Tremendo llanto por exceso de realidad
«Entre sus cuerpos juntos estaba todo lo que necesitaba y eso, le descorchó el alma como si llevara toda una vida atragantada»

Una pareja sobre un sillón. | Freepik
La grieta le apareció justo en el centro, en la mitad de sí misma. Como una roca que se abre y le brota agua del interior, Amanda se rajó por dentro con un corte limpio del que no salieron penas ni glorias; más bien un cante jondo, un quejío predecesor. Iba a llorar. Lo supo antes de que ocurriera. Se le agolpó en el pecho un gusto amargo y placentero y se lo apretaba con la forma de una ternura pesada que la aplastaba insoportablemente. Le ardían los ojos. No era de dolor sino por la evidencia; como si alguien le hubiese encajado el alma en su sitio con una sola embestida. Iba a llorar como se llora cuando se ve el mar después de años de tierra; como se puede llorar ante quien no promete pero tampoco miente.
A Amanda se le abrió una grieta en el centro, justo en la mitad de sí misma, y sintió que algo se le derramaba por dentro, como si se lo estuvieran empujando a golpes hacia fuera. No era por tristeza, tampoco de miedo; era otra cosa, más parecida al temblor que anuncia un terremoto inevitable. Le ardían los ojos y supo que iba a llorar como se llora cuando algo por fin encaja.
Quizás fuera por puro gozo o de gran alivio, o sencillamente porque algo, no sabía bien qué, por fin estaba ocurriendo. Por lo que fuera, a ella le iba a brotar el llanto sin que pudiera contenerlo. Primero como un nudo en el pecho, luego como un par de lágrimas que bajaban por sus mejillas sin pudor mientras Saúl la agarraba de la cintura y la atraía hacia sí sentada a horcajadas sobre él.
—Llora —le susurró, sin parar de mordisquearle el cuello—. Llora mientras te tengo, mientras lo entiendes todo.
Y entonces sí. Lloró. Sin lamento. Por desborde.
Él la tenía bien sujeta sobre él, empujándola desde la cintura hacia sí. En cada embestida, su polla se deslizaba adentro como un caimán que encuentra su cauce. Era un entrar y salir suave, sin la resistencia que ofrece el roce de las pieles secas. Estaban empapados y a cada subida le seguía su bajada, propia de las caricias rítmicas y acompasadas.
Amanda lloraba por la evidencia, porque, tal y como le pidió Saúl, había empezado a entenderlo todo.
Extática, hierática, Amanda cabalgaba sobre el cuerpo de Saúl con una carrera de lágrimas en el rostro. Saúl la miraba conmoverse sobre él. Por un instante le pareció una virgen de procesión: la cara hermosa y rota por el llanto, con la piel de marfil agrietada por la emoción tallada. Y así Amanda, sagrada en su desnudez, lloraba por devoción; como si alcanzara a rozar algo divino pero con las piernas abiertas. Lloró fuertemente al encontrar la verdad en ese contacto tierno, sucio y transparente, como un éxtasis de santa barroca pero hecho de carne y gemidos.
—Vacíame —dijo ella, la voz ronca.
Y Saúl se le hundió de nuevo y más dentro, para empujarle cada una de sus lágrimas y que se vaciara en la sorpresa y el desconsuelo de descubrirse viviendo desde él.
La garganta se le apretaba como si tuviera algo tan hermoso que quisiera retenerlo dentro. Saúl le pidió sin palabras que no se fuera. La agarraba del pelo, le introducía la lengua en la boca y suspiraba en cada bocanada de aire que tragaba para seguir besándola sin asfixiarse. Le pedía que no se fuera de allí, que no se escabullera en sus pensamientos, en gestos aprendidos, en refugios automáticos. La sostuvo sobre sus muslos como a un animal en trance, sin soltarla, sin decir nada, sin parar. Con una mano firme le recorrió el vientre despacio, como si templara un instrumento. Saúl la penetraba para traerla hacia sí y a ella, su cuerpo, ese que alguna vez le resultó ajeno, ahora le era casa. Lloraba con el quejido de una puerta rota que se abre. Lloraba como se derrama un cántaro demasiado lleno; le corrían las lágrimas sin aspavientos. Le brotaban del mismo sitio que el gemido, del mismo sitio que el orgasmo. Entre sus cuerpos juntos estaba todo lo que necesitaba y eso, le descorchó el alma como si llevara toda una vida atragantada.
—Llora —le dijo al oído—. Llora toda.
Y Amanda lloró como si por fin pudiera habitarse.