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Gastronomía

Teoría y práctica del café de especialidad

¿No saben en qué consiste esta tendencia que tiene loquitos a los aprendices de ‘foodie’? Empecemos por lo básico

Teoría y práctica del café de especialidad

Una taza de café. | Nathan Dumlao (Unsplash)

¿Ya se han hecho ustedes adictos al café de especialidad? ¡Cómo que aún no!

¿Qué no saben en qué consiste esta tendencia que tiene loquitos a los aprendices de foodie de las grandes capitales de Oriente y Occidente? Pues para eso estamos aquí. Empecemos por lo básico. 

Según el Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española (RAE), el café es «la semilla del cafeto, de un centímetro de largo, de color amarillento verdoso, convexa por una parte y, por la otra, plana y con un surco longitudinal», pero también la «bebida que se hace por infusión con la semilla tostada y molida del cafeto», así como el «establecimiento donde se vende y toma café y otras consumiciones».

El café es el segundo producto más comercializado del mundo después del petróleo, con exportaciones de 15 billones de dólares al año. Este sustantivo, derivado del término italiano caffe –que procede a su vez del turco kahve–, forma parte de la vida cotidiana de los españoles desde el Renacimiento, como bien explica Maguelonne Toussaint-Samat en su Historia natural y moral de los alimentos (1987), cuando la importación de productos coloniales cambió algunos hábitos de consumo en la vieja Europa. Cuenta asimismo Alejandro Dumas, en su Diccionario de cocina (1873), que el gusto por dicha bebida «había llegado tan lejos en Constantinopla que los imanes se quejaban de que se había desertado de las mezquitas para llenar los salones de café».

«En todas las capitales del Islam se abrían establecimientos cuyos clientes acudían en tropel para saborear el oscuro brebaje mientras charlaban de sus asuntos», añade Toussaint-Samat. «Venecia y Viena fueron las dos puertas por las que llegó el café a Europa», apunta por su parte Sergio Parra en Yorokobu. «En el caso de Venecia, porque sus mercaderes se aficionaron a tomarlo en los enclaves que tenían en el Imperio turco. En el caso vienés, fue todo mucho más fortuito: cuando los turcos hubieron levantado el cerco de Viena durante su invasión de Europa, se dejaron abandonados cientos de sacos de café en su espantada. Un polaco llamado Franz George Kolschitzky los hizo suyos y, para evitar su poso característico, coló la infusión realizada: había nacido el café ‘a la vienesa’». Poco tiempo después, el Papa Clemente VIII dio su aprobación para que este bebedizo no fuera considerado impío y hasta Madame du Barry, a la sazón concubina del rey Luis XV de Francia, mandó que la hicieran un retrato vestida de sultana, degustando una taza de rico moka. 

Según narra Mark Pendergrast en su libro El café, historia de la semilla que cambió el mundo (1999), «el café era un estimulante intelectual, una manera agradable de sentir que la energía aumentaba sin causar efectos negativos evidentes. Las cafeterías permitían a la gente reunirse a conversar, distraerse, hacer negocios, alcanzar acuerdos, componer poesía o mostrarse irreverente en igual medida». 

Para este autor estadounidense experto en bebidas con cafeína –no se pierdan su For God, Country and Coca-Cola: The Definitive History of the Great American Soft Drink and the Company That Makes It (1993)–, «cuando florecieron las primeras cafeterías en Londres, las mujeres quedaron excluidas de su uso y ello propició que, en 1674, surgiera la Petición de las Mujeres contra el Café, un manifiesto que rezaba: ‘Encontramos últimamente una notable decadencia de aquel auténtico vigor inglés… Jamás los hombres usaron pantalones tan grandes, ni llevaron en ellos menos temple’». A pesar de estas duras críticas de las féminas británicas, el boom terminaría propagándose por todas las cortes europeas hasta llegar a Madrid. Y de aquellas aguas vienen estos lodos.

España es hoy uno de los países más rendidos al expresso que existen. Según la Asociación Española del Café, en nuestro país se sirven diariamente una media de 21 millones de tazas de café. Se trata de un producto que no pasa de moda. Muy al contrario, en los últimos tiempos, el culto hacia esta bebida se ha sofisticado hasta límites insospechados con la popularización del llamado café de especialidad y la apertura imparable de nuevos locales consagrados a su venta y difusión.

¡Si hasta se ha creado un certamen, el Forum Coffee Festival, celebrado el mes pasado en La Farga de l’Hospitalet (Barcelona), donde en el concurso al Mejor Café de España salió vencedor Cafés Puerto Rico, un tostador artesanal con más de medio siglo de actividad que opera en Alcorcón (Madrid). Pero nos estamos desviando…

¿Qué es un café de especialidad? Según la definición de la Specialty Coffee Association (SCA), el concepto se aplica a «aquel café de tipo arábica –dos tercios del cultivo mundial, presente en 70 países–, con una puntuación en taza superior a 80 puntos en una escala sobre 100, otorgada por un catador autorizado». Es ese proceso de certificación oficial el que determina si un café es o no de especialidad. «Hecha la ley, hecha la trampa», se dirán ustedes. Pero no estamos aquí para poner bajo sospecha un movimiento que está aportando no poca alegría y una innegable mejora cualitativa a ese deporte de riesgo que suponía trasegar ristrettos de origen ignoto y grosera elaboración en el Madrid de la segunda mitad del siglo XX.

En aquella España de la Transición imperaba, cual religión de Estado, el café de mezcla, 50% natural y 50% torrefacto –esto es, tostado con azúcar–, que según los entendidos de la época producía mucha más espuma, pero que, en mi modesta experiencia, era un método infalible para optar a una úlcera gastroduodenal. 

«La mezcla responde a una demanda de los consumidores y permite al profesional jugar con distintos tipos de cafés para adaptarse a todos los gustos», trataba de convencerme, décadas atrás, un reputado maestro tostador. A lo que yo replicaba –parafraseando a Thomas de Quincey en Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes (1827)– que «si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor y se acaba por faltar a la buena educación o por dejar las cosas para el día siguiente». O sea, que empiezas haciendo una mezcla de arábica –la familia de café más fina– al 50/50 y, si te dejas llevar por la codicia, terminas a los pocos años degenerando hasta un 100% robusta –la variante más basta– con mayoría quemada con algún tipo de edulcorante. Y todo eso sin cambiar de marca y sin que algunos consumidores se den cuenta, hasta que van al médico con pinchazos estomacales debido al alto contenido de acrilamida en el citado producto y este les cambia la dieta del desayuno en favor de un delicado y depurativo té verde.

«El origen del torrefacto fue una idea del empresario español José Gómez Tejedor, que a finales del siglo XIX viajó a América Latina y vio que en países como México o Cuba cubrían los granos de café con azúcar para evitar su deterioro y que se conservara mejor. En 1901, de vuelta a España, registró el procedimiento. Al ser un café tostado con azúcar, se utiliza un café de peor calidad, sin matices y sin aromas, porque el resultado va a ser fuerte y amarga», explicaba hace poco la nutricionista Beatriz Robles en el programa Código de barras de la Cadena SER.

Y el director de dicho espacio radiofónico, Carlos G. Cano, agregaba una valiosa información: «Según el último Informe de Consumo Alimentario, el consumo de café en los hogares lleva años creciendo y ronda los 2 kilos y los 30 euros por persona…. Además, el café de tueste natural, que representa un 37% del total, ha crecido un 52,7% desde 2008, mientras que el consumo de torrefacto (8,9%) o de mezcla (22%) lleva años cayendo». Y Álex Rodríguez, barista y formador de la empresa Baqué invitado al programa, añadía que «los clientes de hostelería que consumen café mezcla son ya hoy menos del 3%. Ahora optamos por mejores calidades, mejores orígenes y mejores tuestes». ¡Loado sea el cielo!

A dicho cambio está contribuyendo de forma decisiva el auge del café «con nombre y apellido», como lo ha descrito simpáticamente algún colega. Me refiero al café que indica en su etiqueta la familia, origen, método de elaboración e incluso nivel de calidad. No importa si, a veces, algún grano especial puede alcanzar precios de más de 100 euros el kilogramo. Cada vez son más los aficionados de la piel de toro que prefieren el café premium sobre el mal llamado clásico a base de robusta. Y esto responde no solo a una moda, sino al interés de los consumidores por priorizar la calidad del grano y la moderación en el tueste, así como de respaldar el comercio ético o certificaciones de sostenibilidad como Fair Trade, Rain Forest o UTZ. 

Efectivamente, el forofo cafetero se ha sofisticado en los últimos años por estos lares hasta puntos exagerados. No es solo que valore el café de especialidad comprado en grano por encima del que se vende ya molido o –¡el demonio personificado!– en cápsulas de acero teóricamente reciclables. Es que ya distingue, como en el vino o la cerveza, sus procedencias y tostadores artesanos preferidos. Y pensar que hubo un tiempo en que este brebaje fue considerado una droga, limitada en Suecia y hasta ilegal en algunos principados alemanes o en la Rusia de los zares, como contaba Jaime Alberto Coello en la revista Vinculando en un artículo titulado «Café prohibido» (2007). 

«El café nos vuelve rigurosos, serios y filosóficos», escribió Jonathan Swift en 1722. A Bach le gustaba tanto que le dedicó su Cantata del café (BWV 211). «Hasta aquel momento, en las tabernas se consumía mayormente cerveza o vino, incluso durante el desayuno. Al ponerse de moda el café, la gente dejó de tener la mente embotada, propiciándose la charla aguda y la reflexión ponderada», sugiere Tom Standage en La historia del mundo en seis tragos (2006). «Además, la cafeterías ya no eran antros oscuros, sino iluminados locales en los que había prensa y libros, lo que también favoreció la Ilustración, tal y como sostienen Bennett Alan Weinberg y Bonnie K. Bealer en su libro El mundo de la cafeína (2012). Las cafeterías se convirtieron en lugares para fomentar la intelectualidad y hasta se tornaron temáticas», resume Sergio Parra.

Las cafeterías de nuevo cuño han vuelto a inundar nuestras principales ciudades en este inquieto siglo XXI hasta el punto de que, como ironizaba recientemente Antonio Villarreal en El Confidencial, «una ardilla cafeinómana podría atravesar el centro de Madrid saltando de un local que vende café bueno a otro sin tocar el suelo». Pero olvídense de aquellas enormes máquinas ruidosas y humeantes de los bares de desayunos al uso. Entre los actuales expertos del ramo –bautizados cursimente como baristas–, aquellos que no pueden pagarse un prototipo como La Marzocco, considerado el Ferrari de las cafeteras exprés, reivindican sistemas de elaboración arcaicos tan artesanos y eficaces como la AeroPress, un instrumento de plástico que usa la presión para empujar el café a la taza a través de un tubo, cuando no algún dispositivo como Chemex inventado por el alemán Peter Schlumbohm en 1941 empleando un nuevo tipo de vidrio llamado Pyrex que era resistente al calor. Incluso se ha recuperado el modelo creado por un ama de casa llamada Melitta Bentz, que cansada de retirar los posos del café, tuvo la feliz idea de colarlo mediante un filtro desechable de papel poroso. Por no hablar de los molinillos manuales a la antigua –los mejores, los que fabrica en Japón Hario Glass–, que los iniciados prefieren a los de motor porque muelen el grano con más suavidad y uniformidad. Como ven, el nivel de sofisticación o capricho puede llegar a ser elevadísimo.

Para rizar el rizo de la exigencia extrema, algunos profesionales y aficionados se hacen traer el grano de tostadores con pedigrí internacional como La Cabra (Copenhague) o L’Arbre à Café (París), que seleccionan los mejores cafés del mundo y garantizan un tostado extra delicado que preserva absolutamente el origen. Por mi parte, a un nivel más modesto, soy fan de Flor de Selva (Lisboa) y siempre me traigo de allá algunos paquetes cuando voy. 

Pero cuidado, que por mucho mimo que pongamos en la selección del producto, un mal reglaje de la cafetera puede terminar quemando el café, como sucede tantas veces en algunos restaurantes que usan máquinas industriales y cuidan poco la sobremesa. Para muestra, en casa solo empleamos la Chemex o el sistema de infusión en una cafetera de émbolo y el agua se caliente a 93 grados exactos en un hervidor eléctrico de acero inoxidable Hario con control digital de temperatura y cuello de cisne para un escanciado más suave. ¿Somos unos esnobs? No es para tanto…

«Hace unos años, el café promedio en la capital era algo infame. Hoy es difícil caminar por el centro sin toparse con una coffee shop de calidad. Empezó con artesanos y ahora han entrado los fondos de inversión», resume Antonio Villarreal. «Este movimiento, que ha venido para quedarse, se conoce como third wave coffee… Muchos de estos locales tienen menos de 20 metros cuadrados: basta con una cafetera, media barra y un único empleado para echar a andar. Esto ha sido una de las claves para que el sector del café de especialidad viva ahora mismo una explosión sin precedentes. Y cada dos o tres semanas aparece uno nuevo». Si tienen ustedes curiosidad, anoten en Barcelona direcciones como Nomad Coffee, Right Side Coffee Roasters, Satan’s Coffee Corner o Skye Coffee. Y, en la Villa y Corte, Toma Café, Hola Coffee, Acid Café, HanSo… 

Y atención, que ya hay cadenas haciéndose de oro con el fenómeno, como Syra Coffee (17 tiendas en Barcelona y 11 en Madrid) o Good News Coffee, que suma 30 locales, siete de ellos en la capital. El advenimiento de estas auténticas start-ups del negocio del café de especialidad, con una progresión vertiginosa apoyada en fondos de inversión, no es necesariamente negativo. Pero, como cualquier servicio con ambiciones premium, aquí la calidad, conservación, manipulación de la materia prima y el cuidado de los detalles son vitales para no terminar volviendo al cutrerío del pasado. En algo tan básico y a la vez tan delicado como una taza de café, por su propio bien y a la vista de lo mucho que hemos mejorado, rechacen atajos o imitaciones. 

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