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Crónicas disfrutonas

Las humildes lentejas y la enfermera de Valdecilla

«Es la más agradecida de las legumbres, ya que no hay que pagar un pastizal por ellas como pasa con sus primas»

Las humildes lentejas y la enfermera de Valdecilla

Una cazuela con lentejas. | Unsplash.

Hace unos meses estuve ingresado, fruto de eso tan chulo que es envejecer, en el hospital Marqués de Valdecilla, en Santander, como corresponde a mi empadronamiento. Espléndida clínica, moderna y funcional; y para qué hablar del personal, de médicos a celadores, todos profesionales de primerísima y –lo que resulta inestimable– con la sonrisa a flor de piel: convendréis que el comienzo del día del individuo cambia mucho si te despierta una Rottenmeier de mirada aviesa para ponerte el termómetro o si lo hace una joven risueña que te pregunta con voz musical si has pasado buena noche. 

Durante mi largo ingreso –un mes– se me trató a cuerpo de rey; hasta la comida, esa de la que todo el mundo se queja, fue más que correcta, sin pega alguna. Hasta que llegaron unas lentejas.

Hace no mucho me contaba mi amigo Quique, que le tocó Nochebuena ingresado en Madrid, en La Princesa, que la cena de celebración fue excelente: de primero, langostinos cocidos con mayonesa; de segundo, carrilleras de cerdo sobre una cama de puré de patatas y de postre, un surtido de mignardises con mazapán, un polvorón y dos trozos de turrón, de Jijona y de Alicante. Quedó sorprendido y encantado, claro. 

Alguien me preguntaba no hace mucho por mis recetas de lentejas y de su puré y lo siento, pero no hay tales recetas, al contrario. En mi opinión es la más agradecida de las legumbres, hasta el punto de que no hay que pagar un pastizal por ellas como pasa con sus primas –garbanzos, habas, alubias– carísimas si las queremos de calidad. Y son altamente tolerantes, como los huevos, muy aptas para todo tipo de experimentos. Cuando se decidía lentejas para comer, en casa discutíamos con frecuencia los ingredientes, hasta que llegamos a un ventajoso acuerdo: el que las prepara, decide. Desde que se implantó, la vajilla dejó de volar por la cocina, con el consiguiente ahorro.

Personalmente guardo en mi corazoncito las estofadas de toda la vida, con una generosa punta de jamón y buen chorizo leonés. Por lo demás, no tengo una receta original y sigo un refrito de la de Parabere o de la de Simone Ortega en su impagable 1.080… Y me viene a la memoria la anécdota de la recién casada que buscando complacer a su marido, amante de las lentejas, se las prepara con todo mimo. Él le alaba el plato pero, «sin enfadarte, cariñito mío» (debía de ser un cursi), «como las de mamá…». Diligente ella, complaciente y cargada de humildad, se va a casa de la suegra a tomar apuntes; pero siempre aparece la coletilla «como las de mi madre, ningunas». La sumisa chica, en lugar de devolverle el marido a su mamá, se resigna y ocasionalmente prepara las lentejas de marras que, un buen día, se le agarran, con el consiguiente sabor a quemado y… la alegría del maridito: «Por fin, ¡éstas sí están como las de mamá!».

Como el principal problema en casa es el calórico, las viudas –esto es, sin chacinas– son las imperantes: un par de pimientos verdes cortados a la buena de Dios, tres dientes de ajo, una zanahoria grande, una rama de apio y una cebolla. Si hay un puerro, bienvenido. Si no tengo prisa, pico finos el puerro y la cebolla y los rehogo; de lo contrario, a la redecilla de los garbanzos, con las demás verduras. Añado a la olla una lata de 400 gramos de tomate troceado, jugo incluido, y a la lumbre. Cuando las lentejas están, robo con un cazo unas pocas, más el caldo suficiente, vacío en el vaso la redecilla de las verduras, y a la batidora. Ajusto la liquidez deseada con algo de agua, de no ser suficiente el caldo. Rectifico de sal y pimienta y al plato. Es muy madrileño añadir un chorritín de vinagre a las lentejas. Yo lo sustituyo por salsa Perrins, ese imbatible invento inglés. Yo creo que Jacob, muy cuco, las preparó así para escamotear la progenitura a Esaú.

En casa son un comodín y se prestan hasta a lucimiento. Por ejemplo, al curry, con puerro, cebolla, apio y ajo y, antes de servir, una cucharada de yogur griego y unas hojitas de menta, en plan florero. O las Kaiser, con codillo, chucrut y un pegote de horseradish… Las posibilidades son infinitas y pienso ahora que soy un poco injusto con ellas y no les presto la atención que merecen. Será cuestión de probar, por ejemplo, las opulentas que propone Luis Alberto Lera, en su restaurante de Castroverde de Campos (dos soles Repsol y, ¡por fin!, una estrella Michelin) receta detallada en su libro Lera, con pato azulón y foie gras.

Vuelvo a las lentejas de Valdecilla. El caso es que soy diabético tipo 2: ya se sabe, años de cierto exceso de peso y falta de ejercicio. Pero ignoro por qué, alguien en el hospital me asignó una dieta sin sal: un horror. Y aquellas lentejas tienen el dudoso honor de haber sido devueltas a la cocina sin apenas probar. Yo he hecho la mili –donde engordé cuatro kilos– y comiendo soy cualquier cosa menos un melindres. Pero las lentejas del otro día no eran un plato comestible. Y mira que es difícil malograr unas lentejas.

Así se lo dije a Almudena, la enfermera que hacía el turno, que luce unos maravillosos ojos azul de Prusia, y que me trajo a escondidas un estupendo escalope con patatas. Con sal. Bendita seas, Almudena, corazón.

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