The Objective
Mi yo salvaje

Lepidóptero, borrica

«A más suave que sea el estímulo, más picor, más inconveniencia, más molestia, más salto, más cola de yegua»

Lepidóptero, borrica

Una mariposa sobre una flor. | Freepik

Si pudiera revolverse ante el primer contacto suave de las manos que la buscan, lo haría. Pero son sus manos, de él, y prefiere no hacerlo. Revolverse ante el tacto suave no es elegido. Es la reacción de la cola de una vaca ante las moscas, la del rascarse ante la escena de los insectos de Indiana Jones o incluso la de dar un respingo cuando te regañan pronunciando afiladamente tu nombre completo. A más suave que sea el estímulo, más picor, más inconveniencia, más molestia, más salto, más cola de yegua. Así patalea Amanda en el sofá cuando la caricia la sorprende suave por el reverso de la pierna hacia la cara interior de los muslos. 

En las noches de invierno, cuando la promesa del descanso no es recuerdo ni proyecto; cuando el peso del mundo organizado en una retahíla de tareas, aplasta; Amanda busca un rincón donde someterse a un acto de olvido voluntario, a la negación de la hondura intelectual, donde dejar que el tiempo pase sin resistencia, acariciar el vacío sin angustia y renunciar por unas horas a la exigencia de ser alguien. Al final del día, reducida a una sombra de sí misma, se disuelve en la ligereza de una ficción mediocre. 

Embebida en un zoológico de historias de lo banal, se le hunden los ojos en mansiones deslumbrantes. Afina Amanda su oído para atender a los dramas del lujo con el juicio déspota de un emperador romano. Lobotomizada y babeante, atiende al guion de la farsa y a la máscara hecha rostro gustosa de soltar las riendas de la vida propia. 

Es así y entonces cuando llega Saúl y la agarra de los tobillos con firmeza. Tiene las manos suaves y a veces, al treparle por la pierna, Amanda tiene que contenerse y no patalear como si la invadieran las hormigas. Saúl no la mira a la cara. Mantiene la mirada firme en sus piernas y allá por donde arrastra la vista le sigue el tacto. Parece que mirara un par de filetes de Rubia Gallega y Amanda, en ese estado, no tiene ganas de ponerse a mugir. Sabe que no tiene que hacerlo. No lo va a hacer. También sabe que no puede espantarlo. No lo va a hacer.  Saúl desata el nudo que cierra sus piernas y se acuesta en los muslos de Amanda como si fueran almohadas. Los huele. La huele desde ahí. Inicia con la nariz una búsqueda del tesoro guiado por la estela del aroma a comida caliente, a pan recién horneado. Con la nariz adelantada y los ojos cerrados, vuela hacia la fuente como un dibujo animado hipnotizado por el olor. La agarra de las caderas y la atrae hasta el borde del sofá. Destetada de su voluntario suicidio neuronal, maulla ante el impulso que la arranca de la pantalla. Saúl la devuelve al redil del silencio y al dejarse hacer con un mordisco de madre felina en el muslo derecho.  Después se acomoda arrodillándose sobre un cojín y le abre las piernas como la puerta pesada de una catedral, que cede a la invitación sin ánimo de acoger feligreses, pero tampoco los espanta con crujidos. 

Amanda sube el volumen de la pantalla, un acto de rebeldía que le valió otro mordisco en el muslo contrario. Se apresuró a bajarlo de nuevo. Advertida por el eco de los colmillos, bajó el volumen incluso unos decibelios más. Saúl entonces, le besó los muslos en ascenso hasta incrustarle la frente en el pubis y rozar con los labios de ella los suyos propios. Sacó la lengua y les hizo burla un rato. Luego se alejó para analizar sus texturas. A las rugosas les sopló para ver si cobraban porte de bandera. A las lisas les escupió para comprobar si la saliva transparente resbalaba trazando un camino observable. Se ayudó con el dedo índice para colocar cada pelo donde debía, peinando el coño de Amanda como la cabeza de una muñeca desvencijada. Una vez estuvo en orden, le estiró los labios a cada lado como si sostuviera las alas de una mariposa. Desde ahí, la vagina de Amanda le pareció penetrable y le acercó la lengua para trastear por los pliegues que anunciaban su interior. Un rato después, soltó los labios para amasarse con ellos la cara para volverlos a abrir, estirándolos esta vez un poco más. 

En la pared, Netflix ofrecía adelantar los segundos que acercaban el capítulo siguiente. «Seguir viendo», rezaba la opción que aceptó en la pantalla.  

—Lesitómano —dijo Amanda en tono acusativo, un poco dubitativa y con la cabecera del programa como banda sonora del momento y del salón. 

—Lesi… ¿qué? —respondió Saúl con la boca llena. 

—¡Lemitóntopo!— insistió Amanda, esta vez con una carcajada. 

— Lepidóptero, borrica, lepidóptero. Calla ya y sigue a lo tuyo. Shhhh, déjame hacer, Amanda, déjame hacer…

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