The Objective
Mi yo salvaje

Al principio de la escalera

«Cada una de las letras de la palabra juego bailaban alrededor de nuestra mesa»

Al principio de la escalera

Una pareja en un bar. | Freepik

Abrió la puerta y entré. El rellano ofrecía en el suelo un tablero de ajedrez que daba ganas de jugar y una escalera marmoleada y curva, que también. Quizás las ganas de saltar las losas bicolores a la pata coja o las de subirme a la barandilla curva y rodar no vengan dadas por la entradita en sí. Quizás la voz ronca de Saúl invitándome a su casa sin mostrar alguna duda, tenía el tono de acto obligado y fuera eso lo que me cosquilleó en la pelvis antes de aceptar. Aceptar, si es que había lugar para mi consenso, no le sacó ni una sonrisa; solo asintió. Él pensaba que para mí, aceptar sus ganas de mí era la mejor decisión para los dos. Quizás su mirada de gato, de pupilas fijas y dilatadas, me dieran otro pellizco fuerte por el envés de la vulva. Cada una de las letras de la palabra juego bailaban alrededor de nuestra mesa. La jota danzaba histérica en el filo de la continua carcajada. Se me agolpaba entre los carrillos queriendo salir y dejarme desinflada con el sonido de una u sostenida, como el de un globo que pierde fuelle. Aparecía la «e» chillona para centrarme en el juego y saber actuar, «eh, tú, Amanda, espabila, déjate de tontadas y háblale con tus ojos». Me tentaba de nuevo la ja de la carcajada para asaltarme después la imagen de sus dedos, abriéndome la boca y haciéndome tragar lo que quisiera con la ga, ga, ga, ga… Una ge que se me cuela hasta el fondo de la garganta. La «o» nos miraba expectante, con su único ojo atento a que diéramos los primeros pasos para llegar cuanto antes al placer extático donde alcanzaría todo su esplendor. 

«Qué coño», pensé, «cuántas ganas me ha despertado este hombre de jugar». Tantas, tantas que habría saltado sobre su espalda gritando ¡arre, arre!, al salir del bar. Me comporté. La jota estaba deseando colárseme en las mejillas, pero la «e» me tiraba de las riendas como un jinete asustado. 

Entramos en el rellano de su casa. Un par de metros cuadrados que daban paso a una enorme escalera del siglo XVIII. No salté sobre las baldosas ni sobre el manillar. Conteniendo mi emoción, comencé a subir la escalera, más en el tercer escalón, Saúl me cogió de la cintura y me volteó. Él no había dado ni un solo paso. Apoyó su frente en mi vientre y hundió su cara en él. «Joder cómo me pones, Amanda», soltó en una espiración larga, así como en una sola bocanada de aire saliente. Sus manos me arrugaban el vestido por los costados; me apretaba fuerte Saúl mientras me respiraba el ombligo a través de la tela. 

Apreté mis manos sobre las suyas para asegurarme de que no soltaría el tejido. Las agarré fuerte y las subí.  Poco a poco aparecieron ante su cara mis muslos descubiertos de nylon, perfume o vello. A Saúl les resultó tan blancos como los de una novicia. Le subió tres puntos sus ganas de injuriar. «La puta hostia», acertó a decir antes de hundir su nariz sobre ellos. Yo seguí subiéndome el vestido hasta que se quedó a la vista el encaje algodonado de la cintura de mis bragas. Le agarré la cabeza y la dirigí a mi vulva. Saúl abrió la boca y exhaló aire caliente. Le cabía mi coño entero. Estuvo un rato allí, respirándome la vulva a través del algodón hasta que se animó a lamerme las ingles. A cada lamida se me abrían las piernas unos centímetros más. Me agaché poco a poco hasta quedar sentada en el tercer escalón… 

Continuará. 

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