THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Lo flácido y lo bello

«Le gustaba saberse tensadora de su carne, despertadora de su miembro»

Lo flácido y lo bello

Un hombre duerme y una mujer lo observa. | Freepik

Había algo en el cuerpo de Saúl que Amanda no terminaba de descifrar. Él era fuerte. No mucho, no tanto, pero sí mucho más que ella. Lo miraba fascinada, apoyada en un codo mientras Saúl yacía desnudo a su lado. Lo observaba y masticaba suavemente una contradicción. Entre su caminar por la vida, seguro y firme, entre sus brazos robustos y su espalda ancha, su piel y el sueño, residía una ternura involuntaria, un signo de fragilidad que lo volvía hermoso en su indefensión. ¿Sería consciente él de esta dualidad? No le
planteará esta pregunta. Se está deleitando en la oscilación que va de la fortaleza al desamparo.

Saúl era tan ajeno a esta evidencia que a Amanda le excitaba. Para ella, era un secreto a voces, tan manifiesto, notorio y visible que le llevaba, con él, a una complicidad inversa. En situaciones como esta, se sentían cerca, solo que cada uno desde un lugar y por un motivo diferente. A Saúl le llenaba verla verle; le gustaba que los ojos de Amanda le escrutaran el cuerpo como un entomólogo; que le sonriera de medio lado, con un brillo misterioso en los ojos que la alejaban a la vez que la sentía más cerca que nunca, como si amara a la hiena que le quiere devorar por devorarle. Amanda, mientras tanto, se alimentaba de la gran contradicción: la manera en la que la flacidez del pene de Saúl parecía desmentir toda la rigidez con la que se conducía en el mundo. Toda la expresión de su estar, hecha carne.

Los genitales expuestos de Saúl no podían esconder los secretos de sus sueños, de sus ansias, desganas, angustias y amores. La polla blanda de Saúl era un edificio nuevo a construir cada día, que se erigía y caía una y otra vez; un proyecto sin fin. Cada erección era una nueva estructura que podía levantarse liviana o con esfuerzo, solo para desmoronarse un rato después, como si nunca hubiera existido del todo. Era un proceso interminable, un ciclo de creación y disolución constante que refleja la transitoriedad de su estar, el propio gerundio de sus apetencias, siempre en movimiento, siempre incompleto.

Le acarició con la yema de los dedos el abdomen. Apenas un roce. Sobre la piel en duermevela se le dibujó un escalofrío ascendente. Bello, realmente bello. Los poros se le erizaron como diminutos caminos donde la piel se levantó ligeramente. El trazo avanzó con la precisión de un lápiz que lo dibujara con tinta invisible, fugaz e irrefrenable, hasta que desapareció. La barriga se le encogió a Saúl del gusto; para Amanda, le nacía así el propio, en la rendición absoluta de un cuerpo que, por un tiempo, dejaba de sostener el peso de su imagen. Le miró de nuevo la flacidez, había en ella este misterio que la conmueve, como si allí residiera la verdad sobre él, despojado de intención, de discurso, de cualquier acto de dominio. Una verdad flácida como la belleza que no necesita esfuerzo. La observaba, la escudriñaba, era una especie de juego secreto, de ceremonia que le divertía con la esencia de lo más íntimo. Le gustaba la transición, la metamorfosis que podía provocar con sus gestos. Era ella la que guiaba el camino de cada trazo, era ella la que tenía el poder del cambio. La seguridad de Saúl, construída con tanto empeño, ahora se arrojaba sobre los dedos de Amanda. Las certezas de Saúl, que llenaban el mundo con su voz y su presencia, se deshacían bajo el aliento de Amanda. Le gustaba verlo así, entregado sin saberlo. Le gustaba saberse tensadora de su carne, despertadora de su miembro; y en su dominio, sentía ternura, y de tan tierna, se derritió por dentro.

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