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Opinión

Muerte de un desconocido

«Eladio fue el que me enseñó que uno nunca será tan interesante como lo son los demás»

Muerte de un desconocido

Un grupo de indigentes se resguarda del frío en Madrid. | Óscar J.Barroso (EP)

El pasado viernes 28 de noviembre abrió Ábalos por primera vez los ojos en una cárcel tras su primera noche en prisión. El mismo día los cerraba para siempre Eladio Valiño. Ustedes se preguntarán quién era este hombre y nadie les podrá dar una respuesta correcta. Nadie conoció a Eladio y es por eso que se merece un artículo. La fama suele estar asociada al ego, al poder y a la repercusión de la persona en cuestión en alguna materia. Pero estas tres cuestiones muchas veces tienen connotaciones negativas, últimamente casi en el cien por cien de los casos, y les dedicamos los artículos a quienes no se los merecen. 

Eladio Valiño fue una persona que vivió muchos años en la calle. Un indigente en un Madrid siempre vertiginoso, sin tiempo para nada, pero sí para nadie, como le veían los que habían sido castigados con la peor ceguera, la del corazón. Y es que los únicos que verdaderamente se merecen un artículo son los «sintecho». Los que deberían gozar de una verdadera repercusión y de una fama merecida. Ellos ejercen la verdadera resistencia a una vida que les castiga sin descanso. Donde dormir no es desconectar, y despertarse es el comienzo de la pesadilla.

Nadie sabe cómo llegó Eladio Valiño a la zona de la plaza de las Salesas. Qué mejor zona para dormir el sueño de los justos que aquella, donde se encuentran la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo. En la plaza de la Villa de París se le solía ver en alguno de sus bancos o paseando los perros de algún vecino del barrio por la voluntad. Nunca mendigó ni pidió ayuda. Un servidor tuvo la suerte de verle muchas veces. Mis padres tuvieron hasta su jubilación un negocio de hostelería entre las zonas de Colón y Alonso Martínez, y muchas veces, tras comer allí o echarles una mano, me gustaba ejercer de flaneur o paseante por las calles más cercanas. El barrio de Justicia es uno de los más bonitos de Madrid. Su estética es de una belleza soñada por artistas. Elegante y sobrio. Como era Eladio.

En mis paseos por aquella zona era fácil encontrarse con él. Siempre llevaba un libro en la mano. Un libro que leía, y que no era un complemento de su vestimenta, como demostraba su desconexión de la realidad en uno de los bancos donde los devoraba hasta entrar en ellos. Lo de comer con los ojos es una expresión que a Eladio le llevaba a las bibliotecas y no al escaparate de la pastelería La Duquesita, en la calle cercana de Fernando VI, una de las más míticas e históricas de la ciudad. Otras veces me lo encontraba en la ya desaparecida cafetería Ambigú, situada justo enfrente de la majestuosa iglesia de Santa Bárbara. Me gustaba ir allí a tomar algo por las tardes, cuando la noche anaranjada se iba tornando añil en un otoño eterno. Leía un libro de Baroja o Cioran mientras se tomaba un café con unas gotitas de anís. Nunca quise molestarle preguntándole algo sobre el libro o su vida. Ahora me arrepiento mucho de ello. Pertenecía al paisaje de la zona, era una estampa de que todo seguía en su sitio, sobre todo él y yo. 

Pasaron los años, incluso alguna década, y esa cotidianidad seguía dándole algo de sentido al todo. Seguía paseando los canes de los que vivían en esas calles para dar razones a los que le decían que llevaba una vida perra. Pero nadie sabía si su vida era animal, mineral o vegetal. Le gustaba hablar con quienes se acercaban a él. Era un gran conversador, pero nunca hablaba de sí mismo. Algunas personas se acercaban a su banco mientras leía o a la entrada de la iglesia de Santa Bárbara para charlar con él, y les seguía la conversación de la mejor manera. Siempre mejorándola. Desviar la charla hacia los demás era la mejor manera de hablar de sí mismo. Eladio fue el que me enseñó que uno nunca será tan interesante como lo son los demás. 

Eladio hacía todo tipo de trabajos sencillos. Le llevaba las bolsas de la compra a las viejecitas o le compraba los medicamentos a las que ya no tenían fuerzas para salir a la calle si no era para ir el domingo a misa. Y mientras tanto, leía a los clásicos y a autores más contemporáneos, siempre con un criterio exquisito. Fue un hombre misterioso y bueno. Pero no de manera impostada. Su rostro evidenciaba un conocimiento de la vida. Era elegante por dentro y por fuera. Todos le queríamos, y respetábamos la forma de vida que había elegido tener. Nadie le juzgaba, sólo los que no le conocían. 

Un mal día desapareció. Los que le conocíamos nos preguntábamos de vez en cuando si sabíamos algo de él. Pero no es fácil contactar con un sintecho. Con el tiempo se supo que estaba en una residencia en Buitrago, donde pasó sus últimos años hasta el pasado viernes. Dejó muchos amigos que nunca sabremos qué le llevó a vivir de esa manera. Este artículo es mi humilde forma de darle las gracias por enseñarme lo que es llevar la vida con una dignidad inquebrantable. Fuiste famoso en tres calles, como dice la canción de Carolina Durante, pero la eternidad te acompañó siempre.   

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