Una rosa es una rosa es una rosa es una rosa
«Iba domando una a una cada línea con la yema de los dedos, como la caricia delicada sobre la cabeza de un pajarito»

Una mujer con una rosa. | Freepik
Amanda se detuvo entre las flores del jardín. Sus ojos recorrieron los rosales, majestuosos en su despliegue; las ramas erguidas, las hojas dentadas y brillantes. Algunos capullos se asomaban tímidos entre la fronda. Parecían diminutos fetos envueltos en hojas a la espera de la luz. Otros, casi maduros, empezaban a abrir sus corolas como un puñado de manos que se estiran al despertar. Algunos, ya marchitos, se inclinaban cabizbajos, portadores del peso del tiempo. Caminó alrededor de ellos. Cada uno de sus sentidos se iba despertando: la vista, deslumbrada por los pétalos blancos, los tonos rosados, lo mullido de su forma; el olfato, embriagado por la fragancia de cada rosa; el oído, atento al susurro de las hojas movidas por la brisa. Al tacto le llegó la suavidad de los pétalos, la textura áspera de los tallos y la punzada leve de las espinas mucho antes de tocarlos. Así, anticipada, la idea se hizo motor y uno de los rosales capturó toda su atención.
Revisó una a una las flores del matorral. Ninguna sufría amenaza mayor que la de ser arrancada por el impulso de poseer la belleza. Una de las rosas destacó ante las demás. Era distinta, sin más explicación. Una extrañeza sutil la hacía irresistible para los ojos de Amanda, que tan solo con verla de soslayo, ya la quiso tocar. Magnética, secreta, silenciosa, desplegada sus pétalos abulllonados sin pudor. La sostuvo entre las manos como si fuera agua de fuente para beber. Se acercó para olerla y el filo de los pétalos le acarició la nariz como el vello hirsuto de Emily.
La apretó entre las manos como intentando devolverla a un estado anterior. Cerró sus pétalos tanto como pudo y vio la cara posterior de cada uno como le vio el culo a Emily cuando la giró hacia la pared. Tan suave, redondo y blanquecino como si el aire, la lluvia, el viento y el sol jamás se hubieran tropezado en su camino. Un culo que invitaba a morder la manzana hasta arrancar un buen bocado. La cara «b» de la rosa vestía un traje de lunares sangrientos e irregulares. Amanda dejó de apretarla y los pétalos volvieron a su forma. Entonces los abrió. Acarició cada una de las capas. Buscando su flexibilidad, iba domando una a una cada línea con la yema de los dedos, como la caricia delicada sobre la cabeza de un pajarito. Los pétalos fueron cediendo bajo sus dedos y la rosa se abrió, revelando en el centro un corazón íntimo y delicado. Mantenía una humedad sutil, como un secreto lloroso.
El recuerdo se filtraba entre el aroma y el tacto. Una rosa es una rosa es una rosa es una rosa. Amanda cerró de nuevo la flor entre sus manos e introdujo un dedo en su interior. Lo deslizó con decisión y una vez dentro, antes de rozar con la punta del dedo el superlativo de su interior, lo dejó quieto. Desde ahí, el coño de Emily respiraba una suerte de pálpito y gruñido suave que daba ganas de sostener hasta el fin de los tiempos. Sin embargo, fue justo tiempo lo que les faltó a las dos. Emily era Emily, tan Emily que no podía no serlo.
Amanda repite su nombre para evocar su esencia misma. Es ahí donde su forma, su aroma y su color comienzan a surgir más allá de las palabras. Resuena su nombre sin historia. Amanda salta cazando la vibración de su nombre en el aire, quizás así, su imagen aparezca de nuevo completa. El tacto de los pétalos convoca su presencia. Amanda lame allí donde el conjunto de pétalos achuchados terminan en ramillete y, aun con el dedo en su interior, arranca la flor de un golpe, con un impulso irrefrenable. Del gesto, una espina le arañó la piel de la muñeca. Amanda se lamió la sangre como cuando Emily se le escapó de entre los dedos. Una rosa es una rosa, es una rosa hasta que deja de serlo. El goce, a veces, solo dura un parpadeo.