Con V de coño
«Como si el mundo entero se hubiera asomado alguna vez por ese hueco a mirar o a pedir permiso»

Chica leyendo sentada en el suelo. | Freepik
Desde el ángulo en el que mis piernas se erigen juntas como el puzzle de una pirámide de dos piezas, he visto mucho mundo. Con la espalda postrada en camas, sillones, sillas, asientos de todo tipo y sofás, los surcos rastrillados por los que se ha ido colando la vida, han tenido una imagen concreta; una en la que la uve que marca la silueta entre mis piernas abiertas y el coño, visto desde mí, ha sido el marco y el paspartú. Todo, en algún momento –rostros, techos, cielos, gestos, edificios, libros, tetris, sopas o ausencias– ha pasado a través de este encuadre, como si el mundo entero se hubiera asomado alguna vez por ese hueco a mirar o a pedir permiso. He conocido ciudades desde ahí. He despedido cuerpos, invocado deseos, leído la tristeza en la nuca de otros… Todo con la mirada que nace desde mí hacia ese horizonte que se dibuja cuando me abro y entonces el mundo puede entrar, aunque sea solo un poco.
Un, dos tres, ¡abro! Una cara entre mis muslos fija su vista en mi coño y lo escudriña como si fuera el primero que ve. Un, dos tres, ¡abro! Un libro que apoya su tapa delantera sobre uno de mis muslos y la trasera sobre el otro. El lomo, tenso, se hunde en el centro como si también quisiera leerme él a mí. Un, dos tres, ¡abro! Un grupo de médicos me rodea y yo bromeo con algo inadecuado en el tono, al momento y el lugar. Un, dos tres, ¡abro! Una lengua que se acerca, una ventana empañada, campos que se extienden, un edificio que pasa, y otro, una polla que sale, un semáforo que cambia de color, árboles que se mecen, unos dedos curiosos, un orgasmo que se escapa, otro que no llega, un atardecer y un amanecer, lluvia, nubes, melancolía dominical, un gato que corre, una película, una serie, un periódico, una charla virtual, un culo que friega los platos, su espalda, un amor, un aborto, una terraza, césped, otro amor, un chorro tibio que me arquea la espalda, un email, una polla que entra, el desorden de la mesa del comedor.
Esta uve ha sido pantalla, espejo, trampilla y altar.
Desde ahí le vi venir con un plato de pasta en cada mano. Se quemaba y los soltó en la mesa como si sintiera la picadura de un alacrán. Soltó un bufido entre dientes, sacudió las manos y las frotó sobre sus caderas como si quisiera invocar al genio de la lámpara. Luego me miró y dijo «voilá» con el gesto del que sirve un banquete digno de reyes. Se sentó a mi lado y empezó a comer sin mirarme, como si yo fuera parte del mobiliario. Ni mis piernas abiertas ni la bata desplazada justo lo necesario ganaban el pulso al plato que humeaba anunciando la pérdida de su calor. Enrolló los espaguetis y los sorbió concentrado, con esa cara que pone cuando tiene hambre. «¿No tienes hambre?», me dijo mientras se le tensaban los antebrazos al cortar el pan. Esperé un par más de pinchadas al plato antes de contestar. «De eso, no». No respondió. Masticó en silencio. Miró de nuevo la comida como si necesitara convencerse de que seguía siendo la prioridad. «Se te va a enfriar», anunció. Me agarró el pie que le quedaba más cerca. Reclinada en el sofá, tarareaba con los pies una canción inexistente. Saúl me lo agarró y lo puso en su costado. «Si me tocas el pie, ya sabes que no me enfrío». Cogió de nuevo el tenedor y esta vez me pinchó con él la cara interna de uno de los muslos. Luego se lo llevó a la boca y dijo ñam. Tejió de nuevo un puñado de hilos de pasta sobre el tenedor para seguir comiendo, pero entonces, ya había puesto la otra mano sobre mi vulva y daba golpecitos al ritmo de cuatro sílabas; «im-pa-cien-te», decía una y otra vez, mientras comía hasta rebañar. Al acabar, me miró como a un brownie caliente. Y es así como, atrapado en el marco de la uve desde la que veo el mundo, su imagen se quedó.