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Fuera de carta

La coliflor tiene mucho que contarnos

«Ahora no sólo se presenta blandurria por haber hervido mucho, sino que se emplea como revolucionaria masa de pizza»

La coliflor tiene mucho que contarnos

Coliflor. | Pexels

Coliflor. Digámoslo otra vez y despacito: «co-li-flor». Hay que reconocer que la palabra es bella, y también un puntito cursi, pues todo lo relacionado con las flores suscita en nosotros imágenes de alegría multicolor, combinada en ocasiones con un toque almibarado. Coliflor es el nombre en castellano de la Brassica oleracea, esa hortaliza blanca con forma de cerebro, dispuesta en arbolitos llamados floretes. 

«Ex omnibus brassicae generibus suavissima est cyma»: de ella habló así Plinio el Viejo. La llamaba cyma y la consideraba la más agradable de sabor («suavissima») de la familia de las coles. Su configuración fascina a los científicos, que le dedicaron la portada de un número de la revista Science en julio de 2021. En el artículo publicado en su interior, un grupo de investigadores de cinco países se centró en entender su estructura en fractales, que nos dice mucho sobre los mecanismos moleculares involucrados en su crecimiento. Pusieron especial interés en la variante llamada romanesco, la más picuda y sorprendente, que parece fruto de una mutación genética postapocalíptica y que muy bien podría formar parte de un lienzo de Dalí, junto a voraces tigres, elefantes de patas kilométricas, granadas que muestran sus semillas y Gala, su eterna musa, tumbada al fresco.

Hablando de granadas, Pierre-Auguste Renoir pintó en un bodegón la hortaliza que nos ocupa junto a dos granadas en 1890. Su interpretación impresionista nos muestra una coliflor mullidita, casi como un cojín. En el lienzo no se deja ver su alta cantidad de fibra, vitamina B6, vitamina C, ácido fólico y potasio, ni sus propiedades diuréticas, pero al mirarla obtenemos gran placer estético, especialmente porque no nos llega su característico aroma. 

«Coliflor y granadas». Pierre-Auguste Renoir, óleo sobre lienzo, 1890.

Es un clásico que el olor a coliflor hervida nos traiga recuerdos, no de un patio de Sevilla donde madura el limonero, sino más bien de una portería en penumbra donde una radio emite cancionero español. Ojo, que la nostalgia se cuela por cualquier grieta y pronto esa asociación antes denostada hará que se nos salten las lágrimas al recordar la casa de nuestra tía favorita donde íbamos algunas tardes a merendar pan con Nocilla bicolor. Aunque, al menos para mí, la leyenda estigmatizada del olor a coliflor hervida en las porterías es más un recuerdo literario que vivido. Era sobre todo el repollo, ese primo hermano de la coliflor, el que excitaba nuestras pituitarias en los portales de algunos edificios. Por estos lares ibéricos siempre hemos sido más repolludos, y en eso estamos hermanados con Europa del Este, a juzgar por las muchas recetas de su gastronomía en las que las hojas del repollo se emplean como envoltorio para la carne picada y otras delicias.  

Asumámoslo: esa coliflor simbólica del pasado queda tan lejos como nuestra niñez. Mientras nosotros aprendíamos a vivir, la coliflor iba evolucionando para darnos placeres adultos. Ahora no sólo se presenta blandurria por haber hervido demasiado rato, sino que se emplea como revolucionaria masa de pizza, anunciada en videos trepidantes de recetas sanas a cargo de creadores de tendencias gastronómicas (obsérvese el rodeo que doy con tal de no escribir el término «influencers»). Yo ya tengo guardadas varias recetas, tanto de colipizza como de ensaladas de cuscús donde las bolitas de trigo han sido sustituidas por un desmigado de brassica oleracea que también se hace llamar «colirroz».

La coliflor de hoy tiene mucho mundo. Se ha ido de beca Erasmus a otros países, ha hecho prácticas en cocinas extranjeras y ha vuelto renovada para enseñarnos su versatilidad. O más bien somos nosotros, criaturas globalizadas, quienes hemos visto y vivido de todo, al menos en lo que respecta a lo culinario, y ya pedimos sin pudor una coliflor asada entera, chamuscadita por arriba, en restaurantes de cocina mediterránea. De Israel procede este invento, que no es sino una reinterpretación de la receta de la abuela del chef Eyal Shani, quien la popularizó desde su restaurante Miznon. En un video donde nos cuenta las claves de esta sencilla receta, lo vemos masajear la coliflor con aceite de oliva antes de meterla al horno con la misma delicadeza con la que acariciaría la cabeza de un bebé crecidito. Al terminar se la come con la mano, de tan apetecible, cosa que me lleva de inmediato a encender el horno a 220 grados para emularlo y preparar la mía. Gracias por existir, amiga coliflor. 

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