Elizabeth Duval: «No se puede hacer política desde el rencor»
La filósofa habla con David Mejía sobre ‘Melancolía’, su último ensayo, y sobre Pablo Iglesias, Yolanda Díaz y el futuro de Podemos
Elizabeth Duval (Alcalá de Henares, 2000) es escritora y colabora con varios medios de comunicación. Estudió Filosofía y Letras Modernas en la Sorbona de París y ha cultivado los géneros de poesía (Excepción), novela (Reina y Madrid será la tumba) y ensayo (Después de lo trans). Su última obra, Melancolía (Temas de hoy, 2023), reflexiona sobre la dimensión política de conceptos como la nostalgia, el amor, la patria o la familia.
PREGUNTA.- En uno de los ensayos de tu último libro hablas de tu madre y de la herencia política que has recibido de ella: una mujer que empezó a trabajar a los 17 años como camarera de piso y que era fiel votante del PSOE, aunque no especialmente politizada. ¿Cómo ha influido en ti?
RESPUESTA.- Cuando digo lo de ‘no politizada’ me refiero a que en mi casa no se hablaba de política. Viví con mi madre y con mis abuelos en Plasencia, de los tres hasta los nueve años. Por su procedencia, mi madre siempre había sido votante del PSOE, pero en cierta medida por inercia. Su primer matrimonio fue muy pronto, cuando ella tenía 16 años. Se quedó embarazada y empezó a trabajar poco después, como camarera de piso, simultaneando otros trabajos. Y fue muy desolador descubrir hace poco que, como había trabajado muchísimo en negro, solo tenía seis años cotizados. Yo tampoco estaba muy politizada en ese momento, me politicé después, por mi cuenta, sobre todo en redes. A nivel político, mi madre me inspira retrospectivamente.
P.- Tu madre, por su oficio, es víctima de la precarización y de la externalización. Y eso a ti te arma emocionalmente para la política. ¿Qué te ha influido más, tus lecturas o esa mirada hacia las personas que sufren?
R.- Creo que hay un momento en que los afectos orientan tus lecturas. Y como eres sensible a ciertas cosas, acabas leyendo primero ciertos temas aunque luego leas también las refutaciones del otro bando. Sucede así en el capítulo en el que hablo de la política racionalista y la política del deseo. Superando esa noción de Sánchez-Cuenca de la superioridad moral de la izquierda, hablo de la presunta superioridad racional de la izquierda. Se trata de esta tendencia, que también se da un poco en la derecha, a considerarse racional y objetivamente portadores de una verdad superior, y portadores de mejores argumentos que los del adversario político. Este último es considerado un cretino, un imbécil que no tiene lecturas. Por eso, cuando se encuentran con un derechista culto, se sorprenden ante la posibilidad de que exista tal cosa. Creo que en ambos casos hay una orientación irracional de lo que perseguimos y de qué valores morales priorizamos.
«No hay nada bello en perder»
P.- En la primera parte del libro hablas sobre la felicidad y discutes la posición de Sara Ahmed.
R.- En su libro La promesa de la felicidad hace toda una crítica de la felicidad, y un elogio de las posibles vías o libertades que abre la infelicidad. Pero me parecía que había cierta impostura porque no me imaginaba a Sarah Ahmed como alguien infeliz. En esa línea, Enzo Traverso en Melancolía de izquierda: Después de las utopías también plantea un elogio del temperamento melancólico y nostálgico, e incluso del fracaso. Esto es, habla de las viejas batallitas al estilo de «qué cerca estuvimos de ganar, pero al final fuimos aplastados. Qué bello fue aquel momento de la pérdida». Nunca me ha resultado particularmente seductor ningún planteamiento que viviera enamorado del fracaso, para mí los fracasos son fracaso, las derrotas son derrotas. Se puede aprender de ellas y se puede considerar que hay algo bello en ese momento, pero no hay nada bello en perder. No hay nada bello en ser el eterno perdedor, que es una posición con la cual una parte de la izquierda también se ha conformado mucho.
P.- Vinculas con la izquierda estos estados de ánimo colectivos. La relacionas no solamente con la infelicidad, sino con una serie de emociones negativas.
R.- Yo creo que las emociones negativas de ese tipo ‒pasiones tristes o ánimos melancólicos‒ también están en una parte de la derecha. Lo que pasa es que la mutación neoliberal de los 80 propició una asociación mucho más inmediata de la derecha con la euforia. Pienso, por ejemplo, en Valencia en los años del despilfarro, donde hay una grandísima corrupción y, sin embargo, había un goce o cierta exhibición del placer. Sí que es cierto que los modelos utópicos de la izquierda han sido más exacerbados, y que esa distancia entre la realidad y el deseo, entre lo que se promete y lo que luego llega realmente a su consecución, produce una melancolía o una sensación de pérdida mayor.
En este sentido, hay una izquierda que sueña con la gran noche de la revolución, y que hasta que no llegue un sistema socialista nunca va a estar conforme, siempre va a estar insatisfecha. Y ese deseo insatisfecho, vinculado a todos los fracasos a la hora de intentarlo y a las imágenes nostálgicas de los momentos en los que se intenta, genera esa vinculación con la melancolía. En mi libro un paralelismo que se establece con fenómenos más recientes, como el 15-M. En su origen, este último surge frente a la precariedad o la pauperización de las clases medias, y se carga de ilusiones y esperanzas. Pero con el tiempo, lo que era un estallido social inicial puede convertirse en una nostalgia del objeto perdido. Hay un riesgo de perderse en ese pasado mitificado o en ese pasado idealizado, convertido en una memoria melancólica.
P.- En el caso del 15-M, tienes la ventaja de haberlo estudiado como un fenómeno que viviste desde la televisión, siendo una niña, y con el que puedes mantener distancia. ¿Sientes la tensión generacional entre quienes han vivido esos acontecimientos y quienes los habéis trabajado desde una perspectiva más teórica?
R.- Me gustaría que ese trabajo teórico sirviera casi de vacuna: como te has inyectado un 15-M muerto, tu cuerpo ha generado los anticuerpos necesarios para combatirlo. Así no vives necesariamente el mismo proceso de ilusión del tipo «este es el momento histórico de mi generación, y después de esto se acaba, y vamos a recordarlo con melancolía hasta que lleguemos a la muerte». Yo espero que, por haberlo podido mirar con algo de distancia crítica, en mi caso no sea así. Pero, claro, cada generación tiende a reprocharle a la siguiente sus mitos: «Yo corrí delante de los grises»; «yo viví la Transición», «yo he vivido el 15-M».
P.- La historia pensada en hitos generacionales.
R.- Es un error insistir demasiado en las generaciones, porque esos grandes acontecimientos son transgeneracionales. Hay una forma de inducción a la nostalgia que tiene que ver con ese modo de pensar todo generacionalmente. También lo veo en la tendencia de algunas personas a depositar una suerte de esperanza desmedida en las generaciones venideras. Por ejemplo, se alegran de que la generación más joven esté preocupada por el ecologismo, haciendo una especie de retrato falso y mitificado de ellos. Como si el voto a la extrema derecha no fuera mucho más elevado entre esos mismos jóvenes. Igualmente, es un problema esa concepción del evento político como algo que tiene que suceder cuando eres joven. En la izquierda hay muchas figuras relevantes de los últimos años que no son precisamente jóvenes, como Manuela Carmena, Bernie Sanders o Jeremy Corbyn. Creo que hay que abandonar el pensamiento generacional porque lastra bastante.
P.- Uno de los productos más evidentes del 15-M es Podemos. No porque Podemos sintetice las proclamas del 15-M, sino por la audacia de Pablo Iglesias a la hora de recoger esa indignación y ponerla al servicio de un proyecto. Sin embargo, Podemos parece que está ahora en un momento difícil, después de algo menos de 10 años de aquellas elecciones europeas en las que ocupó por primera vez puestos institucionales. ¿Cuál es tu lectura retrospectiva del partido, desde su surgimiento hasta su momento actual?
R.- Estoy muy de acuerdo con la parte que tiene que ver con la absoluta inteligencia política en la construcción de Podemos. En el podcast sobre la intrahistoria de Podemos, Compañeros, alguien daba una hipótesis que creo que es muy certera. Decía que Podemos tal como lo conocemos en la actualidad no habría surgido si no fuera porque, en ese momento, por culpa de la crisis, cesó la convocatoria de plazas para profesores universitarios. La crisis tuvo unas consecuencias directas en ellos, y eso provocó que tuvieran que buscar otras salidas. Esa hipótesis del origen de Podemos añade un elemento sociológico muy interesante para explicar su auge. En cuanto a por qué está ahora en fase de declive, creo que el primer Podemos, el de 2014, tenía unas hipótesis que se parecen muy poco a lo que hoy es la tesis general del partido. Hay unas declaraciones que en su momento hizo Pablo Iglesias sobre Cayo Lara y sobre Izquierda Unida que guardan paralelismos con lo que es la situación actual de Podemos. En una entrevista en Público en 2015, refiriéndose a Izquierda Unida, Pablo Iglesias dijo: «Cuécete en tu salsa llena de estrellas rojas, pero no te acerques, porque sois precisamente vosotros los responsables de que en este país no cambie nada». La ambición inicial de Podemos dio lugar a toda una máquina de guerra electoral. Pero tras su integración en el Gobierno como socio minoritario, poco a poco se fueron convirtiendo en lo que podía ser Izquierda Unida antes que ellos. Cuando comprueban que ya no es posible el sorpasso al Partido Socialista, hay algo que muere o empieza a morir ahí. Desde entonces, la tendencia al repliegue y a la bunkerización se ve muy reflejada en la tendencia obsesiva a ser el dique de contención para que no llegue un gobierno de derechas. Eso tiene muy poco que ver con las ambiciones iniciales de un proyecto transformador como era Podemos.
P.- Aquel Podemos también pretendió ser un proyecto abierto y polifónico.
R.- Hay una línea que en su día hubiera sido completamente absurda por parte de Podemos, que tiene que ver con la institucionalización como partido, con una pertenencia militante muy firme, muy arraigada y con la reivindicación de sus señas de identidad, que en realidad son falsas tradiciones de muy reciente construcción. En torno a 2019, desde Podemos se empieza a deslizar una especie de vinculación histórica con el hilo rojo representado por el Partido Comunista en España. En la portada del libro Verdades a la cara de Pablo Iglesias, sale él y de fondo una foto de la fiesta del PCE. En lugar de tratar a Podemos como quien representa esa hipótesis transformadora surgida del 15-M, se le incluye de repente en un relato histórico donde son los continuadores del Partido Comunista. Y de repente, quien parece recuperar ahora elementos de la hipótesis del primer Podemos son los del Partido Comunista y los de Izquierda Unida. Así que hay una especie de intercambio de papeles que resulta muy curioso. No obstante, para mí hay un error muy grande en esa reivindicación del linaje comunista.
P.- ¿Y a qué achacas el temperamento que está demostrando Pablo Iglesias últimamente? Incluso ha tenido una ‘enganchada’ virtual contigo, a la que tú has respondido con mucha educación.
R.- Mis críticas al discurso de Podemos no han cambiado desde hace años. En 2021 escribí en Público artículos muy duros con lo que era la tendencia de la dirección de Podemos en ese momento. Por ejemplo, en «¡Despierta, Podemos, despierta!» escribí de forma muy dura sobre la Asamblea Ciudadana. Mi posición no ha cambiado, y sin embargo desde finales de 2022 hasta ahora, ha habido por parte de Pablo Iglesias una tendencia muy clara a considerarme una enemiga, aunque yo no hubiera cambiado de posición. Y que alguien empiece a considerarte una enemiga sin que lo que dices cambie es algo que me parece sospechoso. Puedo entender, y lo he dicho en muchas ocasiones, que psicológicamente le afecte el acoso al que le han sometido, a él y a su familia, en su casa. Es una cosa que hace mella y es algo a lo que nadie tendría que estar sometido. Pero situaciones como esa no tendrían por qué conducir a una línea política de mayor bunkerización, hasta el punto de la paranoia y de ver absolutamente a todo el mundo como enemigos potenciales.
P.- Enemigos muy cambiantes, por cierto.
R.- Leía el otro día un tuit muy inteligente que comparaba las metáforas que se han utilizado desde Podemos a lo largo del tiempo. Han ido descendiendo de niveles. Empezamos con la casta: los de arriba. Pasamos a la trama, que ya es una cosa que media entre todos nosotros. Y después pasamos a las cloacas. Se produce un descenso que acaba siendo muy conspiranoico. Sospecho que eso explica el hecho de que yo, de repente, sea tildada por una parte de ese espacio -no toda: conservo relación con mucha gente de Podemos- como una enemiga potencial. Se trata también de imponer su versión de los hechos, su versión sobre lo que está sucediendo, que es muy falsa. Una estrategia comunicativa que he visto muchas veces utilizar a Pablo Iglesias es decir: «Los medios os van a decir que…». Esto lo decía preventivamente, para que cuando los medios dijeran algo que pudiera ser cierto, él pudiera decir: «Os dije que los medios dirían esto». Esto le servía como coartada para tener la potestad de avisar de que esto ya iba a suceder.
P.- ¿Qué quiere Pablo Iglesias?
R.- Aquí hay divergencia de opiniones. Yo he escuchado a mucha gente decir que en el fondo, Pablo Iglesias querría que gobernara la derecha para convertirse en altavoz mediático contra ella, desde la oposición. Pero yo, intentando ser generosa con la postura de los demás, no concibo tanta maldad en Pablo Iglesias. Creo que hay una cuestión irracional. Es decir, muchas veces queremos algo sin saber lo que queremos. O ni siquiera queremos una cosa, sino que simplemente somos movidos por ciertos afectos irracionales que nos hacen reaccionar de formas muy determinadas. No creo que haya ningún plan malévolo o diabólico por parte de Pablo Iglesias. Creo que tiene mucho más que ver con Pablo Iglesias sintiéndose traicionado. Construye una narrativa en la cual es traicionado muchas veces, una y otra vez; es una narrativa que se repite en su cabeza.
«Pablo Iglesias es incapaz de soltar las riendas»
P.- ¿Se siente traicionado por considerar que tiene un derecho vitalicio para para liderar el proyecto?
R.- Además de eso, también porque hay una exigencia de lealtad. Esa concepción de la lealtad que él repite muchísimas veces en Verdades a la cara trasluce lo que hay detrás de sus sentimientos de traición. Por otro lado, en su cruzada contra los medios de comunicación hay un componente que tiene que ver con el daño que le han hecho los medios, en muchos casos justificado. Hay un punto de rencor. Yo creo que difícilmente se puede hacer política o buena política desde el rencor. Pero él es incapaz de soltar las riendas. Es incapaz de dejar de dar instrucciones, y además, en ningún caso pueden ser instrucciones buenas porque están contaminadas por demasiadas pasiones tristes como para sacar nada provechoso.
P.- La figura de Yolanda Díaz, a la hora de liderar lo que se llama «el espacio a la izquierda del PSOE», evita la violencia verbal, la confrontación permanente y ese rencor del que hablas. Por lo menos, aparentemente.
R.- Yo lo matizaría. La escalada discursiva de Podemos no es una cosa que, incluso en las facciones internas del partido, se haya concebido siempre igual. Por ejemplo, en el spot sobre la Fiesta de la Primavera que emite Podemos, hay una apelación a un antiguo militante del Partido Comunista donde dice: «Nosotros somos también esos militantes que no pertenecían a Podemos, pero que se sienten decepcionados cuando sus ministros se ponen de lado en cuestiones como la OTAN o el envío de armas a Ucrania…».
¿Qué sucede? Podemos es una formación muy joven. Es una formación que, a no ser que reivindique esa filiación ficticia, no tiene tradición política. En 2014, Podemos discutía con Izquierda Unida porque Podemos era proOTAN. O sea, la posición de Podemos varía radicalmente entre lo que fue y lo que es ahora. Las banderas que Podemos sostiene en este momento no son banderas que sostuviera en 2015 o en 2014. Los diputados del Partido Comunista en el Congreso han votado en contra de enviar armas a Ucrania. En cambio, las ministras de Podemos se han abstenido. Es como una especie de falsa invención de una tradición que poco tiene que ver con lo que realmente son. Y creo que tanto esa rabia como el discurso conspiranoico son algo que está muy presente en 2019, después de todo el ciclo de tensiones, dolor, purgas, errores internos y externos que se da entre 2016 y 2019. Pero ya entonces, Podemos está muy cambiado respecto a lo que representó en las dos primeras elecciones generales.
P.- En el ‘proceso de escucha’ planteado por Yolanda Díaz hemos conocido un movimiento emergente al que ha desatendido, la izquierda ‘jacobina’, que probablemente encontraría tensiones con facciones como Compromís o como los Comunes.
R.- En primer lugar, por cómo está constituida España, es muy difícil que un movimiento de izquierda jacobina tenga realmente una cantidad de votantes suficientes como para ser electoralmente relevante. Y lo digo habiendo estudiado en Francia y teniendo cierta tendencia francófila de espíritu, que hace que también tenga cierta tendencia jacobina. El Jacobino, por ahora, tampoco es un partido. Ni siquiera es una organización. Si Yolanda Díaz tuviera que reunirse con cada ONG de España no acabaría nunca. Y el Jacobino tampoco tiene la legitimidad política que tienen otros partidos con los que pueda haber comenzado a negociar Yolanda. No tiene el peso para iniciar una negociación de ese tipo. Insisto en que las singularidades territoriales en España hacen difícil un planteamiento como ese. En Francia ha habido un proceso de uniformización del Estado y de uniformización de un relato nacional que pasa por la educación nacional pública a finales del siglo XIX. Es una educación que construye franceses. En cambio, en España no hubo una unificación de la educación que construyera ciudadanos de España. Esto hace que en España cualquier propuesta de recentralización sea prácticamente imposible. Por ejemplo, en el momento actual, si propusieras la eliminación del cupo vasco, lo que tendrías sería una fuerza del movimiento independentista vasco como nunca la has tenido antes.
P.- Este es un libro en el que no se habla tanto de política como de emociones. Hablas de una relación de pareja y mencionas la tensión que existe entre el placer y la culpabilidad.
R.- Del amor a partir de la pareja, que es la dupla más básica en la que se puede pensar más allá del individuo, se pasa en el libro a una reivindicación de la comunidad, también a través del amor por el otro. Y de ahí, se pasa a una discusión bastante larga sobre la noción de patria. Son hilos conceptuales un poco complicados. En la parte a la que te refieres, había un punto de sentirme impostora antes de comenzar, porque justo cuando empiezo a escribir este libro, que tiene mucho que ver con los lazos que nos unen frente a la erosión provocada por un capitalismo neoliberal, me veo inmersa en la ruptura con mi expareja. Casi llego a ese punto de «haced como digo, pero no como hago». Es una dialéctica complicada la que tiene que ver con la conservación de los vínculos de pareja, con el deseo y con la culpa. En un momento dado, hago referencia a un artículo que escribí para Rockdelux hace unos cuantos años, en el que hablaba también de los debates sobre el poliamor, la monogamia, etcétera. Y de cómo había cambiado mi parecer en relación a algunas cosas que comentaba en ese artículo, que era en parte una defensa de la monogamia, sin demonizar tampoco otros modelos relacionales. Y una de las cosas en las que había cambiado de opinión tiene que ver con la culpa como una fuente muy perversa, pero también muy poderosa del deseo.
P.- Reniegas de una frase que dice: «Vivimos en la primacía del placer frente a la culpa».
R.- Cuando escribí esa frase hace años, me refería al consumo de cuerpos disfrazado de poliamor: una inestabilidad de encuentros muy fortuitos, sin ninguna culpa y sin ningún tipo de responsabilidad.
P.- Entiendo que hablas de un consumismo afectivo que relacionas con el neoliberalismo. Este deseo de consumir de una manera efímera, de usar y tirar.
R.- Claro, se trata de buscar la descarga de placer: la oxitocina, la dopamina y ya está. La adrenalina del encuentro nuevo simplemente por la vocación del encuentro nuevo. En ese artículo me refería también a lo que escribió Gil de Biedma en «Pandémica y Celeste»: la contraposición entre los trabajos de amor disperso y el verdadero amor, al cual Gil de Biedma hace referencia. Hay una parte del verdadero amor que, aunque haya cambiado de opinión, sigo defendiendo encarecidamente. Creo que sintiéndonos culpables experimentamos una grandísima cantidad de placer. En ese sentido, retomo esa frase de San Agustín en las Confesiones: «Dame, Señor, la castidad y la continencia, pero no ahora». Sobre todo, me fijo en lo que escribe a continuación: «temía que me escucharas pronto y me sanaras presto de la enfermedad de mi concupiscencia, que entonces más quería yo saciar que extinguir». Hay reivindicación de una culpa que se experimenta, pero al mismo tiempo se está sintiendo la culpa, casi parece que la culpa es motivo de mayor goce. Esa es una parte del libro que no está en absoluto cerrada. Aunque proponga una tesis final, es una parte muy contextual. Se debe mucho al momento en que está escrita.
P.- Terminamos con la pregunta habitual, ¿a quién te gustaría que invitáramos a Vidas Cruzadas?
R.- Hay un amigo mío inmensamente talentoso, Rodrigo García Marina, que acaba de sacar un libro, Los prodigiosos gatos monteses. Es médico, filósofo, poeta, escritor y un tipo inmensamente inteligente.