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Ucrania: una guerra sin final

Si conviene mirar la vida como una ventana de oportunidad, tal vez sea el momento de mutar la forma en que abordamos nuestro compromiso en Occidente

Ucrania: una guerra sin final

El presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski. | Zuma Press

Se acerca el verano y aún no ha comenzado la ofensiva de primavera. Empezará, porque Ucrania y su anhelo de libertad siguen vivos. También, porque es preciso justificar la ayuda militar occidental. Claro que es tremendamente complicado visualizar cómo es posible ejecutar una contraofensiva en un frente de más de mil kilómetros de longitud. Un frente de guerra que en una considerable proporción está apoyado, además, en el infranqueable baluarte natural del Dniéper. 

El notable éxito militar ucraniano del pasado otoño, que obligó a retroceder a los rusos en Jersón, al otro lado del Dniéper, es muy difícil que se produzca hoy, precisamente porque es preciso cruzar el río, y porque se carece de los recursos anfibios imprescindibles para lograrlo. Pero, sobre todo, es imposible una gran contraofensiva ucraniana, porque ello requiere de ingentes capacidades militares y de recursos, de los que Ucrania carece, pese a la más que notable y progresiva mejora de su ejército nacional, merced a la ayuda occidental.

La limitada capacidad militar ucraniana, la carencia de apoyo aéreo con el que sostener sus operaciones terrestres, la imposibilidad de disponer y alargar de suficientes cadenas logísticas que alimenten de abastecimientos y vituallas a las vanguardias combatientes impedirá forzar y sostener el esfuerzo militar ofensivo más allá de una o dos direcciones de ataque. Los ucranianos lo consiguieron en Jerson, pero los rusos están ahora al otro lado del río. Su contraofensiva quedaría limitada. Resultará escasamente profunda como para partir territorialmente las extensiones ganadas por los rusos. Solo sería posible, a mi entender, la acometida mediante  múltiples micro contraofensivas sobre objetivos muy limitados. Se trataría de múltiples ataques de mucha menor escala y a lo largo del frente en aquellos enclaves que por una u otra razón operacional les fuesen de interés, empeñando las reservas estratégicas en aquellas direcciones en las que sí se alcanzase cierto éxito.

Esos ataques muchísimo más limitados, que se alejan en su concepción estratégica de una mediática y grandilocuente denominación de contraofensiva, son bastante más autosuficientes. No necesitan de un apoyo logístico excepcional, ni del apoyo de fuego, artillero o aéreo mediante los cuales sostener las operaciones terrestres. Claro que, también por su alcance y profundidad, su impacto y su relieve estratégico son proporcionalmente mucho menores.

Este es el modelo de combate que precisamente ha venido caracterizando a Ucrania desde el mismo inicio de la guerra. Lo ha venido haciendo además con cierto éxito. El de ataques muy limitados, cortos en el tiempo, sin empeño, con pequeñas unidades muy ágiles y móviles, capaces de infligir severos daños, aunque minimizados por alcance y duración. Así ha sido como los ucranianos consiguieron dañar severamente la movilidad de las columnas rusas, fundamentalmente en la primera mitad de la contienda, cuando los rusos aún aspiraban a someter una más vasta extensión territorial de la que finalmente ha sido.    

Esta táctica de casi escaramuzas, unido al valor y determinación de sus tropas, es lo que ha venido caracterizando el combate ofensivo de los militares ucranianos, hasta que tras esa ofensiva de otoño, todo quedó, muy al contrario, más que empantanado. Enfangados primero en el barro, paralizados por la nieve y el hielo después, todo quedó detenido. También los rusos aceptaron la inmovilización. Cada cual quedó en sus trincheras, a la expectativa de una gran ofensiva que nunca acaba de llegar. 

Los ucranianos no abandonan sus posiciones, en tanto que los rusos refuerzan las propias a juzgar por la inteligencia satélite occidental. Desde hace ya más de medio año, la guerra se ha quedado casi reducida a combatir sin desplazarse. Ataques artilleros y con drones, lanzamiento de misiles… También luchas muy encarnizadas desde posiciones estables, primero en Mariúpol y ahora en Bajmut. ¿Dónde están las ofensivas y las contraofensivas, que si en algo se caracterizan es por el vertiginoso ritmo de las operaciones?  

Tal detención; tal casi letargo desde que los rusos se replegasen en su dominio oriental tras el río Dniéper, lo suplen estos con ataques mediante misiles a centros neurálgicos ucranianos, que en no pocas ocasiones, ya sea por error, ya sea por el efecto de las contramedidas ofensivas ucranianas, impactan en objetivos civiles con una amplia repercusión, incrementando el dolor de la población civil, que es la que en mayor medida sufre el dolor de la guerra.  

¿Qué es lo que recogen las páginas de nuestros diarios desde aquel otoño pasado? Bastante silencio, y la crueldad del casi inamovible cerco sobre Bajmut. El resto ha sido la esperanza de una contraofensiva primaveral, además del alboroto y el desconcierto al que nos han sometido nuestros propios Estados occidentales, en torno a la acumulación de materiales y su entrega a Ucrania.  

La guerra ha quedado sometida durante meses al espectáculo grotesco de los carros Leopard y otros recursos de guerra, que habríamos de entregar a los ucranianos, a fin de que puedan ejecutar el sueño de su recuperación. Una extravagante puja con la que casi justificar una ayuda militar tremendamente necesaria, pero que en realidad es del todo insuficiente. Quién sabe si tal vez una excusa con la que exculpar nuestros planes de actuación y conciencias, sometidos a la eterna dialéctica de pretender ayudar, pero a la vez rácanos por limitación en la entrega de recursos propios, el miedo a la escalada, y ya no sé, incluso, si la secreta intención de detener la guerra a base de cicatear la ayuda militar a Ucrania.

Cuánto de justificación saben nuestros Gobiernos, que en su pretensión de contribuir al sistema de defensa internacional en el que estamos inscritos, fundamentalmente OTAN, arrimamos el hombro, pero lo hacemos desde la contención de la ayuda. Un socorro más aparente que certero. Un apoyo manifestado entusiasta en su retórica, no obstante, exiguo en su eficiencia. Me sirve de ejemplo, precisamente, la mediatizada instrucción militar española a los combatientes ucranianos, ejecutada recientemente con genuino entusiasmo por nuestros militares en Toledo. 

Entiendo que los soldados ucranianos necesiten de instrucción si se les dota de baterías de contra misiles con los que tratar de detener los impactos sobre Kiev y otras ciudades. Comprendo que las dotaciones de operadores de los carros Leopard requieran de enseñanza en su manejo y empleo óptimo. Más aún, aquella destinada a quienes puedan pilotar los aviones de combate F-16, aún muy en el aire, me refiero en lo que a su provisión se refiere. Pero que enseñemos a los soldados voluntarios y forzosos ucranianos la instrucción básica del combatiente se me antoja más que sarcástico. Instrucción básica ofertada a reclutas que se incorporan a la estructura de defensa de un país en guerra. Creo que es muy ingenuo, en la más benigna acepción que me viene a la cabeza.  

Ya conseguimos de este modo pararle los pies en su momento al mismísimo presidente Trump, cuando nos mencionó entre los Estados roñosos que apenas si dedicábamos un mínimo decente al presupuesto de defensa común. Se le respondió entonces que España era el país europeo con mayor despliegue en misiones internacionales de apoyo. Y miren por dónde, coló.

Da la sensación de que lo único relevante es arrimar el hombro, y lo de menos es el cómo lo hacemos y si nuestra ayuda es realmente eficiente. Tengo mis dudas en relación con el apoyo, seguro que enardecido, de nuestros militares en las misiones de instrucción de algunos ejércitos africanos. Empeño institucional de nuestros soldados, siempre bien valorado entre los pares y colegas, aunque no sé si del mismo modo irrelevante, cuando las unidades militares que instruían se disolvían una vez concluida su primera misión. Cuando estas estructuras militares se diluían hasta la inoperatividad por deserciones, o plantes como consecuencia de salarios impagados. Cuando nuestra instrucción rebotaba en estructuras militares que atienden más a la relevancia tribal que a la jerarquía estamental. Cuando hasta se vende el armamento y la munición para obtener un dinerillo extra. 

El caso es que no es solo España la que trata de justificar cierto apoyo. También Europa se desenvuelve un tanto así. Sophia, la operación naval europea que pretendió neutralizar los flujos migratorios ilegales desde Libia, en el corredor central del Mediterráneo, quedó finalmente casi reducida a dar las alertas de cruces marítimos ante los que operaban en su ayuda las organizaciones benefactoras de cooperación.

Cuando nuestros representantes públicos proclaman, quiero creer que con orgullo, que nunca jamás dejaremos a Ucrania atrás, pero luego les servimos nuestro armamento caduco y obsoleto. Cuando entregamos recursos, ya más potentes, pero del mismo modo obsoletos, y lo hacemos sin una paralela formación, y aquí sí que entraría la instrucción en el mantenimiento de motores y de sistemas armamentísticos, de óptica o de comunicaciones. Cuando del mismo modo los ucranianos carecen de tales escalones de entretenimiento; ni de los debidos recambios, y cada sistema de cada país es hijo de su padre y de su madre, pues resulta que finalmente lo que entregamos dura un cuarto de hora por inoperancia.

Es como consecuencia de lo manifestado por lo que digo que nuestra ayuda es entregada desde el  amor, desde el aprecio, desde el respeto, desde el afán de ayudar a quien defiende su soberanía y su libertad, y también ya de paso la nuestra. Nunca lo pondré en duda, pero ello no exime de tener que cuestionarnos si  nuestra ayuda es realmente eficiente. Si mediante ella sumamos al  deseable alcance de los objetivos finales que pretendemos.   

La historia y la experiencia demuestran que las guerras solo varían, se alteran y evolucionan si algún elemento sustancial  modifica y determina a alguno de los contendientes. Podría ser el caso de más recursos, más tropas, más materiales, mayor eficiencia tecnológica… Algo relevante que permitiese una alteración sustancial. No creo apreciar que sea este el caso en el actual curso de las operaciones. Los rusos se limitan a reponer materiales y efectivos. También se fortifican, que curiosamente es lo diametralmente opuesto a un ataque. Hace ya mucho tiempo que los rusos se olvidaron de la ofensiva como una forma de maniobrar en la guerra. Su actitud operacional es relevantemente defensiva.

«El empeño militar de Moscú trasciende a la mera duración de la guerra, persiguiendo en su objetivo último la ruina de un Estado desleal»

Los occidentales, por nuestra parte, nutrimos las capacidades ucranianas, aunque mucho me temo que ni con el alcance ni la intensidad que requiere una sustancial variación de las operaciones militares. Es más, considero que no sabemos realmente qué es lo que queremos. Sí, por supuesto ayudar a Ucrania, pero con la limitación que conlleva evitar la escalada. Se quiere, pero no sé si realmente se quiere. Se ofrece, pero no se da lo suficiente. Y así no se va a ningún lado, sino a perpetuar un desgaste crecientemente insoportable. 

Claro que tal vez  es mejor que sea así. Que nuestro apoyo sea realmente limitado, porque una escalada real lo sería con una Rusia, que no solo posee sistemas nucleares, sino que dispone de un líder y de un círculo de poder que están dispuestos a hacer uso de ellos si las circunstancias que consideran así lo requieren. Y esta amenaza nuclear sí que es una escalada en toda regla

Pero no solo el apoyo occidental es limitado, sino que, además, puede ser caduco. Es decir, que el sostén a Ucrania tenga un vencimiento, un final, habida cuenta del enorme sacrificio que a Occidente le supone sostener la guerra. Los ciudadanos empezamos a ser conscientes, aunque no entendemos del todo lo de la elevación del techo de la deuda, pero sí conocemos sobradamente el del alza de los precios, así como de las limitaciones que ello supone para la mayoría de las familias.

El riesgo de un conflicto cronificado

Si nuestro apoyo es limitado y tiene caducidad. Si no existen elementos concluyentes que dan supremacía a un adversario respecto de otro. Si la contraofensiva anhelada no será previsiblemente, ni decisiva, ni determinante, ¿qué nos queda?  Una previsible guerra interminable. Un conflicto cronificado que se pudre, para el que no hay salida posible, porque no se aprecia por ningún lado, demás, ningún acuerdo  posible entre Kiev y Moscú.  ¿Por qué? Porque el empeño militar de Moscú trasciende a la mera duración de la guerra, persiguiendo en su objetivo último la ruina de un Estado desleal (para Rusia se entiende) que ha osado, no solo pretender su europeización, sino también visualizar que, llegado el momento, será más rico, más libre, más justo y más eficiente que la Gran Rusia de la que se desgajó.

Para Rusia, Ucrania es el perverso modelo que alguien podría imitar. El referente que puede distraer la mentalidad de los rusos sometidos a su enorme historia; a su vasta riqueza cultural; a su eficiente tecnología e innovación; a la inabarcable observación de su extensa dimensión; a su inabordable riqueza de recursos… Pero eso; sometidos. Es decir, rusos subyugados en definitiva a su sueño, tan vasto como su rica historia, pero tan imposible de alcanzar, como su extensa ambición por dominar.

Es momento de detenerse y observar el mapa de la ocupación en Ucrania. No se limita a la región oriental, como exponente esta de la sedimentación de la población rusófona y rusófila. También pretende hacerse con el control de la que fue la región industrial ucraniana por antonomasia. Ahora está casi destruida, pero aún conserva lo mejor de cualquier región industriosa y rica, como es el ímpetu y cualificación de sus gentes. Su firme propósito por forjarse, en este caso, los prorrusos del Dombás, un futuro de libertad independiente de la europeizada Ucrania. La invasión rusa busca también nutrirse de la gran región agrícola que se expande en ambas riberas del Dniéper, cuya riqueza abastecedora va más allá de la autosuficiencia, para exportar a Europa, e incluso donde hace tanta falta como el comer: África.

Habrá de pasar tiempo antes de poder recuperar para la labranza las fértiles vegas del Dniéper ahora anegadas en cada orilla. Cada cual culpa al prójimo, cuando quien pierde son los agricultores que han perdido sus cosechas y sus pertrechos. Quienes tendrán dificultades para abastecerse de agua potable. Quienes arriesgan la refrigeración de la central de Zaporiyia, aunque parece que haya quedado controlado el riesgo.

Qué desgracia de líderes, asumiendo con altavoz su presunta inocencia, cuando uno de ellos miente, tal vez en el supuesto de que la guerra le exculpe en el supuesto de su descubrimiento. Cierto es que la inundación impide un pronto desencadenamiento de la famosa ofensiva. Pero no es menos cierto que los rusos tienen el control de la presa, pudiendo anegar las tierras sin su necesaria destrucción, que impedirá tal control para siempre.

Privar a Ucrania de una salida al mar

Pero si en la región oriental Rusia pretende su acervo industrial y agrícola, con la invasión y ocupación de gran parte de la franja sur Rusia ha ido más allá de establecer un corredor logístico y de apoyo a Crimea. Busca hacerse con la región marítima, que hasta el inicio de la guerra abastecía y suministraba internacionalmente al país desde sus puertos. Privarle a Ucrania en suma de su salida al mar. Dejarle encerrado en su sobriedad, siempre dependiente de la ayuda occidental.

Es momento de empezar a mirar más allá del mero curso de las operaciones. Es tiempo de vislumbrar qué es lo que hay más allá de la guerra, tratando de visualizar si es realmente posible un final. Porque si a EEUU le ha podido interesar desgastar a Rusia, puede que progresivamente también le vaya empezando a interesar aún más centrarse en los aspectos que han reclamado la atención de sus presidentes más recientes. También del actual, como es poner su acento estratégico y geopolítico en Asia-Pacífico; es decir, en China.  

La información sobre la guerra es las más de las veces un elemento más de combate. Sometido en consecuencia a la propaganda; al engaño y a la decepción. Su adecuado uso genera tantas ventajas como las operaciones propiamente dichas. Los errores provocan cuantiosos daños, difíciles de restañar. Solo disponemos, para empezar, de información de un bando. Y la del otro es en no pocas ocasiones un elemento de guerra más. Para empezar, el ejército ucraniano impide el libre acceso a las zonas de interés informativo. Se traslada a nuestros corresponsales lo que interesa y como interesa. El empeño de la mayoría de los MCS con la libertad de Ucrania es además tal, que en no pocas ocasiones se alinean con tal propósito, a consta no pocas veces de la verosimilitud de muchas de las informaciones.

Existe un episodio que a mi juicio pone de manifiesto la actitud de los MCS ante la guerra. Es el silencio investigador de los referenciales New York Times y Washington Post en relación con la voladura del gasoducto Nord Stream. Silencio en quienes llevaron a juicio a un presidente americano. Mutismo entre quienes desvelaron planes y estrategias ocultas de EEUU en relación con las guerras de Irak y de Afganistán. No es ya solo dejar a un lado las razones que pudieron conducir a Rusia a inutilizar su propio gasoducto, en el entendimiento de que tal vez algunos años después, desde luego ya sin Putin, tal vez se recupere el comercio energético entre Rusia y Europa, como Alemania inspiró el Tratado de Roma solo siete años después de la suscripción de su armisticio en 1945. Es también que el New York Times y Washington Post divulguen sarcasmos, permítanme, en relación con su posible autoría. Esto es un alineamiento periodístico en toda regla con el mandato del presidente Biden.

Si conviene mirar la vida como una ventana de oportunidad, tal vez sea el momento de mutar la forma en que abordamos nuestro compromiso en Occidente. No es ya solo el capítulo económico, del que no obstante queda aún el grueso, si bien el más reconfortante, como es el de la reconstrucción de Ucrania, que al igual que hoy con el desarrollo de la guerra también correrá a nuestro cargo. Habrá que prever del mismo modo que no todos los ucranianos refugiados hoy regresarán mañana. Que quienes se han dejado la piel en la guerra, es decir, los valientes y también los nacionalistas, tratarán de obtener ventaja de ella, respecto de los que han omitido el frente, de quienes han huido de él, o de quienes simplemente han vivido la guerra con el miedo y la esperanza desde sus casas.

Surgirán los problemas habituales de cualquier postguerra, los cuales trascenderán a las deudas contraídas y los gastos de reconstrucción, si es que se les puede llamar de reconstrucción, porque nunca en realidad Ucrania ha estado enteramente construida como tal nación libre y soberana.

Ojalá el final de esta mal llamada «Operación especial» por quien la desencadenó se impregnase de soberanía, de justicia, de  libertad, de honor… Pero los finales de guerra se alejan más bien del que nos quiera contar el ganador, dudando mucho, además, de que realmente lo haya. Es probable que ni siquiera se alcance un armisticio, el cual ponga un alto el fuego a la contienda. Su equilibrio actual hace difícil la precipitación de una mesa de diálogo. El odio desatado amarra a las partes a un posible camino hacia la negociación. La guerra de Rusia de hoy pretende además proyectarse al mañana, en el intento de privar a Ucrania de la libertad, la estabilidad y el progreso que la puedan  hacer atractiva y codiciada desde algunos sectores rusos.

Las guerras con victoria sí acaban; o no, que también lo demostró Versalles. Las guerras empantanadas como la de Ucrania siguen, y siguen, y siguen… No acaban nunca, aunque la fatiga y el cansancio detenga los combates, y poco a poco retornen los desplazados, se inicien las reparaciones, se establezcan procesos financieros de ayuda y se acometa la reconstrucción. La apariencia puede inducirnos a la percepción de cierta paz, que no es tal, porque nadie ha ordenado que se detenga la guerra. Tampoco, porque la afrenta sigue, medible en territorios ucranianos invadidos y ahora ocupados que no se devolverán.  Y entretanto, ya nos habremos olvidado todos de una contraofensiva de ayer, que quiso y no pudo ser. 

Enrique López de Turiso es analista del Centro de Seguridad Internacional de la Universidad Francisco de Vitoria.

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