Abrir. Esto. Lo Nuestro
«A veces pienso en qué pasaría si miráramos fuera sin romper esto»

Pareja hablando en la cama. | Freepik
Todavía olían a sudor y a sábanas tibias. Se tocaban sin intención ya, como se acaricia algo conocido solo para comprobar que sigue ahí. La respiración, no serena del todo, se les había vuelto más tranquila. A veces, después de follar las palabras florecían entre ellos sin peso, como si los cuerpos ahora vacíos dejaran sitio para decir sin miedo.
—¿Tú crees que podríamos hacerlo? —soltó Amanda al aire, sin mirarle directamente a la cara.
—¿El qué? —respondió él, sabiendo.
—Abrir. Esto. Lo nuestro.
No sonó a deseo. Era más bien una forma de pensar en voz alta, una forma de tantear con el pie el borde de un escalón antes de bajarlo con los ojos vendados.
Tumbados uno al lado del otro, mirando al techo con aire distraído, cada palabra oída les hacía bombear un poco más rápido el corazón. Hablaban relajados mientras algo se les iba abriendo por dentro; por una de las rendijas se escapaba un humo espeso, una niebla que les impedía verse con nitidez, como si de repente nacieran nuevos uno frente al otro, como si sus voces sonaran por primera vez. Por otra, se les empezó a colar una ternura distinta, más cruda, como si la posibilidad de perderse les recordara con una lucidez contundente, el lugar desde el que empezaron a quererse.
—No es que quiera follarme a alguien más —aclaró Amanda, y su voz sonaba como si estuviera a punto de pisar cristales, suave y en alerta—. Es solo que a veces pienso en qué pasaría si miráramos fuera sin romper esto.
Saúl tardó en contestar. Con los ojos clavados en el techo, dibujaba círculos con la yema de los dedos sobre el costado de Amanda, como si esto le ayudara a pensar.
—¿Y si mirar fuera cambia lo que somos? —dijo sin acusación.
—¿Y si no? —respondió ella, girándose un poco hacia él—. ¿Y si mirar formara también parte de nosotros?
Se quedaron en silencio. De fondo, la ciudad traía a la habitación sus ruidos habituales: un coche que pasaba, una tubería que se quejaba, un vecino que estornudaba con violencia. Entre todo eso, los cuerpos todavía tibios, todavía las sábanas albergaban el olor de sus placeres.
—Antes de abrir nada —dijo él, bajando la mano al hueco entre su vientre y su muslo—, quiero asegurarme de que estamos bien cerrados por dentro. Se puso encima de Amanda con el pene flojo y empezó a moverlo como un péndulo, dándole golpes en la vulva.
Después la besó. No como si quisiera acabar la conversación, sino como si empezara otra nueva.
—A veces me asusta pensar que, si abrimos, se nos escape algo que ni siquiera sabíamos que teníamos —dijo él, mientras jugaba con un mechón de su pelo.
—¿Y si descubrimos algo nuevo, que nos lleve así de juntos hacia otro lugar?—aventuró Amanda con una sonrisa ladeada, más juguetona que convencida, como quien tantea el mar con la punta de los dedos sin tener claro si quiere bañarse.
Amanda exhalaba palabras que se montaban en un tren de ideas casi sobre la marcha. Pensaba en voz alta sin haberse decidido a creer del todo lo que decía. Saúl la oía reflexivo.
—Pensándolo bien, lo nuestro no se repite —añadió él, casi en un susurro—. Podríamos vivir mil historias pero ninguna sería ésta. Ésta, la nuestra, y todas y cada una son una criatura distinta, ¿no? Y la nuestra ya anda, salta, corre y respira sola. Quizás…
Su pene había erectado lo suficiente como para dejar de pendulear. Hacía rato que Amanda lo había acogido entre sus manos y jugueteaba con su elasticidad y texturas. Se lo colocó en la entrada de la vagina y le agarró el culo con las dos manos para empujarlo hacia ella.
—¿Tú querrías acostarte con alguien más? — le preguntó Amanda sin rodeos. Saúl no respondió enseguida. Bajó la mirada hacia su pecho y los pechos de ella. Lo pensó mientras se dejaba empujar.
—No tengo en mente a nadie. ¿Y tú?
—Yo tengo una especie de curiosidad…
Saúl se la metió con más firmeza, las manos enredadas en su cadera. Amanda gimió bajo su aliento y se apretó aún más contra él. Le olió el cuello, saboreó su lengua, oyó el cambio de respiración que Saúl le vertía sobre la frente. Se movían suaves y profundos, como si afinaran sus cuerpos para su propia melodía.
—Mira cómo me he puesto de imaginarte con otra —le dijo Amanda entre el cuello y el oído—. Quizás es por celos, no sé… Ahora solo se me ocurren cosas para hacerte cuando volvieras.
—¿Ah sí, como qué? ¿Qué me harías al volver?
Ella se le quedó mirando un segundo largo, con los ojos entornados, como si algo hubiera hecho clic dentro. Le vibraron todas las teclas del piano a la vez: la lujuria, el miedo, la risa, la cercanía, la pérdida, el conocimiento del otro y su opacidad, la tentación, la duda, el deseo crudo, las ganas de devorarse, la hondura de su complicidad. Vibraron todas a la vez y sonó el acorde imperfecto de lo irremediablemente de ellos.
Amanda se giró de golpe, con esa agilidad juguetona que solo se tiene cuando el cuerpo va más rápido que el pensamiento. Se montó sobre él, le conquistó con las piernas cada lado de su cabeza y, sin perderle la mirada, se sentó en su boca.
—Esto —susurró, apenas audible, con una sonrisa torcida mientras le agarraba las muñecas— por si alguna vez vuelves de otro cuerpo, que recuerdes bien clarito dónde está el tuyo.