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Ricardo Cayuela Gally

Lecturas de verano IV: Camus y Casares como antídoto

«La palabra libertad está en boca de tantos charlatanes, impostores y aprendices de tirano que ha perdido su fuerza primigenia»

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Lecturas de verano IV: Camus y Casares como antídoto

Albert Camus y María Casares. | Google

La palabra libertad está en boca de tantos charlatanes, impostores y aprendices de tirano que ha perdido su fuerza primigenia. Aun así, resulta muy difícil no murmurarla como un mantra tibetano mientras se devoran las páginas de las cartas cruzadas entre Albert Camus y María Casares, publicadas por Debate al inicio de este año. Y más, si se hace con la luz del verano y el arrullo de las olas. Para mí ha sido físicamente imposible no conmoverme. Sólo un corazón adocenado por la rutina podría permanecer indiferente ante ese despliegue de verdad, belleza y amor. 

Si uno lo compara con las demenciales consecuencias de un beso (eufórico, consensuado e intrascendente), el abismo entre lo que pienso y la sociedad en la que vivo se hace infinito. La inquisición no fue una institución datada en el tiempo sino un estado del alma, y como tal sigue viva con otro ropaje: del púlpito al escaño, de la sacristía al ministerio. A fuerza de imposturas y falsas protecciones estamos construyendo una prisión moral que obliga a todos a bajar la testuz y señalar con el dedo al hereje y al apóstata. Luego, claro, camino por la playa, brindo con los amigos, escucho retazos de conversaciones aquí y allá, veo a las pandillas de jóvenes salir por la noche (libres y felices) y me doy cuenta de que el problema no está en la sociedad (tolerante y honesta), sino en sus representantes. Un consuelo, al igual que este libro, que sirve de antídoto contra el veneno del hipócrita moralismo de nuestros días.

María Casares y Albert Camus se conocieron en el París ocupado por los nazis mientras ella empezaba su carrera teatral y él compaginaba una activa vida pública con su audaz y temprana participación en la Resistencia. Su amor nace el 6 de junio, día del desembarco en Normandía, durante los ensayos de El malentendido, pieza de Camus protagonizada por Casares, y durará hasta la muerte de Camus, en un accidente de carretera el 4 de enero de 1960. Cuando se conocieron ella tenía 21 años y él 30. Casares era gallega y Camus argelino. Compartían el desarraigo del exilio y la pasión creativa. Ella sería la mejor actriz, musa del teatro y cine franceses durante medio siglo. Y él, el prototipo de intelectual, premio Nobel de literatura con menos de 45 años. Ambos, hijos pródigos de la Francia eterna. Sólo en una civilización superior como la francesa es concebible que se preserven y publiquen unas cartas de amor entre dos amantes sin el enojo o boicot de los herederos. Al contrario, el volumen incluye un prólogo, perfecto y luminoso, de la hija de Camus, en donde reconoce que el amor de la vida de su padre no fue su sufrida madre, Francine Faure, matemática de mérito, sino María Casares.

«La inquisición no fue una institución datada en el tiempo sino un estado del alma, y como tal sigue viva con otro ropaje: del púlpito al escaño, de la sacristía al ministerio».

La figura tutelar de María fue su padre, Santiago Casares Quiroga, ministro de Gobernación de la República durante la sublevación militar, caído en desgracia durante la Guerra Civil y doblemente exiliado: del bando nacional, que había puesto precio a su cabeza, y de los radicales de la República, que no le perdonaban su tibieza. La figura tutelar de Albert Camus fue su madre, de origen español, que guio los pasos de su hijo por una vida entre libros pese a ser analfabeta y cuya figura quedó inmortalizada en El primer hombre, la novela póstuma de Camus sobre su infancia en Argel. A diferencia de Sartre, la libertad de Camus nace de una doble legitimidad: haber sido resistente durante la ocupación y haber descubierto a tiempo que detrás del gran ideal comunista se ocultaba una tiranía inimaginable en su crueldad. Camus pertenece a la genealogía de los verdaderos libertarios, la saga de Orwell, Koestler y Octavio Paz. 

Las casi novecientas cartas entre ellos son una fuente inagotable para reconstruir su vida y su trayectoria, sus afanes cotidianos y sus grandes realizaciones, sus manías y sus gustos, los diversos círculos concéntricos que conforman una vida: familiares, amigos, colegas, pero también rivales y enemigos. Al dar por descontada la belleza de la prosa y la agudeza de la mirada de Camus, lo que me sorprende, pero no debería, fue descubrir la fuerza de las ideas de María Casares, su perspicacia y su buena pluma, su humor ácido y su inteligencia solvente y profunda. No era una actriz ajena a los libros ni a la política. Sus neurosis cotidianas están dulcificadas por la ironía. Es sabia para juzgar su carrera, los talentos de sus colegas, la trascendencia de las obras en las que actúa, la idiosincrasia de los franceses (a los que puede observar a la vez desde dentro y desde fuera) y las pequeñas miserias de los escenarios. Lo que no conocía en Camus es el sentido del humor, ligero y fresco. Cuando le relata a María Casares su viaje por Brasil le dice que probó un aguardiente de caña tan fuerte que «despertaría a un académico».

El amor entre ambos es de amantes, no de pareja. Sus encuentros son siempre felices. Son instantes perpetuos, pausas en el tiempo. Su relación no está atravesada por los celos ni por las inevitables peleas de lo minúsculo y lo cotidiano. No tienen que ponerse de acuerdo sobre la educación de los hijos, ni conceder mutuamente ante el muro de las obligaciones familiares. Tampoco tienen que hacer trámites burocráticos ni la limpieza del hogar. Su mutua lealtad es sentimental, no física. Camus no sólo conservó su matrimonio y vida familiar (de la que reniega quizá injustamente) sino que compaginó su amor por Casares con al menos otras dos mujeres: Catherine Seller y Mette Ivers. 

¿Qué los une, aparte de los placeres de la cama? Que ambos huyen de la perra fama, preservan su intimidad a los extraños, trabajan con ahínco y pasión, leen sin descanso con curiosidad genuina y amor al conocimiento, dialogan entre ellos sin mentirse consigo mismos, cambian de opinión si los argumentos del otro son más sólidos, son optimistas, gozan de la soledad y del silencio, ocupan el centro del debate sin proponérselo, no actúan por presión de los demás y gozan del éxito sin olvidar que es en parte fruto del azar. Son fieles a su duro origen. No pierden el tiempo con la gente idiota. Son leales a sus amigos. Y, sobre todo, enfrentan la existencia con valentía. Los une estas palabras de Camus a Casares: «Estamos juntos contra todo. Y nada podrá nunca separarnos o destruir este vínculo, flexible y fuerte como una raíz de vida». Los une están palabras de Casares a Camus: «Salí de allí con la certidumbre, una vez más, que no hay nada más hermoso que un amor hermoso».

Las cartas entre Albert Camus y María Casares son el raro privilegio de compartir habitación con dos gigantes del siglo XX, miembros de esa minoría humana capaz de habitar el mundo desde una ética sin ataduras externas, pero irreprochable en su coherencia interna.

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