El país de la gastronomía churrigueresca
El deber para quien visita México es dejarse invadir por la exageración a través de todos los sentidos
Molcajete de arrachera, gorditas, chamorros, atole champurrado, pozole, pulque de cajeta, tamales de chile morita, sopa de elote con rajas, huachinango entero, tlayuda especial, pellizcaditas, tlacoyos, huaraches, sopes, puntas al albañil, tampiqueña de filete… Este barroco culinario de nombres gozosamente incomprensibles pertenece al legado gastronómico de México. Ya el mero hecho de pronunciar los platos en alto nos hace salivar y, a algunos estómagos sensibles, también nos hace sacar el bote de sal de frutas.
La comida mexicana tiene un equivalente simbólico en los comercios del centro de la Ciudad de México: un horror vacui de muñequitos de plástico, de lencería de encaje, de globos metalizados en forma de superhéroes o de pinzas para el pelo tan recargadas como el retablo de una catedral se exponen en tiendas y puestos que se repiten hasta el infinito. Todo es tan hiperbólico y exuberante que la vista se ve obligada a desbrozar la información que le llega para tratar de entender uno a uno los elementos de ese fresco indescifrable de colores y formas.
No se entiende de dónde salen tantos vendedores, incluso sábados y domingos: ¿de verdad hay tanta gente dispuesta a comprar algo? Lo mismo ocurre con la comida, pues los puestecillos callejeros son tan característicos que, si yo fuese la UNESCO, ya estaría planteándome convertirlos en Patrimonio de la Humanidad. Aunque por fortuna la cocina tradicional mexicana ya forma parte de ese patrimonio humano –aunque lo llaman, sorprendentemente, «intangible»–, esos puestos merecen su lugar aparte en la lista.
A la hora de comer, en México es mejor abandonarse al desconocimiento y pedir sin más. La única pregunta que hemos de formular a quien nos atiende sería: «¿Este plato es picoso?», para evitar caer en recetas condimentadas hasta el extremo, guisos a los que solamente un restaurador de arte lograría quitarles la capa de picante bajo la cual asoma el sabor original de los ingredientes. Pero aparte de esa precaución, si comemos de todo, algo sencillo y práctico es poner el dedo al azar en la carta –o, en los localitos donde no hay ni carta, leer cualquier nombre en voz alta– y dejarse llevar.
Finalmente, muchos de los platos de comida callejera e incluso de los restaurantes sencillos que sirven lo que se llama «comida corrida» combinan ingredientes como el maíz, la carne de ternera o cerdo, el pollo, el queso (de varios tipos: el de Oaxaca, que viene deshilachado, es un gran descubrimiento), el aguacate, el chile en sus mil variantes, los frijoles y el cilantro. Y lo digo con todo el respeto y la admiración: me parece fascinante crear tantas recetas con esta paleta de ingredientes. Por supuesto que también se encuentran por doquier platos con pescado y mariscos, con flor de calabaza, plátano y otros muchos ingredientes, pero las bases de la cocina mexicana de andar por casa son los elementos que he citado más arriba.
Y como rúbrica, no nos olvidemos de echarle un chorrito de lima a todo: al caldo de pollo (¡México debería ganar la medalla olímpica en caldo de pollo!), a los tacos de carne, de pescado o de lo que tengan sobre la tortilla. Este gesto emparenta el gran país azteca con… Murcia, donde, me comentan mis corresponsales, el chorro de limón es la bebida autonómica.
Aunque por momentos añoremos la planicie de una tortilla francesa, el deber para quien visita México es dejarse invadir por la exageración a través de todos los sentidos, empezando por el del gusto. No siempre la vida nos proporciona la oportunidad de convertirnos en seres absolutamente barrocos por unos días: aprovechémosla en nuestro viaje a México.