THE OBJECTIVE
Enfoque global

La democracia del consenso

El consenso no es buscar la unanimidad ni adoptar lo que desea la mayoría: consiste en no disentir de una proposición por el procedimiento de cambiarla

La democracia del consenso

Zelenski participa en la rueda de prensa posterior a una cumbre de la Unión Europea. | Zuma Press

Se dice que después de una guerra los ejércitos vencidos tienden a imitar los uniformes de los vencedores. No he visto suficiente evidencia para sustentar esto literalmente, pero está claro que el aura del vencedor de algún modo impregna los nuevos modos y maneras de un vencido que ha visto sus antiguos ideales humillados y tiene que adoptar nuevas costumbres. Así, tras la derrota de los regímenes comunistas en la guerra fría, la palabra «democracia» ganó tal prestigio que los antiguos sistemas «socialistas», «populares», «soviéticos», etc., se vieron impelidos a incorporar el calificativo «democrático» a su título. No menos de nueve miembros de las Naciones Unidas llevan tal calificativo en su nombre oficial, y un número indeterminado pero abundante de otros lo proclaman de alguna otra manera, a menudo con escaso fundamento.

Todos ellos son más o menos fieles al origen etimológico de la palabra, pero solo algunos han asumido que el pueblo es tan numeroso que alcanzar decisiones con tantos participantes se hace imposible, y han arbitrado sistemas para que, en nombre del pueblo, lo hagan sus representantes, eso sí, democráticamente elegidos. La definición, pues, moderna de democracia es «ejercer la soberanía a través de órganos representativos que se eligen por votación».

De ahí que hoy el calificativo de democrático empleado solo, antes tan prestigioso, haya quedado un tanto devaluado, y para expresar su versión más genuina hay que recurrir a democracia representativa, quedando democracia popular, democracia directa o incluso democracia a secas para denotar sistemas en realidad autocráticos, en los que el líder dice representar directamente al pueblo. Una connotación negativa que por cierto nos devuelve a Aristóteles, quien tenía una pobre opinión de la democracia (en aquellos tiempos desde luego no representativa, sino directamente popular), que le parecía «una degeneración respecto al buen gobierno» y ciertamente inferior a la aristocracia. La Historia está llena de sorpresas.

El cómo de la elección de esos representantes del pueblo –un solo partido político, dos, muchos, organizaciones corporativas o transversales, estamentales o igualitarias, voto universal o restringido por sexo, raza o riqueza, o cualquier otra variante- no es el objeto de este trabajo, que con ello entraría en disquisiciones políticas inadecuadas para el terreno académico que pretendemos. Lo que vamos a examinar son los mecanismos por los que los representantes democráticos, sean elegidos como sean, llegan a tomar sus decisiones, en el ámbito nacional o en el multinacional (Naciones Unidas, OTAN, Unión Europea, etc.), aunque ocasionalmente podamos tomar un ejemplo de otros ámbitos si conviene a la discusión.

En el nivel nacional lo más frecuente es que los elegidos estén dotados de poderes para legislar, o además para elegir a su vez al Ejecutivo, formando un cuerpo legislativo del orden generalmente de los pocos centenares de personas; en el ámbito internacional los representantes de las naciones pueden ser, dependiendo del organismo en cuestión, desde las pocas decenas a los escasos dos centenares (las Naciones Unidos tienen 193 miembros). No hay, pues, una gran diferencia numérica entre ambos casos. En todos ellos, en última instancia, la decisión recae sobre un número limitado de personas, cada una de ellas representando a un grupo de interés.

Veamos primero cuántos sistemas existen para ello:

  • Regla de la mayoría: consiste en que los miembros del grupo votan sobre una propuesta en particular y se adopta la opción con más votos. Puede ser una mayoría cualificada, por ejemplo, los tres quintos, o dos tercios, o cualquier otra proporción semejante, en lugar de la mitad (más uno), pero ello no altera las reglas básicas.
  • Unanimidad: consiste en que la discrepancia de uno solo de los participantes niega el acuerdo o, en otras palabras, lo veta. Puede combinarse con el sistema mayoritario, dándole capacidad de veto a un número determinado de votantes. 
  • Toma de decisiones por consenso: este sistema tiene como objetivo llegar a un acuerdo que satisfaga a todos los miembros del grupo. Los miembros discuten la propuesta y la corrigen hasta que se llega a un texto del que nadie disiente. Se usa a menudo en organizaciones donde la cooperación y colaboración de los que deciden son indispensables para la ejecución de las decisiones, pero es menos frecuente en aquellas en las que el cuerpo decisorio no tiene capacidad ejecutiva sobre lo acordado (por ejemplo, en cuerpos legislativos).
  • Toma de decisiones delegada: este sistema implica que los miembros del grupo deleguen el poder de toma de decisiones a un subconjunto más pequeño del grupo, como un comité o una junta directiva. Este sistema se emplea a menudo cuando el grupo es demasiado grande para tomar decisiones de manera eficiente, pero no tanto como en un sistema democrático, de los que además difiere en que las delegaciones aquí no son estructuradas, sino voluntarias, y el ejercer el voto personalmente es una opción.
  • Toma de decisiones por expertos: en este sistema, la decisión la toma un individuo o grupo con experiencia en el tema relevante. Este sistema se utiliza a menudo en situaciones en las que se requiere un conocimiento especializado para tomar una decisión informada.
  • Selección aleatoria: en este sistema, las decisiones se toman seleccionando al azar a uno o unos pocos miembros del grupo. Este sistema, similar al de expertos, se utiliza a menudo en situaciones en las que es difícil determinar quién está más cualificado para tomar una decisión.
  • Dictadura (o decisión unipersonal): en este sistema, un solo individuo toma todas las decisiones sin la participación de otros miembros del grupo. Este sistema rara vez se emplea en sociedades democráticas, por definición – aunque a nivel mundial está en claro auge – pero puede usarse en ciertas circunstancias tasadas por una ley democrática, como durante una crisis o emergencia, con objeto de simplificar y acelerar el proceso.

De estos sistemas examinaremos la regla de la mayoría, la unanimidad y el consenso, por ser los que tienen significado en el ámbito político democrático-representativo. La toma de decisiones delegada es más propia de juntas de accionistas o similar, y su singularidad está meramente en el procedimiento de delegación, porque luego, y al igual que los procedimientos de expertos o de selección aleatoria, que también son variantes de delegación, en realidad desembocan en uno de los tres sistemas principales que hemos seleccionado. 

La dictadura, como parece obvio, no requiere mayor examen tanto por su simplicidad como por su conveniencia. Licurgo la encontraba preferible a la democracia, pero no parece que haya que hacer un gran esfuerzo dialéctico para rechazarla cuando sus propios practicantes rehúyen declararse dictadores, sino que se dicen demócratas (como lo del presidente-pueblo y otras sandeces similares). La hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud.

Mayoría simple o reforzada

El sistema más universalmente preferido es, como sabemos, el de la regla de la mayoría (como mínimo la mitad, o la mitad más uno si el número de participantes es par, para evitar engorrosos empates). Se usa corrientemente en parlamentos nacionales y entidades políticas locales, pero también en muchos otros ámbitos, desde organismos supranacionales, como la Asamblea General de las Naciones Unidas, hasta en comunidades de vecinos. Su universalidad es el resultado de la facilidad de implementación. No hay que hacer delicadas delegaciones, complicados cálculos, ni negociar los detalles de la propuesta, que cuando llega a la votación es ya un todo que solo admite un sí, un no o una abstención.

Es un sistema igualitario, que parte de la premisa de que todos los votos de los participantes tienen igual valor, condición crucial en democracia, y es rápido en su ejecución. Se presta particularmente bien para la designación de cargos, desde el Papa hasta el presidente del Comité Militar y el director del Estado Mayor Internacional de la OTAN (únicas votaciones mayoritarias en este organismo), y la razón es que la designación de una persona no se presta a sujetarla a parcialidades o condiciones, es o todo o nada porque el resultado es unitario e indivisible.

Hasta aquí sus ventajas. La lista de inconvenientes, sin embargo, aunque más corta, no es menos importante. El peor es que no tiene en cuenta los derechos de las minorías. Los que votaron por la opción perdedora se quedan sin nada que llevarse a las alforjas tras la defensa de los puntos de vista que no ganaron el favor de la mayoría. En una época en la que la defensa de los derechos de las minorías se ha convertido –correctamente– en uno de los ejes principales alrededor de los cuales gira el conjunto de la política, ese fallo se nos antoja garrafal, al menos para su empleo en cuerpos legislativos, como Parlamentos. Si el peso de la mayoría se impone, difícilmente podrán triunfar tesis tan defendibles como las que apoyan los derechos de comunidades minoritarias por razones culturales, étnicas, sexuales, o de otro tipo, salvo que logren persuadir a otros, no miembros de su comunidad, de lo ético de su posición. Pero esa persuasión no está garantizada por el procedimiento. Piénsese, por poner un ejemplo simple, en las dificultadas que puede tener una zona poco poblada para defender una legislación que proteja algunos de sus derechos relacionados con la despoblación frente a otras zonas densamente pobladas.

Otro problema, relacionado con el anterior, pero puesto más de manifiesto en asuntos de defensa, es que cuando la decisión que se vota afecta, aunque sea por igual, a aspectos muy soberanos, por ejemplo, si implica contribución de fuerzas a una operación militar colectiva, las entidades nacionales disidentes de la opción mayoritaria se encontrarían en la tesitura de contribuir con las armas a algo de lo que discrepan.

En ciertos casos, la legislación prevé, dentro del sistema de voto mayoritario, que la mayoría necesaria para alcanzar una resolución sea superior a la simple, tal vez los dos tercios, o los tres quintos, u otra proporción similar, con ánimo de garantizar un apoyo más sólido a proposiciones que se prevén conflictivas. Pero ello suscita varias dudas.

 En primer lugar, ¿por qué dos tercios (66,6%) o tres quintos (60%)?, ¿por qué no otra proporción, por ejemplo, el número áureo (que sería el 61,8 %), tan presente en la naturaleza y en el famoso monolito que se imaginó Arthur Clarke para su 2001 A Space Odyssey, también conocido como extrema y media razón, nombre que parece hacerlo apropiado para este fin?, ¿o tal vez el inverso de la raíz cuadrada de 2 (70,7 %), siguiendo en ello la norma ISO 216 para papeles, que también tiene interesantes propiedades matemáticas?

La cantidad de proporciones que se podrían proponer es, literalmente, infinita. El problema es que no hay argumentos para defender ninguna en particular; la elección de cualquiera de ellas es caprichosa. O, lo que es quizá peor, fundamentada en una cierta distribución de fuerzas paralizante en un momento determinado que se trata de obviar, aunque unos pocos años más tarde la distribución habrá cambiado y tal vez la solución se convierta en problema. Por cierto, que sea cual sea la proporción elegida, debe acompañarse de la regla de que el número de votos necesarios es el que indica la proporción del total, redondeado al entero más próximo, o al entero siguiente, o al anterior, lo que se acuerde, habida cuenta de que las personas que emiten el voto son indivisibles.

Pero la principal dificultad que nos presenta este sistema es que ninguna de esas voluntariosas proporciones resuelve el problema fundamental, pues siempre habrá una minoría preterida. Lo único que conseguimos es reducir el tamaño de esas hipotéticas minorías perdedoras, pero ello no hace desaparecer el dilema ético.

Otro procedimiento para reducir la minoría insatisfecha es el que suelen emplear los cuerpos legislativos, que consiste en debatir el texto antes de la votación e incorporar modificaciones con objeto de obtener aprobación del mayor número posible de votantes. Desafortunadamente la economía de esfuerzo hace que esas modificaciones se detengan tan pronto se ha estimado alcanzar la mayoría suficiente, con lo que no se termina de resolver el problema de la minoría insatisfecha. Además, ese cómputo se hace, en aras de la simplicidad, asumiendo que cada representante sigue las directrices de su partido lo que, por cierto, no está garantizado, con lo que la compra de voluntades partidarias con enmiendas al texto propuesto se limita al número de grupos que proporcionan la mitad de los representantes más uno, tal vez escogidos por el número de representantes que tienen más que por sus ideas.

En ciertos casos, cuando cada votante representa comunidades complejas, de diferente tamaño poblacional o diversa riqueza (por ejemplo, los votos nacionales en la Asamblea General de las Naciones Unidas), se suele proponer que cada voto tenga un valor proporcional a cierto parámetro de la comunidad representada, por ejemplo, la población. El problema aquí es que la población no es sino uno de los muchos factores que se podrían razonablemente usar como coeficiente del voto, y no necesariamente el más objetivo. ¿Por qué no, en lugar de la población, el Producto Interior Bruto (PIB)? ¿O el PIB en términos de paridad de poder adquisitivo (PPA)? ¿O en proporción a la superficie? ¿Tal vez en número de cabezas nucleares de que dispone?

La lista de posibles factores es, de nuevo, interminable, y la probabilidad de que todos acuerden uno de ellos es cero. Además de que –y esto está ocurriendo hoy– los resultados de la votación son interpretables: cada análisis los ve a la luz del factor preferido por el analista. Véanse los comentarios al voto de censura de las Naciones Unidas de 2 de marzo de 2022 a la inicua invasión rusa de Ucrania: según unos, la censura ha sido apabullante (141 de 193 miembros, el 73%); según otros, la propuesta no ha llegado a concitar el apoyo de la mitad de la población mundial, pues sólo entre China, India, Brasil y Rusia son ya más del 40%. Claro que, ¿de verdad hay que asumir que cada uno de los habitantes de esas naciones apoya lo votado por sus Gobiernos?

Un caso particularmente complejo es el del órgano preparatorio del Consejo de la Unión Europea, la COREPER, que utiliza como sistema básico el consenso, pero en ciertos asuntos, o si el consenso no se consigue, emplea una votación mayoritaria en la que la mayoría está definida como el 55% de los Estados Miembros (EM) que representen al menos el 65% de la población total de la UE. Es por lo tanto un sistema mixto cuyo diseño parece dirigido a impedir un exceso de influencia de un hipotético grupo numeroso de EM pequeños, que abundan en el fracturado mapa de Europa. Parece sin embargo que este peculiar conjunto consenso-mayoría tiene las desventajas de ambos y ninguna de sus virtudes, pues las negociaciones serán largas terminando de todos modos en una minoría desatendida.

En definitiva y, para resumir, el voto mayoritario, simple o reforzado, es de sencilla ejecución, pero tiene graves inconvenientes éticos, está sujeto a interpretaciones, y requiere difíciles, y a veces censurables, acuerdos previos sobre las mayorías necesarias para según qué casos.

Unanimidad

Se trata de un caso extremo de votación mayoritaria en la que los intereses de las minorías se tienen tanto en cuenta que cualquier discrepancia frena el proceso. Desde ese punto de vista este rígido sistema podría tener cabida en ciertos casos, por ejemplo, en una comunidad de vecinos para acordar obras no esenciales que afectan económicamente a todos.

Pero su aplicación más notoria en el mundo de la política internacional es en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (CSNU) donde el sistema básico es el voto mayoritario de los quince miembros, excepto que tiene que incluir el voto «no negativo» de los cinco que son permanentes. Si uno solo de ellos discrepa, la votación ha terminado y la propuesta muere. En ese sentido el sistema del CSNU es de parcial unanimidad.

El gran fallo de este sistema, cortado a la medida y voluntad de los vencedores de la II Guerra Mundial, es que es imposible adoptar una decisión que censure, castigue o de algún modo perjudique a cualquiera de los cinco miembros permanentes. Por ejemplo, es imposible censurar en este órgano la notoria violación del derecho internacional en que está incurriendo Rusia en Ucrania, al ser Rusia uno de los «cinco». La modesta flexibilidad que le dan los votos (no vetos) de los diez no permanentes, sin lo que el CSNU estaría totalmente paralizado, no es suficiente para contender con los complejos asuntos que tiene que dilucidar, sin duda los más difíciles y de mayor consecuencia de los que llegan a las NNUU.

El consenso

Este procedimiento fue un invento de la Liga Hanseática utilizado por los indios iroqueses, adoptado después por los cuáqueros siguiendo su ejemplo, y también practicado por el Comité Internacional de la Cruz Roja, por la OTAN en su Consejo Atlántico y en el Comité Militar excepto, como se ha dicho, para ciertos nombramientos e igualmente por el Comité Militar de la Unión Europea y la COREPER en ciertos casos, como se ha mencionado anteriormente.

Hoy, debido en gran medida a la omnipresencia del método de la mayoría, existe un notable desconocimiento sobre en qué consiste exactamente el consenso. Es un término que, con el uso, ha ido adquiriendo un significado vaporoso, de límites indefinidos, válido para describir cualquier manera de llegar a un acuerdo sin que nadie se enfade mucho. Sin embargo, el consenso tiene un significado preciso, y un campo de aplicación muy delimitado, que merecen ser explicados. Y, no lo olvidemos, requiere mucho más tiempo y esfuerzo que los demás procedimientos de alcanzar acuerdos y tomar decisiones.

La interpretación bienpensante y no confrontacional de lo que el consenso significa trae a la memoria una de las muchas historias de un personaje tradicional turco, no muy diferente de nuestro Sancho Panza, origen de dichos populares y ocurrencias de tonto-listo. Según el cuento, Nasreddin Hodja, que tal era su nombre y tratamiento, fue requerido en su condición de clérigo a arbitrar una disputa entre dos convecinos. El buen Hodja pidió al primero que explicara su caso, y al terminar éste aquél declaró: «Tienes razón». El segundo depuso a su vez, y Nasreddin pronunció su veredicto: «Tienes razón». Entonces, en medio del estupefacto silencio de la audiencia, se oyó la voz de la mujer de Nasreddin gritando: ¡Idiota, has dado la razón a dos opiniones opuestas! A lo que este replicó: «Tienes razón».

Pues bien, el consenso no es eso, no es buscar la unanimidad ni adoptar pasivamente lo que desea la mayoría de los participantes sólo por eso, por ser la mayoría. El consenso consiste en no disentir de una proposición por el procedimiento de transformarla. En el consenso no hay votación, sino que las consultas se extienden modificando el texto sometido a discusión en rondas sucesivas hasta que la propuesta sea aceptable para todos. Con ello, el consenso se encuentra en algún punto en la línea que une la unanimidad con la mayoría simple. Es más débil que la unanimidad y más costoso de alcanzar que una mayoría, pero más fuerte y cohesivo que ésta una vez alcanzado. No es capricho ni coincidencia que todas las decisiones en la OTAN, y las de asuntos de defensa en la Unión Europea, se tomen por consenso.

El proceso para alcanzar consenso es complejo y frecuentemente largo. Existen muchas herramientas para alcanzarlo, algunas de ellas tramposas y hasta contraproducentes. La más frecuentemente utilizada quedó retratada con mucha sorna pero también con bastante precisión por los hermanos Marx en Una noche en la ópera: Otis B. Driftwood (Groucho) trata de consensuar con Fiorello (Chico) un contrato. Al expresar Fiorello dudas sobre la frase «la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte», Otis la hace desaparecer por el procedimiento de cortarla del papel, y así continúa con otras frases similarmente ofensivas, hasta que todo lo que queda del contrato original es una tira de papel en la que apenas cabe una frase.

Es frecuente emplear variaciones menos toscas de este expeditivo procedimiento, y desde luego nunca falla. Naturalmente, el acuerdo alcanzado queda a veces tan desprovisto de contenido esencial que en tales casos se requiere otro acuerdo posterior para remendar los agujeros. Pero no se debe despreciar la afición de algunos miembros del cuerpo decisorio a insistir en aspectos formales o de poco contenido real, por lo que es una herramienta muy útil en los casos, nada infrecuentes, en que sólo dos de los participantes se enrocan en una cuestión que los demás estarían dispuestos a pasar por alto.

Otros procedimientos son el empleo de ambigüedades, semánticas, sintácticas o referenciales; la vaguedad, aplicando la paradoja del sorites: ¿cuántos granos hay que quitar de un montoncito de arena para que deje de ser un montoncito?; o el regateo del vendedor de alfombras, en el que éste empieza pidiendo un precio mucho mayor que aquel con el que se conformaría, mientras que el comprador declara un límite más bajo del que está dispuesto a pagar para, con suerte, llegar a un compromiso suficiente para ambos. Todos ellos son herramientas en la panoplia del negociador, y siempre que no lleguen al ridículo límite de Groucho Marx o al descarado engaño, todas son más o menos legítimas si alcanzan resultados. 

Y los alcanzan, porque si el proponente no estuviera de acuerdo con la eliminación de tal o cual frase, o encontrara inaceptable esta o aquella ambigüedad, simplemente pasaría a su vez a no unirse al consenso, con lo que el proceso seguiría. Ahora bien, si todas son legítimas no todas lo son igualmente: la ambigüedad y la vaguedad, a diferencia de las demás, tienen el inconveniente de que las partes en discusión presentarán el resultado ante sus representados como cumplimiento de sus dispares intereses, con lo que el acuerdo es en realidad una discrepancia vestida de acuerdo, y el problema se traslada a su aplicación futura.

Pero hay veces que el consenso total es simplemente inalcanzable. Para esos casos la Unión Europea ha inventado una variante, después inconfesadamente adoptada por la OTAN, llamada abstención activa. Cuando una propuesta resulta ser patentemente insoluble, pero afecta sólo a la participación del discrepante, no a la esencia de la propuesta, éste puede adoptar una abstención activa, es decir, se une al consenso pero no a sus consecuencias en lo que al discrepante se refiere. En la guerra de Kosovo de 1999, Grecia por razones afectivas, que no políticas, no podía tolerar la idea de bombardear a sus correligionarios de Belgrado junto con los demás aliados, por lo que aceptó la decisión de obligar a Slobodan Milošević a cesar en sus acciones genocidas contra los albano-kosovares mediante el bombardeo aéreo, pero no participó en las operaciones ni por lo tanto en las decisiones relacionadas con ellas, y durante aquellas inacabables 11 semanas mantuvo una actitud hosca y pasiva pero no obstructiva.

El número, pues, de virtudes del procedimiento llamado consenso es muy grande. Su principal defecto ya se ha apuntado: la premiosidad. No se presta a decisiones rápidas, en especial si atañen a asuntos complejos. También es cierto que en general se puede decir que las decisiones que requieren rapidez son relativamente simples de enunciar, con lo que el consenso suele ser fácil de alcanzar en tales casos.

Conclusiones

De los tres sistemas analizados, mayoría, unanimidad y consenso, y juzgando sólo desde el punto de vista de la operatividad, el de unanimidad parece el más rechazable, lo que queda certificado por su ausencia de todos los foros políticos e internacionales con la notable pero parcial excepción del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Los otros dos, aunque generalmente empleados en organismos distintos, podrían ser candidatos para ser usados en el otro, al menos ocasionalmente. Por ejemplo, se ha postulado que para aumentar su operatividad se podría emplear en el Consejo Atlántico y Comité Militar de la OTAN el voto mayoritario. Ello, sin embargo, como se ha dicho, provocaría difíciles problemas, particularmente el de forzar a un aliado a comprometer fuerzas en una operación que rechaza, sea por las razones que sea. Lo expeditivo del sistema mayoritario no compensa esta dificultad.

Por otro lado, lo premioso del procedimiento de consenso, especialmente en las últimas fases cuando sólo queda un número reducido de discrepantes, puede resolverse en ciertas condiciones con la abstención activa, lo que en cierta medida acerca el consenso al sistema mayoritario.

En el campo contrario, las correcciones a los textos que preceden a la votación mayoritaria deberían ser más extensas, y no conformarse con alcanzar los votos estimados que proporcionen mayoría. Un esfuerzo adicional para subir a bordo a los disidentes puede parecer superfluo, incluso contraproducente por diluir aún más la propuesta, pero traerá beneficios a la larga con actitudes más positivas de los que habrían sido preteridos. Ello acercaría en cierta manera el sistema de mayorías al consenso, incorporando alguna de sus virtudes.

Tanto en discusiones para alcanzar consenso como en aquellas que buscan aumentar la mayoría, las negociaciones deben ser altruistas. Las reglas de oro son:

  • No hacer gambito de apertura: tener que evitar la táctica del vendedor de alfombras. 
  • Ceder incluso si no es necesario, pensar en la siguiente ocasión.
  • Ser objetivo a nivel personal y nacional. 
  • Usar un intermediario u honest broker: los hay siempre, entre los demás participantes o en la organización, que debe ser imparcial y están en ella para usarlos
  • Usar referencias y derecho comparado, nada de subjetividades; y, sobre todo:
  • Nunca aceptar vaguedades ni ambigüedades de las herramientas de consenso, estas son las más propensas a crear problemas más tarde.

Cabe añadir, aunque quizá sea mucho pedir a un negociador, que no ceda a la tentación de ocultar datos fehacientes que pudieran ayudar a una decisión en su contra. Ahora que se habla tanto de la Inteligencia Artificial hay que recordar en este contexto de tomas de decisión las palabras del ordenador HAL9000 de 2001: una odisea del espacio de Arthur C. Clarke: «Sé que he tomado algunas decisiones muy malas recientemente, pero puedo asegurarte de que mi trabajo volverá a la normalidad. Todavía tengo el mayor entusiasmo y confianza en la misión. Y quiero ayudarte». La razón de sus pobres decisiones que, a pesar de sus promesas continuaron, era, como explica Clarke en 2010, odisea dos que HAL9000 había sido instruido para ocultar de los astronautas el verdadero objeto de la misión, lo que colisionaba con su deber de obedecerlos. Ocultar información pertinente es, pues, una mala práctica que a la larga genera hostilidades y con ellas fracasos.

Y siempre tener en cuenta lo que dijo Lucius Cary, Vizconde Falkland: «Cuando no es menester tomar una decisión, es menester no tomar una decisión».

Fernando del Pozo es almirante retirado y analista del Centro de Seguridad Internacional de la Universidad Francisco de Vitoria.

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