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Mi yo salvaje

Próxima estación... (Parte III)

Una oleada de calor subió por el estómago de Amanda extendiéndosele hacia el pecho y el rostro.

Próxima estación… (Parte III)

Un hombre y una mujer comparten un libro en una cafetería mientras toman café. | Freepik

« Solo y contigo», le dijo Saúl. En ella, el halago provocó un nuevo rubor  que se tornó en una risita contenida por el ingenio de su respuesta. Sus asientos no eran contiguos; un taburete separaba el de cada uno del otro y la charla se sostuvo entre silencios que daban vueltas a la cucharilla del café y consultas innecesarias al móvil para refugiarse por unos segundos en la pantalla. Hablaron de lo que se habla cuando no prefieres el silencio, cuando observar los ademanes del otro te aportan más que evadirte en la interioridad.  Hablaron del calor acuciante que se expandía por la ciudad en este mes de agosto; de la heladera en la que el exceso de frío artificial convierte a los vagones del tren; de los continuos retrasos de las compañías ferroviarias y de la dificultad para enlazar con otros medios de transporte planeados. Amanda – seductora en la distancia y vergonzosa en la presencia –  se habría levantado para atender una llamada urgente disculpándose con sonrisa amable e intacta cortesía para salir corriendo de esta conversación que la aburre enormemente si no fuera por la tremenda sonrisa blanca de Saúl; por sus ojos oscuros; por la distancia entre sus hombros que daban ganas de montarse en ellos a caballo; de que se callara y la sacara a galope de la estación. Si no fuera porque se imaginaba cabalgando agarrada a su nuca; escudriñando las venas que le irrigan de sangre la cara, en concreto una que se le marca en la frente cuando sonríe con los ojos. Si no fuera porque quería  apretarle los pechos contra la espalda mientras le golpea con los talones las caderas para que acelerara el paso y la subiera monte a través hasta el árbol más recóndito de la colina y la soltara allí sobre una manta como un saco de patatas, dispuesto a desenfundarse la polla, una que tendría una vena con el mismo patrón de irrigación que la de la cabeza. Bramaría entonces él allí sobre la colina como un toro cabreado a punto de embestirla, a punto de desatar su furia hecha erección y follársela para él como si no hubiera un ella del que preocuparse. 

El deseo de prolongar el momento la mantenía ahí, entre la tentación de marcharse y la curiosidad de ver cómo avanza la situación. Quería que la conversación tuviera más chispa pero la gracia se le seca cuando los dedos se le enredan en el pelo y el cuerpo busca ajustes en la silla para sostener la incomodidad. Quería impresionarle pero la timidez se le escapa cuando la mente se le acelera al mismo ritmo que los latidos de sus venas visibles, del coño o del corazón. 

La cubierta rosa de un libro destacaba en la rejilla externa de la mochila que Amanda se había descolgado minutos antes y aún sostenía sobre las piernas, como una barrera protectora. El peso y la textura de la lona sobre la piel le sirven de escudo, un contacto tangible que le calma la inquietud. 

« La sonrisa vertical», señaló Saúl. Su dedo apuntó al libro que se asomaba con pudor por el bolsillo transparente.  « Tengo un estante lleno pero no son todos los de la colección. ¿Con cuál andas? », le preguntó.  

Una oleada de calor subió por el estómago de Amanda extendiéndosele hacia el pecho y el rostro. Sintió como volvía a sonrojarse por segunda o tercera vez. Esta vez la cara le ardía. La sorpresa le bombeó las vísceras que se revolvieron con un grito de alegría a la vez que  le pintó la piel del mismo tono de los más de cincuenta libros de dicha colección, todos rosas; de un rosa tan concreto que los hacía distinguibles a cualquier distancia. Si tenías uno de ellos en casa podrías reconocerlo en las manos de cualquiera que se atreviera a leer uno de estos en un lugar público. No había sido un juego de Amanda, más bien un despiste que se le había vuelto a su favor.  Teñida por este suave rosa que la revelaba de manera íntima ante los ojos de Saúl, sacó el libro del compartimento enrejado y se lo mostró. « La Rendición», leyó él en voz alta y la miró con nuevos ojos, con un brillo de esos que muestran un interés renovado.

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