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¿Qué fue del humor negro?

«Parece como si hoy dicho concepto estuviera proscrito en aras del buenismo mal entendido y lo políticamente correcto»

¿Qué fue del humor negro?

La familia Addams. | Wikimedia Commons

¿Ya han visto ustedes algún episodio de Miércoles? Salvo que hayan estado hibernando, sabrán que la teleserie de Tim Burton para Netflix es número uno en 83 países y, con 1.020 millones de horas visionadas en las primeras semanas de emisión, va camino de igualar el récord absoluto de audiencia de Stranger Things 4. Para una relato que mezcla el drama adolescente con elementos sobrenaturales y toques de suspense, no está nada mal. 

La actriz principal (Jenna Ortega) borda el personaje de jovencita siniestra superdotada e incluso es trending topic en Instagram y Tik Tok con miles de imitaciones de su peculiar baile gótico inspirado en las actuaciones ochenteras de Siouxsie and The Banshees. Por su parte, Burton puede apuntarse un nuevo éxito en su abultado currículo de entretenidísimas producciones audiovisuales entre oníricas y fantasiosas. Y para colmo el proyecto, que ya anuncia segunda temporada para finales de 2023, rescata del olvido a la Familia Addams, confiriéndole todo el protagonismo a la tétrica –y hasta ahora discreta– hija del extravagante matrimonio formado por Gómez y Morticia Addams. ¡Bien por todo ello!

Para los fans de esta familia ficticia, creada por el caricaturista estadounidense Charles Addams en 1938 para la revista The New Yorker y luego convertida en serie televisiva por la cadena ABC –¡para enfrentarse a Los Munster que triunfaban en CBS!–, Miércoles se presentaba como una secuela más que ilusionante. No solo por el talento innegable del director-productor que hay detrás (Burton), sino porque recuperaba en cierta forma una estética y un apellido icónicos, cargados de nostalgia para algunos, asociados a la comedia macabra y la fascinación por lo espeluznante y lo tenebroso.

«¿Qué han hecho con ese desconcertante y disparatado humor negro que era marca de la casa Addams?»

Lamentablemente, el guión original del creador de Eduardo Manostijeras (1980) fue debidamente pulido –lo previsible, con las acciones de Netflix en caída libre en el Nasdaq– para no asustar ni un ápice al público familiar. Y el resultado final, a pesar de ser notable, se apoya fundamentalmente en el misterio, con un final épico, emotivo y casi ternurista. Me alegro por ellos y por sus cifras de share, pero yo me siento un tanto estafado. ¿Qué han hecho con ese desconcertante y disparatado humor negro que era marca de la casa Addams?

Parece como si hoy dicho concepto estuviera proscrito en aras del buenismo mal entendido y lo políticamente correcto. Sin embargo, el humor negro forma parte de la historia de la creación artística, aunque no siempre ha sido aceptado en los púlpitos de la alta cultura; tildado habitualmente de género residual o, cuando iba firmado por autores incuestionables, considerado una debilidad temporal que había que tolerar pero en ningún caso aplaudir.

Filósofos tan respetables como Bergson, Freud o Nietzsche han estudiado esta variante del humor un poco extrema para concluir que su enfoque hilarante o sencillamente ridículo de situaciones de peligro, trágicas o dolorosas, que habitualmente generan miedo, conmiseración o lástima, es una forma como otra cualquiera de enfrentarse a la cruda realidad. Y hay pensadores contemporáneos que van más allá, sugiriendo que esta vertiente enfermiza del ingenio podría considerarse como el último recurso del ciudadano culto occidental para reír, dada la pérdida de ingenuidad y falta de espiritualidad para enfrentarse a una existencia finita. Pero nos estamos poniendo un poco espesos…

Para mí, este humor cínico y pesimista, que Charles Baudelaire bautizó como «lo cómico feroz» para describir el tortuoso universo de Los caprichos de Goya, tiene la rara capacidad de subvertir nuestros prejuicios morales, apelando a la inteligencia y la imaginación, para mostrarnos desde una perspectiva ridícula que no hay que tomarse la vida tan en serio. Y eso me renta.

Sin tener que remontarnos a los griegos o al Renacimiento –¡atención a los bromazos oscuros presentes en El Lazarillo de Tormes o en las obras de Cervantes, Quevedo y Rabelais!–, en los últimos siglos dicha mascarada humorística ha sido un arma recurrente para que las manifestaciones artístico-culturales más inclasificables subvirtieran el orden establecido o denunciasen situaciones inaceptables, salpimentando su discurso de ironía, parodia o sarcasmo. Al mismo tiempo, hay gente que, carente del debido distanciamiento, no siempre encaja con deportividad esta clase de guasas por considerarlas crueles, inoportunas y frívolas. O sea que, antes de revelar su devoción por el humor negro –ya sea en soporte de libro, filme o espacio televisivo– al primer individuo con el que hayan trasegado un negroni, asegúrense de que comparten la misma longitud de onda.

Solo a un chiflado surrealista como André Breton se lo habría ocurrido publicar, en la Francia ocupada, la primera Antología del humor negro (1940), que fue inmediatamente prohibida por el régimen colaboracionista de Vichy. Aquella compilación de 45 autores acuñó para siempre el término de humor negro y contribuyó a dar a conocer a numerosas firmas entre las generaciones de lectores posteriores. 

De todos los citados por Breton, yo me quedo con Jonathan Swift que, en su obra Una modesta proposición para evitar que los hijos de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o su país (1789), propone paliar las hambrunas y la crisis económica por la que atravesaba Irlanda comiéndose a los bebés de los pobres.

«Me ha asegurado un entendido que un tierno niño saludable y bien criado constituye, al año de edad, el alimento más delicioso, nutritivo y sano, ya sea, estofado, asado, al horno o hervido; y yo no dudo que servirá igualmente en un fricasé o en un guisado», sugiere el autor de Los viajes de Gulliver (1726). Un perfecto cafre, vaya.

Y mi otro favorito entre tantos literatos estrafalarios es Thomas de Quincey, con su Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes (1827), que propone examinar el homicidio bajo criterios estrictamente estéticos. «El objetivo final del asesinato es el mismo de la tragedia según Aristóteles, es decir purificar el corazón mediante la piedad o el terror», apunta el también firmante del autobiográfico Confesiones de un inglés comedor de opio (1822).

Pero hay muchos más nombres dignos de ser tenidos en cuenta por los devoradores de libros desprejuiciados, desde los conocidos Edgar Allan Poe, Lewis Carroll, Villiers de l’Isle-Adam, el Conde de Lautréamont, Alfred Jarry o Apollinaire hasta figuras más oscuras como Georg Christoph Lichtenberg, con sus Aforismos, o Joris-Karl Huysmans, cuyo A contrapelo (1884) llegó a ser traslado al script por Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière para un proyecto de película que nunca se concretó.

Y aquí llegamos a la era moderna del humor negro. Si el ensayo o la novela ya resultaban un poderoso vehículo de difusión para esta variante de la comedia más destroyer, ya habrán intuido lo mucho que puede ganar en turbación y angustia tan singular chanza asociada a unas imágenes inquietantes. Piensen en las filmografías de los hermanos Coen, Tarantino o nuestro admirado Tim Burton. Recuerden series como Fargo o A dos metros bajo tierra, pero también dibujos animados como Futurama, Los Simpson, South Park, Family Guy o Bojak Horseman. ¿A que se han sentido descolocados en ocasiones con alguna escenita pasada de vueltas?

Como yo siempre soy más partidario de sugerir que de mostrar explícitamente, pienso que no hace falta llegar al extremo de lo incómodo o lo escatológico para provocar un poco de inquietud o de zozobra en el espectador. Me vienen a la cabeza espléndidos ejemplos pretéritos de largometrajes en blanco y negro rebosantes del humor más oscuro, tales como El cochecito (1960), Plácido (1961) o El verdugo (1963), a mayor gloria del guionista Rafael Azcona. ¿Y qué me dicen de El quinteto de la muerte (Alexander Mackendrick, 1955) o Arsénico por compasión (Franck Capra, 1944) o Los seres queridos (Tony Richardson, 1965)?, que es precisamente una adaptación al celuloide de Evelyn Waugh, otro gran novelista, seguidor de esta irritante corriente, en cuyo mismo linaje incluiría otras firmas imprescindibles como Kurt Vonnegut, Roald Dahl, Philip Roth o Tristan Maya.

Precisamente por iniciativa de este último, existe en Francia desde 1954 el Grand Prix de l’Humour Noir, que tiene por objetivo «premiar a los autores que mejor sepan hacer reír en una situación catastrófica». «Esto incluye –explica el jurado– evocar con distanciamiento o incluso con diversión las cosas más horribles o más contrarias a la moral imperante. Por eso el humor negro, que nos hace sonreír ante las cosas más serias, es potencialmente un arma de subversión. Este humor es necesariamente fuente de vergüenza, en la medida en que la risa que provoca debe avergonzar la persona que ríe entre su reacción natural, la risa, y su reacción refleja, el horror o el asco».

Una pena que, en la primera temporada de Miércoles, nos hayan escatimado esta faceta esencial de una familia tan alegremente truculenta y disfuncional. Sin ella, los Addams asemejan una parodia casi irrelevante de sí mismos. Y hacen falta un poco más de travesuras y de irracionalidad en las ficciones que consumimos para enfrentarnos cotidianamente a la desesperanza y la amargura.

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