen entrañable de plato antañón, alimenticio a la par que económico; igual que a la mayoría de los italianos les recuerdan a la Nochevieja, ya que es tradición, en el país de la bota, comerlas en esa fecha señalada, por sus connotaciones agrícolas de abundancia y de vida; mientras que en el antiguo Egipto se servían en los funerales, según Apiano, para contagiar alegría y locuacidad. 

La Lens esculenta es, como todas las legumbres, la semilla comestible de una planta leguminosa. Pequeña, redonda y plana, se cultiva desde la Antigüedad en Asia Menor, llegó a Europa mucho antes que el Cristianismo y ha sido, tradicionalmente, uno de esos alimentos dichos de pobres por su bajo coste, su mucho sabor y su facilidad de conservación. Se guarda seca y ha de mojarse previamente y luego cocer en agua para dar lo mejor de sí: 336 calorías por cada 100 gramos y abundantes proteínas, glúcidos, fósforo, hierro y vitamina B. Propiedades, éstas, que tardaron en percibir la mayoría de los médicos y sabios naturalistas.

Así, cuenta Néstor Luján en Como piñones mondados que «en ciertas regiones de España se aconsejaba no dar lentejas a los niños para evitar desórdenes mentales» y que éstas tenían fama de favorecer la epilepsia y la locura. Gabriel Alonso de Herrera, en su Libro de agricultura (1513) añade que «las lentejas dan grueso mantenimiento y mala digestión, traen dolor de cabeza, sueños desvariados, producen ventosidades, acortan la vista y engendran sangre melancólica». Lo que corrobora disparatadamente el que fuera galeno de Carlos I, Luis Lobera de Ávila, en su Banquete de nobles caballeros (1530): «Las lentejas, comidas en mucha cantidad, son de complexión melancólica y hacen apto a ser leproso». ¡Y hay incluso tratadistas que llegan a culpar al susodicho condumio de la locura de Don Quijote!

Si no es usted de los que creen en esas monsergas, sepa que las lentejas guisadas con todos sus sacramentos (jamón, panceta, chorizo…) son un plato reparador adecuado para las bajas temperaturas de estos días y muy extendido por las casas de comidas con solera de toda la piel de toro. En Madrid, son famosas las de la variedad pardina que Nino Redruello prepara con codillo y en puchero de hierro en su restaurante familiar de La Ancha. También las hemos disfrutado en plan más creativo, en Viridiana (con curry y gambas rojas), Saddle (con foie) y Desencaja (con manitas estofadas). Beba con ellas un morapio de medio cuerpo, estilo crianza riojano o cru bourgeois del Médoc y atrévase a alegrar su plato con unas gotitas de buen vinagre de Jerez.

OSTRAS

Decía Nestor Luján, acerca de las ostras, que había que tomar por lo menos dos docenas para disfrutarlas sin quedarse a medias. Aperitivo de lujo, afrodisíaco y festivo, con la llegada del frío este molusco marino se halla en el mejor momento para su consumo. La tradición manda que sólo se tomen ostras durante los meses con erre, por miedo a las intoxicaciones. Sin embargo, con las condiciones actuales de crianza y de transporte, el peligro se ha minimizado; aunque en verano, debido al desove, las ostras suelen ser más delgadas y menos suculentas.

Ya los romanos apreciaron su exquisitez y Dífilo de Sifnos estudió en sus escritos las distintas variedades y sabores, según su procedencia. En nuestro país, mantenemos la opinión chovinista de que la mejor ostra del mundo es la gallega de Arcade, ignorando que cada vez hay menos ejemplares autóctonos de allá y, en cambio, cada vez más foráneos  traídos de pequeños y cultivados hasta cinco años en las rías.

Los franceses, que han hecho de la ostra un auténtico rito, distinguen una gran diversidad de especies de este molusco, desde la legendarias plates, redondas y planas, hasta las más asequibles creuses, alargadas y panzudas, similares a la portuguesa. En las brasseries parisinas, aprendí a comerlas crudas, con unas gotas de limón o vinagre y acompañadas de pan de centeno con mantequilla, bebiendo una copa de Muscadet o de Champagne.

En Nueva York, donde cuentan también con una docena de variantes de toda la costa atlántica, las sirven con tabasco. En Boston, rebozadas y con salsa bearnesa. En Londres, en esa brocheta con bacon que ellos llaman angels on horseback. Y en las marisquerías clásicas de toda España, simplemente al natural, bien regadas con un vino blanco atlántico Txacolí, albariño, Ribeiro… Mis favoritas, no obstante, son las que hace en escabeche Sacha Hormaechea, en el restaurante capitalino que lleva su nombre, acompañadas de una untuosa cerveza negra.  

TUÉTANO

Los buitres tibetanos aman tanto el tuétano de las reses de su tierra que, para extraerlo de su recipiente natural óseo, vuelan con un hueso en el pico hasta muy arriba y luego lo tiran para que, por efecto de la caída, éste se rompa permitiéndoles acceder al rico manjar. Sin compararnos con estas aves rapaces de pico tan fino, a los humanos nos gusta también comer la médula de nuestra ganadería bovina: esa deliciosa sustancia blanda que rellena la diáfisis de los huesos largos y cuyo sabor y textura incomparable tiene por único defecto su alto contenido en grasas saturadas y su parentesco directo con el colesterol.

El tuétano de vaca o de buey, verdadera tentación culinaria de los recetarios más primitivos, se viene empleando en cocina desde tiempos remotos y está siendo reivindicado últimamente por los chefs más diversos, desde el fogón popular hasta las mesas de alta vanguardia. Esta delicia es parte fundamental de cualquier puchero antiguo, desde el pot au feu galo hasta nuestro cocido madrileño. Los italianos también han hecho del tuétano un clásico en perfecto maridaje con el risotto y en algunos bistrots parisinos lo sirven como entrante, dentro del hueso, acompañado de pan tostado y flor de sal.

Ángel Muro aconsejaba en El Practicón la médula como acompañamiento perfecto para el chuletón y Augusto Escoffier lo recomienda para alimentar a niños y ancianos, por su poder reconstituyente, al tiempo que propone una preparación con macarrones, cangrejos de río, besamel y trufa. La trufa, evidentemente, es amiga íntima del tuétano, igual que los puerros, y ambos elementos intervienen en la famosa tostada de tuétano con huevos revueltos y boletus que la familia Hevia sirve, desde 1980, en su establecimiento homónimo de la calle Serrano. Otro entrañable plato viejuno que me viene ahora a la mente es un tuétano con patatas que servían en el extinto Jockey

Y, siguiendo con restaurantes míticos ya cerrados, no puedo dejar de recordar aquel tuétano con caviar con que Ferrán Adrià rompió moldes en elBulli en 1992, ni al sueco Magnus Nilsson, que en Fäviken cortaba el hueso en medio de la sala, para acompañar su exquisito contenido con dados crudos de buey, zanahorias de invierno ralladas y sal de hierbas. Una fiesta sápida que merece la mejor pareja posible en la copa; para mi gusto, un tinto refinado y floral, tal que un pinot noir, un nebbiolo, un simpático gamay o una delicada garnacha de la Sierra de Gredos.  

TRUFA NEGRA

La trufa es un tubérculo subterráneo, irregular y globuloso, de tamaño variable, que crece en terrenos calcáreos o arcillosos y viven en simbiosis con algunos árboles (roble, castaño, nogal, haya). Comestible muy cotizado cuyo nombre procede del latín tuber, manjar favorito de la raza porcina, en su búsqueda se emplean cerdos y perros adiestrados, que detectan por el olfato su presencia hasta a 30 centímetros de profundidad. La «gema de las tierras pobres», como la bautizó Colette, puede ser de distintas tonalidades, dependiendo de su origen geográfico y de la estación, pero la negrísima tuber melanosporum originaria de Aragón o de Soria –rechacen imitaciones insípidas como tuber brumale, tuber indicum y tuber himalayensis– es, para mí, la reina indiscutible del invierno, toda vez que su prima hermana blanca del Piamonte (tuber magnatum) pierde gracia tras el año nuevo.

Producto cada vez más escaso debido a la deforestación, los experimentos de cultivo aún no han dado los resultados deseados, por lo que su consumo lleva emparejada un aura de lujo (600 € el kilo), misterio e incluso sensualidad. Plutarco atribuye su origen al rayo cuando choca con el suelo y Alejandro Dumas proclama que la trufa «vuelve tiernas a las mujeres y amables a los hombres». En Egipto las tomaban con grasa de oca, cocidas en papillote y hoy ilustra las más variadas recetas.

La tradición en Italia es hacerla en risotto y en Francia es protagonista esencial del tournedós Rossini: punta de solomillo brevemente pasada por el grill, servida con un foie gras marcado a la plancha y láminas de melanosporum. A mí me gusta igualmente con un simple puré de patatas al estilo de Robuchon o con unos huevos revueltos –hechos a fuego bajo con mantequilla– o sobre una tostada de pan de pueblo con el mejor jamón ibérico. Claro que, si tuviera que repetir un plato inolvidable, este sería el de Abraham García en Viridiana, donde la trufa negra se raya abundantemente a la vista del cliente sobre una sartén con huevos en salsa de foie y boletus edulis. Para beber, nada de tonterías: busquen un tinto complejo de Pomerol, Barolo, Côte Rôtie o un gran reserva bien maduro de una bodega clásica de Rioja o Ribera del Duero. Y plántenle cara al invierno…

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