Cuando el vino sabe a otoño
«La estación de las hojas secas abunda en contrastes sápidos que son un desafío para cualquier profesional o aficionado»
«El otoño es una segunda primavera, donde cada hoja es una flor», dejó escrito Albert Camus. Para tratarse de un tipo que decidió suicidarse en 1960, en lo mejor de la vida, y no le consoló ni el Premio Nobel que había recibido tres años antes por «el conjunto de una obra que pone de relieve los problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de la actualidad», convendrán conmigo que la frasecita destila un optimismo bastante relativo.
Oficialmente, el otoño comienza cada año el 22 de septiembre, coincidiendo con el equinoccio en el hemisferio norte. Pero este curso se ha vuelto a retrasar como un amante despistado –y van muchas veces–, confirmando la teoría que ya hemos compartido aquí en alguna ocasión de que, en este siglo XXI tan marcado por el cambio climático, el otoño llega cuando le da la gana llegar.
De hecho, la estación apenas se ha insinuado en nuestro país, en forma de bajada de temperaturas y lluvias persistentes. Pero aún seguimos expectantes ante la caída de las primeras hojas y ese fenómeno de la naturaleza casi mágico que tiñe indefectiblemente los campos y bosques de colores ocres, marrones, anaranjados y amarillos. Eso sí, en la lujosa verdulería que hay junto a mi casa, ya se exponen boletus edulis, níscalos y oronjas como una llamada al orden destinada a los gastrónomos que aún se resisten a sacar del armario la chaqueta de tweed y el foulard o a quitarle el polvo, en los anaqueles de la cocina, a la colección de cocottes.
Según el Diccionario Larousse Gastronómico, la cocotte es un «utensilio de cocción redondo u ovalado, hecho de hierro colado esmaltado, de paredes gruesas, generalmente provisto de dos mangos y una tapa que encaja perfectamente, destinado a las cocciones lentas con poco líquido». Las cocottes –tengo media docena de distintas formas y tamaños– son mis compañeras inseparables durante los meses más fríos del calendario y todavía me pregunto por qué no las pintaron con más profusión Cezanne, Chardin y otros especialistas galos del noble arte del bodegón. De la escuela holandesa del pronkstilleven no hablo porque estos estrictos flamencos siempre se han tomado las naturalezas muertas como algo más simbólico y menos hedonista y costumbrista. ¡Allá ellos!
El otoño, decíamos ayer, es propicio para disfrutar de setas y tubérculos, aves de tiro, pescados grasos y un buen número de hortalizas que, como solidarizándose con el cromatismo propio de estos días, nos seducen con sus colores. También es tiempo para descorchar aquellas botellas que habíamos descartado en verano, por no considerarlas adecuadas para las altas temperaturas.
Como ya hemos escrito aquí anteriormente sobre la despensa otoñal, hoy vamos a abordar este tema desde el punto de visto vinícola. Esto es, de la mejor forma de acompañar los productos de temporada con vinos acordes a su marcado sabor a campo y temperamento levemente melancólico.
Ya va siendo hora de decir adiós al melocotón, el tomate, el bonito y la sardina, junto con esos blancos ácidos y esos rosados pálidos que tan gratamente los arropan. Bienvenidos sean los mercados rebosantes de verduras y setas que piden a gritos ser adoptados como parte de un guiso cocinado a ritmo de chup-chup. También recupera su protagonismo en estos días el simpático horno, ideal para asar carnes y verduras, o bien hornear bizcochos especiados, tartas de manzana y panes engalanados con frutos secos. ¡Una fiesta, oiga!
Luego está el culmen de la sofisticación coquinaria otoñal, que consiste en integrar mis dos instrumentos favoritos de la temporada en una receta infalible. A saber: preparar un ave suministrada por un proveedor de confianza, bien frotada con ajo y hierbas aromáticas y salpimentada, e introducirla dentro de una cocotte con aceite de oliva virgen, la mejor mantequilla y un chorro generoso de Jerez y dejar que el pajarito vaya cociéndose lentamente dentro de la cacerola metida en el horno. Así aprendí a hacerlo durante mi etapa parisina, copiando a maestros franceses como Alain Passard o Antoine Westermann, y nunca me ha salido ni medio mal.
Con este plato excelso, que en el país vecino asocian al almuerzo familiar de los domingos, se suelen servir pommes risolées –o sea, patatas hervidas y luego doradas en sartén con ajo y romero–, una receta para guarnición que también puede aplicarse a otros tubérculos como el boniato o la batata e incluso a la zanahoria, el nabo, la remolacha, la chirivía o las castañas. Y no olvidemos a su lado la presencia de verduras al vapor, con un punto casi crocante como les gustan a los británicos, y que deben de ser indefectiblemente de la estación: lombarda, coliflor, coles de Bruselas, brócoli, repollo, berza, espinacas, acelgas…
Son todos ellos alimentos altamente nutritivos, ricos en fibras, vitaminas y minerales, pero que poseen en algunos casos –como la calabaza o la zanahoria al cocer– cierto sabor dulzón o –como los nabos y las coles– un aroma asaz impertinente que podríamos asociar con el azufre. Si existen, como indica mi admirado François Chartier en Papilas y moléculas (2009), más de 40 millones de compuestos, en la despensa otoñal se manifiestan como en ninguna otra época del año unas combinaciones de una complejidad inusitadas, destacando la variedad de volátiles presentes en las entrañables setas: aldehídos de toda clase, hidrocarburos alifáticos, compuestos bencénicos, ácidos y ésteres alifáticos, furánicos y urfurales, azufrados, terpenoides, nitrogenados… ¡Menudo lío!
El añorado Alain Senderens, autor del fundamental Le vin et la table (1999), me enseñó que, además de las asociaciones clásicas de complementariedad u oposición y de los maridajes regionales –también llamados kilómetro cero–, existían las armonías estacionales marcadas por el calendario. Con él descubrí igualmente que «los pequeños detalles, como las salsas y las guarniciones, juegan un papel esencial en la relación entre el trago y el bocado». Y estas dos últimas reglas se manifiestan con especial fuerza en octubre y noviembre, cuando todas esas hortalizas y nabizas henchidas de personalidad que ponemos al lado de un pichón o un conejo influyen decisivamente en el conjunto sápido que estamos a punto de ingerir. Por este motivo, a la hora de escoger estos días la botella que vamos a descorchar con tal o cual vianda, vale la pena fijarse en esos actores secundarios que son, como ocurre a veces en el teatro o el cine, los que suelen sostener una obra.
«El otoño es un periodo de transición, a veces difícil, entre el final de los días cálidos y el comienzo del frío. Para afrontarlo, el vino ideal debería estar igualmente a medio camino entre un vino estival y otro invernal. Dicho vino debe resultar reconfortante, poseer cierto cuerpo, aromas duraderos y una acidez refrescante», solía decir Alain, antes de proponerte una molleja de ternera con cangrejos regada con un aromático blanco alsaciano de la variedad gewurtraminer o una perdiz con repollo acompañada de un elegante tinto de Pommard.
«Las circunstancias son importantes. Es preciso elegir la estación del año y la hora del día según la naturaleza del vino. Hay vinos holgazanes, coquetos, locuaces o trágicos», advierte Béla Hamvas en La filosofía del vino (1945), para luego recordarnos que, al margen de este discurso, «hay una sola ley para beber: en cualquier momento, en cualquier lugar, de cualquier manera… la misma que rige para el amor».
Sea como fuera, la estación de las hojas secas abunda en contrastes sápidos que son un desafío para cualquier profesional o aficionado. Fíjense en la gran familia de las verduras otoñales, cuya complejidad exige vinos fundamentalmente blancos, muy alejado de la ligereza y acidez que tanto nos gustan en verano. Resumiendo las consignas de la divulgadora británica Fiona Beckett (www.matchingfoodandwine.com), es el momento de atreverse con esos blancos secos con cuerpo y cierta madurez –desde el chardonnay hasta la viura, pasando por la garnacha blanca o un xarel.lo con años–, pero también con blancos algo más aromáticos no exentos de robustez o incluso con cierta azúcar residual: viognier, godello, albillo, chenin blanc, pinot gris, gewurztraminer, encruzado, trebbiano… Por no hablar de esos grandes olvidados que son los vinos de crianza biológica (Jerez, Jura) o macerados con sus pieles (también llamados naranjas, brisados o skin contact) que tan espléndidamente se enfrentan a los productos de la huerta más difíciles.
¿Rosados en otoño? Por supuesto, pero mejor si se trata de claretes o palhetes como le dicen en Portugal y se emplean para alegrar un aperitivo algo recio, a base de embutidos de matanza –recuerden que se acerca la festividad de San Martin–, quesos fuertes o casquería de cualquier pelaje. Para el caso, también sirven tintos de cuerpo medio con cierta acidez, desde las mencías del Bierzo hasta los gamays del Loira o el Beaujolas, pasando por garnachas de Gredos, rufetes de Salamanca o dolcettos del Piamonte.
En cuanto a los tintos con más enjundia, el otoño es, con permiso del invierno, su periodo de esplendor. Pero hay que escogerlos con tino, para que no sean ni muy corpulentos, ni demasiado alcohólicos, tánicos y bravíos. Aquellos «lentos vinos espesos» a los que se refería en un poema Gabriel Celaya resultan sin duda más propios de la estación de las nieves, quedando los meses actuales reservados a los morapios cuyas principales virtudes sean la contención, la complejidad y la elegancia.
Piensen en variedades nobilísimas como pinot noir, cabernet franc, touriga nacional, nebbiolo, una syrah septentrional, una cariñena de suelos pizarrosos o nuestra querida tempranillo, que para este caso debe de ser de cuerpo medio, sin exceso de extracción y con la madera tan bien integrada que ni se note. No se me ocurren mejores partenaires para las notas de sotobosque y especiadas del recetario otoñal. Por supuesto, cuanto más carácter tenga un plato de carne de origen cinegético, más carácter debe mostrar el vino que le acompañe. Y esa regla vale también para las relaciones sentimentales.
Punto y aparte merecen, en este repaso, esas setas silvestres de sabores y texturas sumamente delicados, que requieren extremar las precauciones en lo que se refiere a su sazón, elaboración y armonía líquida, so pena de arruinar el ágape.
«El gusto completo a sotobosque y la textura untuosa de unos hongos, unidos a un leve amargor procedente de la humedad forestal, nos llevan a escoger unos vinos muy concretos, en plena madurez y sólidamente construidos, con unos olores que se integren a la perfección en este paisaje. Lo típico suele ser decantarse por un pinot noir de la Côte de Nuits, con su nariz de flores marchitas, champiñones y tierra mojada, pero yo siempre prefiero la cremosidad y la estructura de un gran chardonnay de la Côte de Beaune, especialmente los de Meursault, que aportan además un toque especiado», explica al respecto Enrico Bernardo, Mejor Sumiller del Mundo 2004, en su libro Que boire avec… (2011). Y yo no puedo sino darle la razón.
Del mismo modo que no concuerdo con aquellos que ven en el otoño una estación triste. ¡Menudos aguafiestas! Al contrario, me inclino a decir, como Patrick Modiano, que «las hojas secas y los días cada vez más cortos no me hacen pensar en algo que se acaba, sino más bien en una espera de porvenir». Y en esas estamos, soñando con paisajes brumosos y con el crepitar de la chimenea, mientras disfrutamos plácidamente de una copa de Volnay…