‘Cartas a la hija’, una muestra de la literatura incendiada de Madame de Sévigné
Nacida en el siglo XVII, la marquesa de Sévigné cultivó con altura el arte epistolar a lo largo de toda su vida: escribió más de mil cartas
Hay apuestas y apuestas en el mundo editorial, y la última de Periférica con Cartas a la hija es una decididamente audaz: acaban de sacar a la luz Cartas a la hija, una selección de entre el volumen ingente de epístolas, más de mil, que Madame de Sévigné escribió a lo largo de su vida. Y, ojo, más de ochocientas fueron a su hija. Su trazo desprovisto de artificio brilló por sí mismo y admiró, entre otros, a Marcel Proust o a la mismísima Virginia Woolf.
La biografía de esta prolífica mujer nos lleva a la corte de Luis XIV, «ese Gran Siècle en el que coincidieron los espíritus más ingeniosos», tal y como reza la contra del libro. Madame de Sévigné (Marie de Rabutin-Chantal en su nombre de soltera), fue huérfana desde niña y contrajo matrimonio con 18 años con Henri de Sévigné, hombre galante y vividor del que enviudaría muy pronto. Su hija fue, pues, su apego más duradero, pues aunque tuvo otro vástago al que dio en llamar Charles, este le salió díscolo y no se plegó a los amplísimos deseos de amor de su madre. La mayor parte de las cartas que aquí se recogen encuentran su contexto en una separación: la que sufre de su gran amor, su hija la condensa de Grignan, cuando esta se casa y se marcha a la Provenza a vivir.
La traductora Laura Freixas ha seleccionado en este volumen aquellas que destacan por su «radical modernidad y la viveza de su estilo», al que además esta profesional ha aportado frescura descartando, como explica en una breve nota introductoria, «hacer un pastiche del español del Siglo de Oro (traduciendo vous por ‘Vuestra Merced’, honnête homme por ‘discreto’, fort por ‘harto’, etcétera)» y apostando, definitivamente, por «una lengua moderna» que, sin embargo, no desvirtúa el contenido de cuanto la marquesa dejó como legado en sus epístolas.
Antes de la presente, solo existían dos traducciones en nuestro país de estas cartas: la de Fernando Soldevilla que, a juicio de la traductora, tiene errores de bulto por desconocimiento de las distintas acepciones de los vocablos; y la de Francisco López Laredo, cuya selección le resulta directamente «incomprensible» por omitir pasajes que considera de gran relevancia. Así pues, entre las manos tenemos una nueva propuesta de estos apegos feroces que recuerdan a los tejidos por Vivian Gornick, pues para Madame de Sévigné no existen jamás palabras suficientes por parte de su hija que puedan apagar la sed de afecto que la devora: «No he recibido más que una carta vuestra, mi querida hija, y estoy disgustada: estaba acostumbrada a recibir dos. Es peligroso acostumbrarse a unas atenciones tan tiernas y preciosas como las vuestras: después no es fácil prescindir de ellas». Madame de Sévigné quiere intensamente a su hija, pero lo hace con esa pasión que linda peligrosamente con el reproche, como deja patente en esa carta que le manda desde Les Rochers un 12 de julio de 1671.
Un psicólogo hablaría aquí de apego ansioso y de personalidad obsesiva. Incluso, en ocasiones, es la propia Sévigné quien reconoce que la obsesión le asalta y toma el mando de sus decisiones: «…tened también la certeza de que yo pienso continuamente en vos: es lo que los devotos llaman un pensamiento recurrente; es lo que se debería tener para con Dios si cumpliera uno su deber», o «recibo vuestras cartas, querida hija, igual que vos recibisteis mi anillo: me deshago en lágrimas leyéndolas; diríase que mi corazón quiere partirse por la mitad; diríase que me escribís injurias o que estáis enferma o que os ha sucedido algún accidente, cuando es todo lo contrario: me amáis, mi niña querida, y me lo decís de una manera que no puedo sino anegarme en llanto».
Pero no solo de obsesiones se alimentan estas misivas, también dan buena muestra de su erudición: «Era pura justicia, querida hija, que fueseis la primera en hacerme reír después de haberme hecho llorar tanto. Lo que me decís de monsieur Busche es original: es lo que en el arte retórica se llama agudeza» le escribe en otra ocasión. Y lo cierto es que la marquesa no esquiva un solo tema: «las modas, los embarazos que enferman a las mujeres, la querella de los antiguos y los modernos, las murmuraciones de la corte o la fugacidad de la vida, todo lo abarca esta mujer imparable en la vida pública de su tiempo que posee las virtudes analíticas de una psicóloga, el apasionamiento de una novelista y la sagacidad de una filósofa», escriben al respecto desde la editorial.
Un ejemplo de su afán por evitar las murmuraciones de la corte lo encontramos en una carta firmada en abril de 1671. Sévigné acostumbraba a partir sus cartas en varios fragmentos, pues empezaba a escribir en un momento del día y continuaba más adelante. Así sucede en esta ocasión también: retoma una carta que empezó por la mañana a las nueve de la noche, como indica con un epígrafe, tras haber dado un largo y extenuante paseo por las Tullerías: «La urbanidad de la que ha dado muestras monsieur de Grignan era totalmente necesaria para este año; lo hecho, hecho está; aun así, para el año que viene será mejor de que de buena fe monsieur de Grignan sea el solicitador del secretario del gobernador; pues, de otro modo, parecería que lo que ha ofrecido vuestro marido son solo palabras; hay que evitar, por encima de todo, que las acciones no se ajusten a ellas».
A propósito de las modas habla, por ejemplo, del chocolate. Sí, porque el chocolate había llegado a Europa recientemente, introducido por los españoles, y se consumía principalmente entre la realeza y las clases altas, que le atribuían, en un primer momento, propiedades digestivas y estimulantes. Por eso la marquesa, que en un primer momento sucumbe a ese brebaje llegado de la Península, reflexiona así sobre él en otra de las cartas a su hija: «El chocolate ya no es lo que era para mí: la moda me ha arrastrado, como me ocurre siempre. Los que antes me hablaban bien de ese remedio, ahora me hablan mal: lo maldicen, lo acusan de todos los males; es el origen de los vapores y de las palpitaciones».
Su vida estuvo marcada por las separaciones y los reencuentros con su hija: en 1964 Madame de Grignan, la hija de Sévigné, retorna a Provenza tras haber pasado junto a su madre prácticamente los últimos cuatro años entre París y Provenza. El duelo por la separación física de su hija lo expresa sin tapujos una vez más: «En mi carta únicamente os hablaba de mi tristeza y del daño que me había hecho, a mi pesar, nuestra separación; del miedo que me daba esa casa, donde todo me hería, y os decía también que, si no tuviera la esperanza de ir a veros en breve (y seré breve), temería mucho por esta hermosa salud que vos tanto amáis». Amor enfermizo, con literalidad, en este caso.
Todo lo comparte Madame de Sévigné con su hija, las reflexiones más variopintas, los asuntos más prosaicos y también los más elevados. Eso sí, leyendo la obra nos queda la curiosidad por saber en qué tono le contestaba la condesa a tanto requerimiento (no se conservan las misivas de vuelta), pero yo me la imagino cariñosa aunque prudente, sin seguir el juego estrictamente a su madre, guardando una sana distancia y un tanto abrumada por las excesivas atenciones en que se deshace su progenitora. Es un suponer, claro está, porque de lo único que disponemos es de las profusas muestras del amor en llamas que la marquesa sintió por su hija y de las que ahora podemos disfrutar todos los que no dominamos la lengua de Voltaire.