El chulo y la barrila
«Ni un perdón, ni unas disculpas educadas, ni la menor bajada de bandera. Al contrario: reto, enfangarse en sus errores»
La mascarada barata sobre las tablas no pudo ser más vomitiva. El héroe, aureolado de flashes y recién desayunado, desafiante y chulo, sobre todo chulo, prófugo de sí mismo, fue una completa caricatura cercana al peor delirio. José Luis Ábalos teje con voz radiofónica una completa ceremonia de la confusión, las pausas bien ensayadas y las metáforas afónicas, la tela de araña peor tejida de su historia literaria y personal.
Ese bollo entre lo personal, lo político y lo penal, horneado de miradas largas al personal y palabras rotas al final, cutre y próximo al peor culebrón sentimental conocido. Jactancia, orgullo, vanidad y, en pleno patio de butacas, el indecible asco y la náusea obscena y la arcada ronca. Ni conciencia ni perdón: la pasta larga y el paraguas firme y alto, mientras llueven balas y suenan trolas a barullo.
Nadie le aparta, caballero, por asuntos penales, sino por materia exclusiva de responsabilidad política, ausente en sus diatribas de galán con alopecia, detective con mucha noche en la mirada, porque Santos Cerdán igual salió ayer muy tarde de Rivas Vaciamadrid, con todos los hielos en los zapatos, yo no lo sé. Nadie le aparta, caballero, por las mudanzas de sus hijas, por las cajas vacías del hogar, sino por las cuentas llenas de sus subordinados, que usted alentó nombrándolos y no vigilándolos.
Nadie le aparta, caballero, por cacería alguna, sino por su entera soberbia de no explicar nada, ni siquiera lo mínimo, cómo llega un portero de un burdel a un consejo de administración estatal, mientras todos callamos y encima, parece, tenemos que aplaudir el lagrimón de hormigón, que resbala por la cara de hormigón, todavía más hormigón cuando vuela por al aire en mitad del crepúsculo anubarrado, cuando dice que precisa al Congreso y sus micrófonos para defenderse, lo inaudito y campestre, la mofa y la befa, el asco indecible.
La gusanera moral no puede ser más fétida, pavorosa, oscura, negrísima. Renuncia a sus siglas, que le dieron el escaño y el puro encendido, el vaso lleno y la casa cobijada, y cambia de palo y de camiseta, sin el menor rubor, porque tres matrimonios y cinco hijos, cuentan todos por las esquinas, son muchos doblones a final de mes. No hay el menor respeto a la casa, a las siglas, solo lucro y usted, caballero, como secretario de Organización, recuerde, obligó a terceros a hacer lo que usted mismo ahora no está dispuesto a cumplir.
Pienso una cosa, digo otra, hago lo que me da la gana y pido, señores, vuestro aplauso, clemencia y ramo de flores rojas, palmas blancas, besos muchos. Nadie le aparta por juzgado alguno (todavía, todavía) sino por una red mafiosa que se creó en la esquina donde usted no pasó el polvo. Y guárdese para sí, hombre, todo ese moralismo de hogaza, buenismo de chiscón, borrachera de taberna errante, ese llorar sin lágrimas, donde martirologio y victimario parecen ir de la mano.
El canto de los bedeles por las esquinas perfilan el entero romance de ciego: «Si va a cobrar más ahora, en el Grupo Mixto, con secretaria y un asistente». Puede, caballero, ir por otro buen sustituto donde encontró el anterior, desmigajado de intemperies, ron cola, la nariz abollada por los coscorrones, la boca erudita de endecasílabos financieros, allá donde se hacen los negocios turbios, entre el amanecer y el horizonte borroso.
La barrila es siempre la repetición. La literatura es, desde Homero, repetición. Así queda el eco: soy inocente, inocente, inocente. Caballero: la red mafiosa tuvo un director de orquesta, y sin el ministro un segurata no puede obtener el sí de los principales mandos en las comunidades autónomas cuestionadas (y aun en esas, al fondo del charco, el que se hace pasar por el ministro es que tiene algún velo o bulo del propio ministro para comportarse como tal).
La barrila sobre una posible inocencia judicial, una inocencia de no imputado pero con aforo de diputado, no toca. Penosa la arenga, muy barato el monólogo, pero muchos esperaban lo que no llegó: aquel tropezón de que si usted, oiga, fuese ministro hoy dimitiría pero que, al no serlo, libra el tipo, el pescuezo y el bul. ¿Vale lo mismo para las multas de tráfico? Oiga, oficial, la sanción cuando estaba conduciendo, ahora estoy de cañas rubias bravas.
Ni un perdón, ni unas disculpas educadas, ni la menor bajada de bandera. Todo lo contrario: reto, desafío, público enfangarse en sus errores, mascarón de un velero fantasmal a la deriva, portada mojada de periódico, lluvia de ojeras como pedrisco, soga sin mapa ni brújula entre arrugas mayores que las más veteranas serpientes. Aspiraban las letras leídas a ciertos pujos literarios, pero solo cosecharon flemas tardías, verba socarrona, habanera de ida pero sin vuelta: viaje a seguir colocándose por lo fino y lo mixto, arrabal o secarral de descrédito en la eterna noche del alma sin el faro mínimo encendido (el de tu conciencia, galán, el de tu mancha, el de nuestra sorpresa y vergüenza de las cajas que llegaron a cincuenta millones mientras otros morían).
Todo olía a silbo de gañán a la hora en la que no tenemos pensado pagar ninguna factura recién llegada. Minutos antes del chapoteo en el feliz lodazal, la advertencia en cierta hoja volandera dirigida por Marhuenda, sí, de que tiene pensado airear su sabiduría larga sobre nombres propios cortos. Barra libre de miseria y mierda. Todo vale con no perder el chorro, amorrado a los peores caldos, trotón y con algo de ropa vieja heredada.