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Enfoque global

La lengua, factor divisivo

Las lenguas pueden tener un poder disolvente cuando se usan para fines diferentes del suyo genuino, que es la comunicación

La lengua, factor divisivo

Soldados austriacos de la misión de la OTAN en Kosovo. | EFE

Los conflictos humanos han estado con nosotros los europeos desde el principio de nuestra violenta historia, y sus causas han sido tan variadas como la imaginación humana, presta siempre a encontrar razones para odiar activamente al diferente. Ello, no obstante, se aprecia cómo en distintas épocas ciertos motivos tienden a dominar, particularmente en el ámbito europeo.

La obtención de nuevas tierras, riqueza y esclavos, además de ser la más permanente, porque casi siempre subyace en las demás, fue la primera, y los conflictos fueron tanto para adquirir las riquezas de los más pobres y por tanto menos poderosos, aumentando así la desigualdad, como para reducirla privando de ellas a los más ricos. La riqueza y bienestar alcanzados por los romanos, por ejemplo, eran un atractivo para los bárbaros, y el resultante hostigamiento a que estos se aplicaron sobre todo en las fronteras germánicas fue buena razón para la acción pacificadora y civilizadora de las regiones romanas. En parte porque su religión politeísta era tolerante, las politeístas suelen serlo —al menos hasta que una religión monoteísta y militante, extraña a la establecida, nace dentro y amenaza la estructura social— en parte porque otros componentes de la cultura eran claramente superiores —el registro escrito, las fuentes filosóficas e históricas griegas que incorporaron a su acervo, la organización social y política— los romanos no tuvieron que esforzarse en imponer su cultura y lengua a los conquistados, a quienes en todo caso no tenían en mayor consideración política.

El apelativo barbarus o bárbaro ni siquiera era despectivo, era meramente una onomatopeya de cómo sonaban las lenguas —principalmente germánicas— en los refinados oídos romanos, bar. La labor civilizadora no contuvo más violencia que la que demandaban las circunstancias. Como dijo Ortega y Gasset: «Sólo una mente perturbada puede creer que las legiones romanas crearon más conflictos que los que evitaron con su propia existencia». Ni la religión ni la lengua fueron impuestas, aunque la última fue en muchos casos adquirida, incluso lejos de la metrópoli, como por ejemplo en Rumanía.

El medievo trajo otras excusas para la guerra. La aparición de otra pujante religión monoteísta en los confines, pero no dentro, de una Europa totalmente entregada al cristianismo ofreció un duradero motivo para el enfrentamiento con el diferente. De nuevo, la distinta lengua de los forasteros no fue la causa de hostilidad, no podía serlo en una Europa unida por el cristianismo, pero separada por múltiples reyes y señores y por una miríada de lenguas, muchas descendientes del latín, las romances, otras del tronco eslavo, o del germánico, celta, báltico y otros. Era la religión lo que dominaba todo, con las hostilidades materializadas con las cruzadas, pero también con los intentos, primero árabes y luego otomanos, siempre en nombre de Alá, de dominar el corazón de Europa.

La invasión árabe de Hispania, en cuya lengua por cierto dejó muchos vestigios, mucho después la dominación otomana de los Balcanes y los dos sitios de Viena, fueron hitos en una lucha secular por la imposición religiosa, más tarde complicada por el gran cisma que convirtió en enemigos íntimos a cristianos antes unidos contra el islam, y que el propio islam ha reproducido siglos más tarde con el agrio enfrentamiento entre sus diversas facciones. La máxima cuius regio eius religio —«el pueblo tiene que practicar la religión de su rey», podríamos traducir estropeando la maravillosa capacidad de síntesis del latín— acuñada en la Dieta de Augsburgo en 1555 para embridar las hostilidades que nacieron con el gran Cisma de Occidente fue, pese a las apariencias de imposición interna en cada reino o principado europeo, la semilla que acabó fructificando en la tolerancia mutua que en la Europa de hoy existe entre los practicantes de las varias ramas del cristianismo, y por extensión frente a otras religiones completamente diferentes.

Desaparecido finalmente en Europa el factor religioso, otros siguieron haciendo bueno el juicio de Samuel P. Huntington: «Occidente ganó el mundo no por la superioridad de sus ideas, valores o religión, sino más bien por su superioridad en la aplicación de la violencia organizada», superioridad adquirida gracias al duro entrenamiento proporcionado por esas guerras. Así, la presunta superioridad racial y el pretendido dominio sobre las razas consideradas inferiores proporcionó nuevas ideas para continuar la violencia, culminando en la mayor catástrofe ocurrida en el siglo XX, que no fue, como le gusta decir a Putin, la disolución de la Unión Soviética, sino la Segunda Guerra Mundial.

Felizmente, esa desastrosa guerra fue una vacuna para las ideas raciales —la raza siempre fue un concepto resbaladizo— que quedaron excluidas junto con el nazismo, su promotor, de la lista de problemas en las relaciones internacionales, aunque en muchos casos los problemas étnicos sobrevivieron intra-nacionalmente. Pero una Europa ya tolerante con las religiones, ciertamente con las variantes de la cristiana que son en conjunto abrumadoramente mayoritarias en nuestro continente, y desencantada de los clichés raciales, tenía que encontrar un factor divisivo que diera sentido al odio por el diferente. El comunismo, contrapuesto al capitalismo, se encargó de ello durante la casi totalidad de la segunda mitad del siglo XX, pero ello también se acabó con la aludida disolución de la URSS y con el desprestigiado, sobre todo por económicamente ineficiente, además de opresivo, comunismo, relegado ahora a países de fuera de nuestro continente: China, Cuba, Vietnam, Laos, Corea del Norte, o a partidos testimoniales en nuestras tolerantes democracias.

Los varios conflictos en los Balcanes, inmediatamente posteriores en términos históricos a la desmembración de la URSS, han sido interpretados a menudo en clave religiosa, especialmente el de Bosnia-Herzegovina, donde además de ortodoxos y católicos había una facción musulmana, y mucho de la guerra de independencia de Bosnia quedó teñido por ese factor; pero también en otros sitios, como en el Sanjacado o en Kosovo, hubo destrozos de iglesias ortodoxas a manos musulmanas o albanesas. También el factor étnico tuvo su papel —se llegaron a publicar panfletos serbios que aseguraban, con pretensiones de seriedad, que los albaneses tienen rabo— y no podemos olvidar la matanza de Srebrenica, donde fuerzas de la Republika Srpska al mando del General Ratko Mladić asesinaron fríamente a 8.000 varones, adultos y niños, bosniacos —musulmanes de Bosnia— lo que el Tribunal Internacional de la Haya, en su condena a Ratko Mladić y Radovan Karadžić, su jefe, calificó justamente de genocidio.

La mecha lingüística de los Balcanes

Así pues, incluso en la última década del siglo XX, el factor étnico, mezclado o no con el religioso, todavía tenía un papel en los odios intra-europeos. La vacuna que había inmunizado a Europa Occidental aún no funcionaba a pleno rendimiento en los Balcanes. Pero la mecha que prendió e hizo explosionar los acumulados odios étnicos fue en realidad la cuestión lingüística. Bajo Josip Broz Tito, autócrata de Yugoslavia durante cerca de 40 años, la palabra «etnia» simplemente no existía en el diccionario, excepto tal vez para ridiculizar los vicios del capitalismo imperialista, y la religión no era sino el opio del pueblo, por lo que ambos factores habían desaparecido ostensiblemente del debate público, en la escasa extensión en que este existía dentro de un régimen autocrático.

Pero, consciente el Gobierno de la República Federativa de Yugoslavia de su poder explosivo, el uso de lenguas minoritarias fue objeto de complicada y minuciosa legislación, alabada entre otros por Julio Busquets Bragulat en su «Introducción a la Sociología de las Nacionalidades», Cuadernos para el diálogo, 1971, legislación que, no sorprendentemente nunca satisfizo totalmente a las minorías a las que se trataba de aplacar. Minorías autodefinidas, cabría decir, ya que el serbocroata, una sola lengua escrita en cirílico en Serbia y en caracteres latinos de Croacia, era una lingua franca en todo Yugoslavia, y un cierto número de las lenguas, dieciséis en total, para las que los políticos reclamaban reconocimiento y que se utilizaban en los medios de comunicación social no eran sino meras variantes más o menos artificiales del serbocroata, dialectos como mucho, como el montenegrino. Ya en 1968 habían empezado los problemas que podríamos llamar de la era moderna de Kosovo, y fue el lenguaje, en la Universidad de Pristina, bien aderezado durante un par de generaciones, lo que finalmente desencadenó la tragedia.

En un trabajo anterior reproduje un párrafo del excelente libro de Misha Glenny The Fall of Yugoslavia, sólo superado por su posterior y enciclopédica obra The Balkans. Las noticias de estos días sobre la adopción de lenguas regionales en el Parlamento español me han recordado vívidamente ese episodio, así que no me resisto a repetirlo aquí, la traducción es mía:

«[En el verano de 1991 partidos de las seis diferentes legislaturas parlamentarias de las repúblicas de Yugoslavia, ya en rápido proceso de desintegración, concibieron la idea de reunirse en un hotel de Ilidza, un suburbio de Sarajevo, en un intento de parar el baño de sangre al que se veían abocados y que los líderes políticos en ejercicio —Milošević, Tudman, Izetbegović— parecían incapaces o poco deseosos de parar]. El líder del Partido Democrático de Serbia, Dragoljub Mićunović, había hecho un esfuerzo enorme para poner de manera civilizada tanto odio mutuo alrededor de una mesa ovalada, y comenzó su discreto y alentador discurso de apertura explicando que se trataba de encontrar el camino hacia la paz. Terminó diciendo que habría traducción simultánea para los eslovenos y macedonios. Al oír esto, el intransigente líder de la delegación de la Unión Croata Democrática, un tal Neven Jurica, interpuso una cuestión de orden: «Me parece muy bien que haya traducción simultánea de esloveno y macedonio, pero, ¿qué pasa con nuestros colegas húngaros, de la Voivodina, n. del t., y albaneses, de Kosovo? Una pregunta razonable a la que Mićunović respondió razonablemente que le hubiera gustado hacerlo, pero que en realidad los intérpretes eran miembros de su partido que se habían ofrecido a ello, y lamentablemente no tenían intérpretes de las otras lenguas ni dinero para pagarlos, pero que si los tuvieran lo harían. Jurica continuó con su lógica precisa y gélida: ‘Pues ya que estamos con la cuestión de las lenguas, exijo traducción simultánea al croata’. La petición de Jurica, similar a la de alguien que pidiera traducir del [madrileño al leonés], provocó revuelo y risas. Una avalancha de puños golpeó la mesa, un delegado salió disgustado para no regresar […], pero había más por venir cuando uno de los delegados de Sarajevo se puso de pie y gritó con toda seriedad por encima de la conmoción ‘¡Exijo traducción al bosnio!’ [equivalente p.ej., al andaluz]. Este comienzo ridículo fue al mismo tiempo el clavo en el ataúd de la conferencia. Estaba claro que los principales participantes en la conferencia sólo habían venido dispuestos a un diálogo de sordos.»

No puede haber descripción más gráfica del poder disolvente de las lenguas cuando se usan para otros fines diferentes del suyo genuino, que es la comunicación.

En verdad, considerar la lengua, la herramienta de comunicación, como un factor divisivo parece de una estupidez supina. Y lo es. Como he tratado de mostrar, sólo ahora tras no menos de veinte siglos de historia demasiado a menudo violenta, ha empezado a tomar el papel que antaño jugaban las presuntas diferencias raciales o las creencias en diferentes dioses. No podemos, por tanto, sino interpretar que ese papel nuevo está artificialmente construido con fines inconfesables, pero identificables: los enfrentamientos lingüísticos no son sino un trampantojo para ocultar el auténtico motivo, que es racial, así como una herramienta eficaz para afirmar una división real que afectará negativamente a las futuras generaciones.

En la actual guerra de Ucrania, la lengua y la presunta represión que sobre los ciudadanos que hablan rusos ejercía el Gobierno, ha sido una parte importante de las malas excusas aducidas por Putin para su indefendible invasión. Sin duda conscientes del problema, y con los ucranianos de habla rusa s mayormente concentrados en el Dombás invadido por hombrecillos verdes desde 2014, el Gobierno de Zelenski se había aplicado ya antes de la invasión a dulcificar algunas de las medidas de afirmación de la lengua ucraniana tomadas por su predecesor Petro Poroshenko. Demasiado tarde para evitar ser usado como excusa, pero seguro que inútil en la práctica, aunque se hubiera hecho antes, pues la presunta represión de la lengua no era sino un señuelo usado para disfrazar el auténtico motivo de la invasión, que no es otro que la afirmación de la deletérea esfera de influencia que el tirano de Moscú quiere aplicar en pleno siglo XXI. Otras excusas de la considerable lista que Putin adujo y aduce habrían ocupado el puesto de la supuesta limpieza lingüística.

Lengua como herramienta divisiva

Sucede que la lengua se presta muy fácilmente a ese uso como herramienta divisiva. Además del episodio de la Torre de Babel, del Génesis, arriba mencionado, hay también otro pasaje en la Biblia que se refiere a las lenguas y que ilustra su uso divisivo. En Jueces 12: 4-6 se cuenta la historia de cuando los galaaditas tomaron los vados del Jordán a los de Efraín, que, derrotados, trataban de huir. Los centinelas galaaditas paraban a los presuntos fugitivos y si negaban ser efrateos les hacían pronunciar la palabra shibboleth, mazorca o espiga. Si decían sibbolet los mataban en el acto. Desde entonces esa palabra ha quedado en varias lenguas con el significado de contraseña, consigna, o rasgo distintivo de una comunidad o minoría cultural.

Los proponentes de la legitimidad de la división lingüística aluden frecuentemente a los llamados «derechos» de las lenguas a existir. Las aproximadamente 7.300 lenguas existentes hoy en el mundo —de las que se estima desaparecerán entre 3.000 y 4.000 durante este siglo— son a su vez una fracción de las que existían hace 100 años ,nadie sabe cuántas, y los defensores de esos «derechos» proclaman que esa sangría hay que pararla para preservar las culturas y las cosmovisiones que cada una de esas lenguas comporta, de la misma manera que hay que preservar las especies animales en vías de extinción, porque reducen la diversidad del mundo. Teoría según la cual el día en que Jehová bajó a Babel y multiplicó las lenguas que hablaban los constructores, a la raza humana le tocó la lotería, a pesar de la divina intención de Jehová de infligirles un castigo. Y se echa de menos un moderno Noé que meta en un arca todas las lenguas para sacarlas de nuevo al campo cuando termine el diluvio universal encarnado hoy por la dominación del chino mandarín, español, inglés, hindi y árabe, primeras lenguas habladas en el mundo por ese orden.

Desafortunadamente para esos proponentes, las lenguas no son sujeto de derecho, sino objeto de derecho. En palabras llanas, las personas tienen el derecho de usarlas, incluso de transformarlas, pero las lenguas en sí no tienen derecho ni a su existencia, que sólo se les concede si son útiles. Son una herramienta, más o menos sofisticada, pero solamente útil mientras no sea reemplazada por otra más evolucionada o adaptada a las particulares circunstancias del momento. Utilizar más de una de esas herramientas es por supuesto permisible, incluso recomendable, aunque la gran mayoría de las personas se conforman con una, pues el libro de instrucciones de la segunda y subsiguientes es trabajoso de interpretar y aplicar.

Concentrarse en el uso exclusivo de una lengua local, con perjuicio de las que permiten abrirse al mundo, no es sino una expresión de aldeanismo, de reducir el campo cultural de los ciudadanos para aumentar eficazmente la sumisión de estos a una autoridad que dice representarlos pero que en realidad los utiliza para sus propios e inconfesables fines. Hoy, en muchos sitios de Europa, la lengua pretendidamente local pero en vías de extinción es hablada solamente por los políticos y los muy politizados ,y naturalmente por los letreros de las carreteras, que desafían el hecho de que la identificación de la lengua con la nación choca con la historia de Europa, uno de cuyos actores más notorios fue el Sacro Imperio Romano Germánico, cuya historia de 800 años no parece que haya sido acortada por la gran variedad de lenguas que dentro de él se hablaban.

Porque para más infortunio de esos defensores de la diversidad lingüística, al uncir esas lenguas-vestigio a lo local las convierte en un mero componente del folclore, con la visión cosmogónica que se supone que cada lengua proporciona reducida al nivel de las canciones y bailes populares, los castellers o el levantamiento de piedras.

Hoy vemos dentro de España, en Cataluña y el País Vasco sobre todo, pero no faltan imitadores, perfectas ejecuciones de ese aldeanismo deliberado, en realidad conducente a la dominación por una casta de puros, véanse los apellidos de los dirigentes políticos en ambos casos, de fonética local, a menudo impronunciable en otra lengua, y compárese con la prevalencia de los garcías, péreces, lópeces y demás especímenes procedentes de la Castilla profunda en los estratos sociales inferiores, y sus aspiraciones a redondear esa dominación convirtiendo esas regiones en naciones independientes, para uso y disfrute de la casta dominante. 

Yo nací en Barcelona en 1944, y recuerdo muy bien cómo mis comienzos en el colegio fueron amargados por unas monjas empeñadas en hablarnos en catalán, con desprecio del hecho de que mi familia era castellana, y de que ellas hablaban también castellano perfectamente… si lo deseaban, cosa que no ocurría. Y eso en los tiempos de Franco, que supuestamente lo tenía prohibido, cómo será ahora, ¿o es que lo de la prohibición franquista no es más que una leyenda, o peor, un infundio? Los mismos que quieren que se utilice el catalán en Madrid, no permiten el castellano en Cataluña. Hoy, si los independentistas —tras tantos fracasos— se salieran finalmente con la suya, y con esa identificación de lengua con nación, ese empeño en imponer su lengua a sus sufridos conciudadanos agravado por los años y la práctica antidemocrática, no haría falta un pasaporte para viajar, bastaría con que en la nueva frontera las fuerzas policiales de la corrección lingüística exigieran al viajero para poder salir —o al presunto catalán para poder repatriarse— la correcta pronunciación de un genuino shibboleth de aquí y ahora: «Setze jutges d’un jutjat mengen fetge d’un penjat».

Fernando del Pozo es almirante (Ret) de la Academia de las Ciencias y las Artes Militares y analista de Seguridad Internacional en el Centro para el Bien Común Global de la UFV.

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