THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

Un cuento (gastronómico) de otoño

«El otoño es propicio para disfrutar de setas y tubérculos, aves de tiro, moluscos de concha, pescados grasos y un buen número de frutas y hortalizas que, como solidarizándose con el cromatismo propio de estos días, nos seducen con sus colores amarillentos, naranjas, rojizos o violáceos»

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Un cuento (gastronómico) de otoño

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Según el calendario gregoriano, el otoño comienza cada año el 22 de septiembre, coincidiendo con el equinoccio en el hemisferio norte. Pero no es del todo cierto, a tenor de cómo van discurriendo las estaciones últimamente. Desde que se inició este siglo XXI, tan marcado por el cambio climático, el otoño llega cuando le da la gana llegar. Por eso, en vez de mirar el almanaque, yo me fijo en la caída de la hoja y en el súbito descenso de las temperaturas, que a más de uno le infringe un constipado. Sólo entonces podemos hablar de otoño y, por supuesto, de cocina otoñal.

Para quienes estamos en ese “período de la vida humana en que esta declina de la plenitud hacia la vejez”, según la cuarta acepción del Diccionario de la Lengua Española de la RAE, el inevitable fin del estío nos infunde cierta languidez y decaimiento. Es como si nos pasáramos el día leyendo poemas de Juan Ramón Jiménez («Qué noble paz en este alejamiento de todo: oh prado bello que deshojas tus flores»), Pablo Neruda («Hoy una mano de congoja llena de otoño el horizonte y hasta de mi alma caen hojas») o Manuel Machado («Me siento, a veces, triste como una tarde del otoño viejo»).

O, ya rozando la melancolía crónica, nos pusiéramos a escuchar en bucle canciones tan entristecedoras como Les feuilles mortes (1945), basada en un poema de Jacques Prévert musicalizado por Jospeh Kosma, que, traducida al inglés bajo el título de Autumn Leaves, fue interpretada por grandes como Johnny Mercer, Nat King Cole o Frank Sinatra. De todas esas versiones, mi favorita sigue siendo la original en francés de Yves Montand, con esa voz solemne y casi hipnótica: «Las hojas muertas se amontonan / los recuerdos y lamentos también / y el viento del norte los lleva / A la noche fría del olvido». Pero nos estamos poniendo un tanto negativos…

¡Hay que levantar ese ánimo, amigos! Cualquier lingüista podría explicarnos que el origen etimológico del vocablo otoño, del latín autumnus, significa que «llega la plenitud del año». Y, en el plano espiritual, algunos místicos relacionan el equinoccio otoñal con el inicio un periodo regenerativo, idóneo para arrancar nuevos proyectos y deshacerse –como en la caída de las hojas– de todo lo superfluo o negativo.

A mí, personalmente, el otoño y sus primeras lloviznas me dan ganas de salir a pasear por el campo, sin miedo al inclemente sol veraniego, los golpes de calor y quemaduras solares cutáneas que cada vez soporto peor. El cielo gris de octubre invita a ponerse un chaqueta de tweed y el preceptivo foulard para ensuciarse un poco los zapatos recorriendo hayedos y castañares con el fin de observar –y acaso fotografiar– el cambio de color de las hojas en los árboles caducos y cómo los bosques se van tiñendo de tonos ocres, marrones, anaranjados y amarillos, como si estuviéramos dentro de un cuadro de Claude Monet o Camille Pissarro.

En Madrid, donde resido actualmente, vale la pena ir a descubrir el hayedo de Montejo de la Sierra, en la Sierra del Rincón, o dar un salto a Riaza (Segovia), para descubrir la ladera del puerto de la Quesera. Pero mi paseo otoñal favorito conduce hasta un bosque de castaños de El Tiemblo, situado dentro de la Reserva Natural del Valle de Las Iruelas, cerca de donde mis amigos de Comando G producen algunas de las garnachas más delicadas de la Sierra de Gredos.

Si no son ustedes muy andarines, otra opción altamente satisfactoria es seguir al pie de la letra lo que sugiere Van Morrison en el tema Autumn Song (1973): «Las hojas de color marrón caen al suelo / Cierra la puerta, atenúa las luces y relájate». Esto es, libros evocadores, películas o series inteligentes, acaso una buena chimenea encendida al lado del sillón y, sobre todo, la bodega y nevera bien guarnecidas, para que la taciturna estación nos resulte más reconfortante.

El otoño es propicio para disfrutar de setas y tubérculos, aves de tiro, moluscos de concha, pescados grasos y un buen número de frutas y hortalizas que, como solidarizándose con el cromatismo propio de estos días, nos seducen con sus colores amarillentos, naranjas, rojizos o violáceos. También es tiempo para descorchar aquellas botellas que habíamos descartado en verano, por no considerarlas adecuadas para las altas temperaturas. Cosa que pueden hacer ahora, si les place, leyendo este breve recorrido alfabético por mis 10 majares favoritos de la temporada.

BERENJENA

Contaba Lorenzo Millo en su simpático libro Gastronomía: manual para uso de yuppies y ejecutivos perplejos (1990) que las berenjenas vienen de India y fueron los árabes quienes las difundieron en la cuenca mediterránea. Otras teorías, en cambio, sitúan su origen en China o Malasia. A pesar de su procedencia infiel, la Salanum melongena ha echado profundas raíces en la herencia culinaria del Mare Nostrum, donde se come generalmente asada o guisada junto a otras verduras o rellena de su propia pulpa, mezclada con lo que sea.

La escalivada catalana, la ratatouille provenzal, la caponata italiana, la moussaka griega, el baba ganoush de Oriente Medio… son recetas ancestrales que giran en torno a esta hortaliza de fruto, baja en calorías y rica en calcio y potasio, que tiene la desventaja de absorber mucha grasa durante su cocción, así como de ofrecer un sabor inicial amargo y punzante que puede eliminarse. El truco: se salan, se dejan reposar media hora, se lavan y se secan antes de echarlas a la cazuela.

Larga o chata, alargada o redonda, jaspeada o morada, la berenjena es un producto en el que las piezas de tamaño mayor no son las mejores, ya que tienden a resultar amargas y fibrosas. Ligada a la cocina familiar de mi infancia, me produce ternura comerla como las hacían en casa, en rodajas o tiras rebozadas. También soy un adicto a las muy castizas berenjenas de Almagro, encurtidas con vinagre y pimentón, que hemos tomado tantas veces con un vermut de grifo, en esa casa centenaria madrileña que es La Bodega de Ángel Sierra, en Chueca.

Si veo berenjenas en la carta de cualquier restaurante de cocina exótica, nunca dejo de pedirlas. Y así he descubierto la ensalada fría de berenjenas a la armenia o las berenjenas picantes con carne de cerdo al estilo de Sechuán. En sus primeros tiempos en La Broche, Sergi Arola hizo de la berenjena a la llama un fijo de su repertorio, acompañada de cordero especiado y crema agria. Formó parte, años ha, de mi banquete de bodas. Si nos hubiéramos casado en Francia, acaso el menú habría incluido aquel caviar de berenjena con coulis de tomate que era el santo y seña del chef Bernard Loiseau o bien el keeffe de berenjenas con aceite de Argan de Alain Passard.

Sin ser tan difícil de combinar como el espárrago o la alcachofa, la hortaliza morada no admite emparejamientos facilones: se lleva tan mal con un verdejo como con un tinto del Duero, casando mejor con un blanco persistente del Ródano o el Priorat, un fino de Jerez o de Montilla-Moriles y hasta una cerveza belga de abadía razonablemente seca.

CALABAZA

La calabaza no es una hortaliza, sino una fruta. Aunque tendría más sentido haber elegido la manzana como la reina frutícola otoñal –¡esas manzanas asadas y esas tartas!–, la cucurbita se adapta más a la estética de Halloween y el Día de Difuntos, debido a su asombroso catálogo de variedades con formas, tamaños, colores y nombres sugerentes: máxima, totanera, bonatera, vinatera, moscada o confitera, sin olvidar las muy internacionales butternut y pumpkin. Pero más allá de la macabra iconografía popular, están sus virtudes alimenticias, culinarias e incluso depurativas.

Aunque muchos creerán que viene que América –¡qué daño ha hecho el cine para adolescentes!–, estas plantas rastreras o trepadoras proceden del Asia Meridional, como atestigua el hecho de que hebreos y egipcios ya de antiguo las cultivaban, otorgando cualidades sanadoras a sus semillas. Por su alto contenido en beta-caroteno, la ingesta de calabaza es muy aconsejable para prevenir enfermedades oculares y combatir el cáncer o dolencias cardiovasculares.

Alta en potasio, baja en sodio, rica en fibra, la calabaza reúne todas la cualidades para entrometerse en cualquier dieta adelgazante y hasta es buena para la próstata, por su acción antiinflamatoria y su contenido en zinc. Como no todo iba a ser positivo, en la antigua Grecia se consideraba un remedio contra las libidos más desatadas, así que luego no se quejen si la comen con demasiada frecuencia.

Consumida con la debida moderación, resulta un alimento polivalente que, en la cocina clásica, solía emplearse para hacer cremas o dulces, así como de acompañamiento y contrapeso de algunas viandas de sabor recio. A mí me gusta especialmente como ingrediente añadido a la olla gitana o el puchero canario, ya que su textura fibrosa y su sabor cálido compensan la grasa de tocinos, pancetas y embutidos. También me parece imprescindible dentro de la alboronía, ese condumio mozárabe que Luján y Perucho proclamaron como el rey de los pistos, por encima del tumbet mallorquín, el pisto manchego o la xanfaina.

Entre mis platos favoritos con este manjar, permítanme señalar la morcilla con calabaza de Juanjo López Bedmar (La Tasquita de Enfrente, Madrid), la calabaza asada con grasa de carabineros de Fernando del Cerro (Casa José, Aranjuez), la calabaza con queso, rúcola y ajo negro de Casa Solla (Poio, Pontevedra) o el escabeche de calabaza con pescado marinado de Alberto Ferruz en BonAmb (Jávea, Alicante). Quizá por mi escuela afrancesada, no concibo acompañar la calabaza más que con algún blanco aromático y bien seco de Alsacia o del Loira, pero ustedes pueden probar a ver qué tal le sientan una xarel.lo o una treixadura.   

MEJILLONES

El mejillón o Mytilus edulis ha sido considerado siempre como el marisco de los pobres: un molusco bivalvo que vive cerca del litoral, sujeto a piedras, maderas u otras superficies. Hoy, la mayoría de cuantos se crían en las costas atlánticas crece en instalaciones fabricadas por el hombre, como las estacas o bouchots bretonas o las bateas galaicas. “El hecho de que funcionen como depuradoras los convierte en una policía sanitaria del mar, pero puede conllevar el riesgo de intoxicaciones”, escribe José Ramón Martínez-Peiró en su libro Pescados y mariscos (1992). «Por eso el mejillón fresco pasa por plantas depuradoras antes de su consumo, lo que hace que se le pueda considerar uno de los mariscos con mayor seguridad sanitaria».

Ya los antiguos griegos supieron de estas virtudes y solían comer fritos los mejillones de roca mediterráneos (más pequeños y sabrosos que los atlánticos) en las tabernas de El Pireo. También el poeta romano Ausonio los describió como un «delicioso plato que gusta a los poderosos y que cuesta poco en el hogar del pobre». En el Medievo, la palabra inglesa mussel significaba también vulva y sus efectos afrodisiacos estaban fuera de toda duda, siendo adoptados como comida ritual en los promiscuos días del carnaval. En aquella época, se creía incluso que las brujas viajaban por el mundo en las conchas negruzcas de estos lamelibranquios, a los cuales, por asociación, se atribuía poderes casi mágicos.

El rey de los moluscos posee innegables cualidades alimenticias, aportando 80 Cal. por cada 100 gramos y un alto contenido en calcio, hierro y yodo. Lo cual no obsta para que la alta cocina lo ignorase durante siglos, por considerar su textura poco refinada. Menos mal que el recetario popular lo ha incluido en algunos platos universales: desde la bullabesa hasta la paella o el suquet, pasando por la zuppa di cozze de Liguria o la peculiar mussel broth británica (con sidra, puerros y nata), sin olvidar la tradición belga, con sus aprestos al vino blanco o a la crema. Aunque la gran receta común atlántica es hervirlos al vapor hasta que las valvas se abran.

En el pasado hemos disfrutado mucho de estos bivalvos como los preparaba Stéphane Guerin en la añorada Gastroteca, con vino, crema y cebollino. O en La Taverna Siciliana, donde Angelo Marino los servía con tomate fresco, guindilla y las hierbas aromáticas. A falta de estos dos locales entrañables, cerrados hace tiempo, sigo yendo de vez en cuando a La Montería en la calle Doctor Castelo, para tomarme esa delicia de mejillón y bechamel, empanada dentro de su propia concha, que la familia Román viene sirviendo desde 1963 y que se llama precisamente montería.

En este caso, el maridaje depende fundamentalmente de la salsa que lleve el molusco, así que vale casi cualquier cosa menos un tinto potente con mucha madera. A mí que me gustan siempre algo picantes, me complace sobremanera regarlos con un sauvignon blanc de Burdeos, un verdejo de Rueda o un torrontés de Ribeiro.

MERO

«De la mar el mero y de la tierra, el carnero», reza un clásico refrán castellano. El gran Josep Pla, siempre tan certero en sus puntualizaciones culinarias, juzgaba aquel viejo dicho «notoriamente desgraciado», opinando que, en asuntos de tierra adentro, el buey no tiene parangón; pero, eso sí, situaba al mero en el podio de sus pescados favoritos, concretamente el cuarto, detrás  de la corvina, la lubina y la escorpina.

El mero, según escribe en su libro Lo que hemos comido (1972), «es un pez voluminoso, salvaje y solitario, que acostumbra a frecuentar siempre los mismos escondrijos en roquedales abruptos. Es un animal fuerte y resistente, muy glotón y bien pertrechado para la defensa. Incluso enganchado a un anzuelo es difícil de sacar si se encueva».

El Serranus guaza o Epinephelus guaza es un perciforme de la familia de los serránidos, con precioso color castaño salpicado de mancha amarillas, cuerpo comprimido de gran tamaño que puede alcanzar el metro y medio y pesar hasta 50 kilos (un tercio, sólo la cabeza), boca amplia con numerosos dientes y mandíbula sobresaliente, que no suele verse demasiado en el mercado ni en las cartas de los restaurantes. Un pescado blanco que habita de preferencia los fondos rocosos de cierta profundidad y es muy apreciado, siendo objeto de no pocas picarescas; véase, suplantarlo por otros parientes más extendidos como el sargo, la cherna o el serrano.

«Barrigudo, gordinflón y rechoncho, con los ojos saltones y la mirada inexpresiva, el mero se asemeja con la boca abierta a un monstruo traga-bolas de feria de pueblo provisto de un enorme cabezón», sugiere José Carlos Capel en su Manual del pescado (1982). A pesar de su aspecto gigantón y un poco friki, se trata de un pescado absolutamente delicioso, muy adecuado para la parrilla o el horno, las sopas, los guisos y los arroces, que se cotiza al alza a medida que se presencia se hace cada vez más rara.

En algunos lugares de la costa balear y levantina, al mero lo llama reig y quizá sea ese el nombre que mejor lo define, por su carne suculenta, la escasez de las capturas y su alta cotización en las lonjas. Su condición de pescado de culto viene de lejos: los antiguos griegos lo llamaban orphos y lo consideraban un auténtico manjar. «Cratino señala que no hay nada más exquisito que una rodaja de mero asado y Dorión, en su magna obra Alimentos para sanos y enfermos, dice que su carne es fina, libre de olores y sabores excesivos y de fácil digestión. En cambio, a Arquestrato y los de su cuerda el mero les caía mal, ya que lo encontraban soso», nos recuerda Lorenzo Millo en El banquete del mar (1995).

Éste y otros peces de la familia de los serránidos son, como descubrió Aristóteles, hermafroditas, con lo que sus complicaciones sentimentales resultan mínimas y pueden llevar una vida casta y solitaria, dedicada a la caza. Su talante depredador, unido a esa boca mostrenca, le ha hecho ganar al animal, igual que al rape, cierta reputación de voracidad insaciable que ha inspirado, en la prosa de algunos autores, una dudosa leyenda de alimento afrodisiaco. Y acaso el mero no contenga ningún elemento erotizante, pero resulta innegable que las recetas inventadas en su honor suelen ser alegres, sabrosas y soleadas. Y eso también influye.

La Marquesa de Parabere recomendaba cocerlo en caldo de leche o de vino y acompañar con salsa vinagreta, holandesa o tártara. Mientras que Busca Isasi prefería el asado y Ángel Muro, en El Practicón (1894), lo fiaba todo al escalfado en caldo corto clásico o ese preparado antañón que él llamaba agua buena.

A fuer de los templos marineros de la península y las islas por todos conocidos, donde nunca fallan en su preparación, uno siente esporádica nostalgia de esos gazpachos –el guiso con tortas, no la sopita veraniega– de mero, capaces de saciar las mayores hambrunas bucaneras, que preparan desde hace siglos en la isla de Tabarca y sus aledaños del litoral alicantino. Beban con él un blanco corpulento meridional o un tinto mediterráneo con algunos años para que el regusto de hierbas aromáticas y genista sea su compañero en este viaje sápido.

PERDIZ

¿La quiere usted roja, pardilla o nival? Hablamos de la perdiz, naturalmente. Esa gallinácea ilustre de textura delicada y profundo sabor a monte que protagoniza la temporada cinegética otoñal. Un ave salvaje cada vez más rara y cotizada, que Miguel Delibes consideraba la reina de la caza con plumas y es, para muchos aficionados extranjeros, motivo de peregrinación hasta los montes de Castilla, para hincharse a pegar tiros. Luego el bicho se cuelga cuatro o cinco días al fresco para que las enzimas propias de su crianza en libertad metabolicen algunas proteínas confiriéndole a la carne el típico sabor a caza, se despluma, se echa a la cazuela… Y a disfrutar.

Si no es usted cazador, el factor más importante que hay que tener en cuenta en la tienda es saber la edad de la perdiz, ya que esto determinará su preparación: asada brevemente si tiene poco tiempo y estofada o escabechada con parsimonia si es vieja. Lo ideal es una hembra joven, bien tierna –pero obvien cualquier bromita machista al respecto–, y hay expertos que se ufanan de discernir la juventud del animal fijándose si conserva la primera pluma grande del ala en punta.

Por supuesto, no es oro todo lo que reluce y son ya legión los mesoneros que, a falta de buenas piezas de monte cobradas noblemente, recurren a las de crianza en granja, disponibles todo el año y cada vez más extendidas. Si hay un lugar en que la perdiz es religión, es en tierras manchegas, donde es el plato estrella del restaurante Adolfo de Toledo. “Se trata de la gran joya de la cocina toledana, todo delicadeza y sencillez; la mano del cocinero, el punto de vinagre, las hierbas aromáticas… son elementos decisivos, además del propio bichejo”, nos cuenta Diego Rodríguez Rey.

«La perdiz –decía Néstor Luján– se presta a todos los aderezos imaginables: asada, en salmis, en gazpacho, en paté…». Y a cada preparación le corresponde un tipo de vino, añadiría yo, aunque mi predilección va siempre hacia un tinto de Borgoña o un gran reserva Rioja de otros tiempos.

Para disfrutar de la reina de la caza de pelo en el circuito madrileño, les recomendaría la perdiz en salmis de Arce, la receta en costra de sal de La Paloma y, sobre todo, la perdiz a la prensa como la preparan en Horcher. Eso de la prensa es un aparato inquietante, similar a aquellos temibles instrumentos que usaba la Inquisición para salvar almas pecadoras, que sirve básicamente para quebrar, triturar y aplastar huesos, caparazones, carcasas, vísceras y restos de carne de animales comestibles previamente cocinados, extrayendo de ellos hasta la última gota de sustancia. Pero de eso les hablaré cualquier otro día…

PULPO

En su novela 20.000 leguas de viaje submarino (1869), Julio Verne nos enseña lo temible que puede llegar a ser un pulpo. La imagen amenazante de este cefalópodo no obsta para que su carne blanca sea un bocado exquisito de nuestro acervo culinario patrio. El Octopus vulgaris tiene el cuerpo corto y ocho brazos iguales con ventosas no pedunculares. Vive entre las rocas en aguas templadas y tiene vocación depredadora, siendo su bocado favorito los berberechos y cangrejos; y su principal enemigo, las morenas.

Sobre él pesan las leyendas más negras. El obispo danés Pontopiddan el Viejo escribió sobre pulpos atlánticos gigantescos que hacían naufragar navíos enteros. Aristóteles, en su Historia Animalium, cita otra creencia absurda, según la cual el pulpo hambriento se alimentaría de un tentáculo que luego le vuelve a crecer. A los antiguos, les llamó la atención su lascivia e incontinencia: según la tradición popular, su corta vida se debe a su poligamia feroz. De acuerdo a esto, Diocles alaba las virtudes afrodisíacas de su ingesta.

«El pulpo es un animal infernal desde todos los puntos de vista, salvo el gastronómico, claro», afirma José Juan Iglesias del Castillo en su libro sobre La cocina masónica (1997). Y sigue: «Desde los confines septentrionales de la Europa fría hasta la meridional Grecia, es una encarnación diabólica que surge de los abismos marinos para engullir al hombre pescador. Es el animal antagónico al delfín, aspecto éste que coincide con su simbología infernal».

Su carne, en cualquier caso, tiene más proteínas y menos grasas que los mejillones o los calamares, y es una fuente de vitamina B6 y selenio. Antonio Puigcarbó, en Brasas a bordo (1996), nos habla de su difícil pesca submarina, a causa de su asombroso mimetismo con el entorno. Y Lorenzo Millo teoriza sobre la dureza del animal: «Hay que enternecer al cefalópodo propinándole una tanda de azotes, que los cocineros griegos determinaron en siete docenas».

En nuestro país, el pulpo es objeto de una devoción que sólo comparten viejas civilizaciones mediterráneas como los griegos o los italianos. En el levante español existen también los pulpets, esos pequeños animalillos que son una delicia a la parrilla, fritos, en arroz o en ensalada templada. Y en Denia toman, de aperitivo, pulpo seco; igual que los niños chinos que lo compran, en el Chinatown de Manhattan, en las tiendas de golosinas. Tampoco es bocado desdeñable en crudo o marinado, como nos han enseñado los japoneses.

Claro que, en casi toda la España interior, el rey incuestionable de la cocina octópoda es el pulpo á feira gallego, cuyas más ilustres ejecutantes son las pulpeiras de la zona de Carballino. Esto es debido  que, según las crónicas, fue en las ferias ganaderas de aquella comarca donde nació la receta, merced al trueque o la puesta en común de alimentos entre maragatos y orensanos. Esa combinación mágica de pulpo de las rías, patatas galegas de interior, pimentón de la Vera y aceite extremeño de la variedad morisca, suele regarse con un tinto de Ribeiro o de la Ribeira Sacra y no seré yo quien aconseje lo contrario.

RODABALLO

Por la calidad, suavidad, blancura y textura de su carne, el rodaballo es uno de los pescados más apreciados por los aficionados la buena mesa. Ya los antiguos griegos lo tenían por manjar suculento, favorito en las ofrendas al dios Apolo. Según cuenta Juvenal, al emperador Domiciano le gustaba tanto que se hizo construir un horno especialmente grande para cocinarlo, generando una polémica presupuestaria que llegó al Senado. Y los patricios romanos llegaron a pagar tales sumas por él que Catón el Joven se indignó cuando superó en precio a la vaca.

Según la leyenda, François Vatel, el cocinero galo más famoso del siglo XVII, que trabajaba para el Príncipe de Borbón-Condé Luis II en el Château de Chantilly, decidió acabar con su vida por medio de una espada debido al retraso con que llegaron unos rodaballos durante un banquete con el que su señor agasajaba a Luis XIV de Francia. En el filme Vatel (2000), Roland Joffé apunta que el citado suicidio podría haberse debido a razones amorosas –¿quién querría vivir tras perder los favores de una Anne de Montausier encarnada por Uma Thurman?–, pero la anécdota del rodaballo nos conviene más para este texto.

En su Historia de la gastronomía (1952), Harry Schraemli le llamó «el faisán del mar» y Napoleón III lo escogió como plato principal en el banquete de sus esponsales con Eugenia de Montijo. ¿Siempre ha sido un producto de lujo? Sin ninguna duda, puesto que los benedictinos gallegos llegaron a debatir si una carne tan suculenta era admisible durante la Cuaresma, cuando la dieta de los cristianos debe de ser cuanto menos frugal.

Considerado de siempre un alimento aristocrático, el rodaballo –demasiadas veces sustituido por la barata platija para engañar a incautos– es hoy, sin embargo, un producto asequible para el ama de casa, debido a la reciente eclosión de numerosas piscifactorías. Opinan los puristas que el de estero es más insípido y menos sustancioso que el salvaje, por la sencilla razón de que siempre será menos sabrosa la carne de un animal que vivió cautivo que la de aquel que ha recorrido los mares en libertad. Y yo soy del mismo parecer.

Durante los años que viví en París, echaba de menos los grandes pescados enteros que sirven en algunos templos del producto españoles. Y, entre todos ellos, el que más añoranza me producía era este pez pleuronectiforme y romboidal que atiende al nombre científico de Scophthalmus maximus y en cuyo hábitat natural, que va del Atlántico Norte al Mar Negro, se pueden hallar ejemplares de hasta un metro de largo y 12 kilos.

No es fácil ver uno tan grande, aunque sí he disfrutado de piezas magníficas e inolvidables en establecimientos como Elkano o su vecino Kaia-Kaipe, ambos en Guetaria. Aunque este pescado admite ser preparado a la gallega, en suquet o en bullabesa, yo me resisto a tomarlo de otra forma que no sea a la parrilla, como me han enseñado en la costa guipuzcoana.

Me gusta acudir regularmente a Guetaria para contemplar a Aitor Arregui diseccionando cual cirujano un bello ejemplar recién servido, para que el cliente vaya catando cada parte por separado, apreciando sus diferentes texturas y sabores: el firme lomo, la suculenta ventresca, la exquisita cabeza, las gelatinosas aletas… Mi liturgia en cuestión de bebidas suele iniciarse con un buen champagne de la Côte des Blancs –que servirá para regar los chipirones de anzuelo iniciales y acompañar el primer trozo de cola–, antes de abrir un gran blanco viejo de Borgoña para que el resto del ágape se convierta en fiesta.

SALMONETE

«El salmonete en el mar y el cerdo en la tierra son los dos animales más sucios en sus comidas, pero de carnes más sabrosas», dejó escrito el griego Opiano en su poema científico sobre la pesca, La Haliéutica. Esa leyenda no está del todo errada, puesto que tanto el Mullus surmuletus (salmonete de roca) como el Mullus barbatus (salmonete de fango) son peces que devoran cuanto se les pone al alcance en los fondos marinos.

Tal vez por eso, Dífilo de Silos lo consideraba un alimento asaz indigesto, atribuyéndole cualidades astringentes y sugiriendo que fuera cocinado de las formas más básicas. Consejo este en el que coincide José Carlos Capel, quien en su Manual del pescado advierte que «culinariamente, los salmonetes suelen estropearse en negligentes fogones con barrocos añadidos de alcaparras, setas, vinos y finas hierbas» y opina que un bicho de paladar tan delicado da lo mejor de sí en preparaciones como la fritura, plancha u horno.

Rico en aminoácidos, vitaminas del grupo B y minerales como el magnesio, el fósforo, el potasio y el yodo –que confiere a sus carnes un marcado sabor a crustáceo–, el salmonete tiene una gran tradición en la gastronomía de la Europa meridional y yo les he probado deliciosos, sencillamente hechos a la brasa, en tabernas marineras tan distantes como Toninho en Setúbal (Portugal) o Pyrofani en Salamina (Grecia).

En la Roma Imperial, Apicio gustaba acompañarlos de una salsa elaborada con las tripas del propio pez. Personalmente, prefiero que el ejemplar sea cocinado entero, sin quitarle las escamas –para proteger del fuego su deliciosa piel–, ni las vísceras, que luego degustaré tranquilamente, con pan tostado y vino.

Existe un debate ya algo cansino sobre si resultan más refinados los ejemplares de roca o de fango. Para mí, ambos tienen cualidades dignas de ser apreciadas y, por encima de la especie que llegue a mi mesa, me preocupa más a qué profesional indocumentado habrán confiado su fritura, horneado o paso por las brasas. Ante la duda, prefiero no arriesgar y pedir algo más sencillo para evitar disgustos.

La alta cocina de vanguardia también se ha fijado últimamente en uno de nuestros pescados favoritos, con platos convertidos ya en clásicos como el salmonete con escamas de patata de Paul Bocuse, el salmonete con tapenade de Alain Ducasse o el salmonete Gaudí de Ferran Adrià. Un plato de 1987 donde el lomo del pescado venía desespinado y cubierto con un mosaico de verduritas que imitaba el famoso trencadís de azulejos picados, que es una de las señas de identidad del arquitecto catalán. Por cierto, hay una reinterpretación muy curiosa de este último, titulada salmonete Miró, a cargo del chef estadounidense Grant Schatz (Alinea, Chicago), que tuve la fortuna de probar en su día. Para regarlo, elijan en función del tipo de tratamiento que vayan a dispensar al animal: un blanco mediterráneo de meseguera o garnacha blanca si es frito; un rosado con carácter o un tinto ligero, si hay humo o condimentos más sápidos.

SETAS DE OTOÑO

El protagonismo de las setas en cocina viene de lejos y ya cuenta Robert Graves que el emperador Claudio pereció víctima de su glotonería y de las malas artes envenenadoras de su traidora esposa Mesalina. Desde entonces, los aficionados a la buena mesa han hallado en este manjar una fuente de placer sápido, puesto que es capaz de evocar, en un sólo bocado, todos los aromas del bosque. Entre el simple champiñón silvestre y ese tubérculo cotizadísimo que es la trufa –de la que hablaremos cualquier día de estos–, existen mil y una variedades alimenticias que traen al paladar regustos de tierra y hoja seca, texturas carnosas (rebozuelo), mantecosas (oronja), fibrosas (níscalo) o incluso mórbidas (boletus).

Las setas que llegan a nuestro plato pueden ser cultivadas o salvajes, en conserva, deshidratadas y de temporada, resultando estas últimas las más apreciadas por todo buen cocinero que se precie. Cada estación tiene su variedad y, así, el otoño celebra la llegada de la cotizada oronja (Amanita Caesarea), los elegantes hongos (Boletus edulis y Boletus pinicola) y los jugosos níscalos (Lactarius deliciosus), además de la lengua de gato o gamuza (Hydnum repandum), la trompeta de la muerte (Craterellus cornucopioides), el rebozuelo (Cantharellus cibarius) y tantos otros tesoros del subsuelo.

Están compuestos, estos alimentos, mayoritariamente de agua (80 %), pero también de hidratos de carbono (8%) y de grasa (1%), siendo ricos en proteínas —tienen más que cualquier verdura y casi tantas como algunas carnes—, vitaminas y minerales: riboflavina, tiamina, hierro, cobre, potasio y fosfatos. Para que las setas conserven todas estas cualidades y no pierdan su sabor y textura, lo mejor, a la hora de acercarlas a la lumbre, es la sencillez extrema.

Olvídese de las cocciones largas o las recetas demasiado sofisticadas. La mejor manera de disfrutar un plato de hongos es en crudo. Sin ánimo de resultar estrictos, los manuales clásicos admiten también breves estancias en el horno, un amistoso empanado o un rápido rehogado en compañía de ajo, cebolla o perejil. Beba siempre con ellos un gran vino. Mejor aún si es tinto y evoca, en nuestra nariz, los olores de flores marchitas o tierra mojada. Le ayudará a soñar con enanos de cuento infantil y bosques encantados.

VIEIRA

Los peregrinos jacobeos la adoptaron como insignia; la pintura renacentista, como símbolo; la arquitectura barroca, como adorno; las tabernas marineras de antaño, como cenicero; el turismo del siglo pasado, como souvenir, y alguna multinacional del petróleo, como logotipo corporativo. «La vieira es el más representativo, a amplios niveles extra-gastronómicos, de los mariscos de Galicia. Vive en sociedad, en aguas poco profundas, y está dotada de glándulas genitales de ambos sexos, pero actúa, en su hermafroditismo, unas veces como macho y otras como hembra, lo cual debe ser realmente una gozada», escribió Jorge Víctor Sueiro en su espléndido Libro del Marisco (1990).

Como vieiras propiamente dichas, se confunden habitualmente dos especies, la Pectem Maximus, que es el modelo atlántico, tradicional de Galicia y hasta de Noruega, y la Pectem Jacobeus, más menuda y mediterránea, que los expertos distinguen llamándola concha del peregrino. Todas ofrecen un aspecto parecido y se cocinan igual. Una vez abierta la coraza y limpio de membrana, su interior presenta dos partes comestibles: el cuerpo blanquecino y redondo (de textura fibrosa y fino sabor) y su coral con forma de gajo de naranja (de textura más blanda y sabor concentrado), que le sirve también de aparato sexual.

Como estos bichos, que viven sobre fondos detríticos arenosos, pueden alcanzar tranquilamente los 12 o 17 centímetros, habrá quien los coma enteros o en rodajas, según el tamaño; crudos, marinados, cocidos, horneados, fritos o a la plancha, dependiendo del gusto de cada cual. Según Cristino Álvarez, existen dos grandes escuelas: «En las Rías Altas las hornean con cebolla, tomate y pan rallado, mientras que en las Rías Baixas prefieren menos tomate y algo de jamón. El gran secreto, además de conseguir una materia prima como es debido, es ser muy prudente con el tomate o incluso evitarlo».

Muchos son los templos del producto peninsulares que preparan este molusco de rechupete, teniendo yo especial devoción por el usuzukuri con sal de chorizo de Kabuki. Y es que, por su sabor franco y su carnosidad, este producto se adapta de maravilla a las culturas culinarias más exóticas. Sin embargo, a la hora de pensar platos de alta cocina, echo de menos aquel consomé de pato con vieras y foie gras de Santi Santamaría, así como la vieira al caviar de Joël Robuchon.

¿Qué beber con cualquiera de ellos? Pues el gran estudioso francés del maridaje, Alain Senderens, aconsejaba un blanco graso que no se pase de aromático, ni de madera. Piensen en algún godello o albillo en su punto, un chardonnay sobrio o, aún mejor, un buen Ródano con el que fusionar texturas sin restar protagonismo. Y dejemos que el otoño discurra plácidamente entre bocados tan exquisitos…

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