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Historias de la historia

Adiós al último Papa español

La muerte de Alejandro VI, en agosto de 1503, se rodeó de la leyenda de que se había envenenado a sí mismo sin querer

Adiós al último Papa español

Retrato atribuido de Berruguete de Alejandro VI, papa de la iglesia católica entre 1492 y 1503 | Museos Vaticanos

1492 fue el «año maravilla» de la Historia de España. Los Reyes Católicos conquistaron Granada, culminando así la empresa histórica de la Reconquista, que había durado ocho siglos. Colón y las tres carabelas llegaron al Nuevo Mundo y, por si fuera poco, en Roma fue elegido un Papa español, Rodrigo de Borja, que tomaría el nombre de Alejandro VI. 

Precisamente la repercusión que tuvo en Roma la conquista de Granada, que hacía de España un país unánimemente cristiano, determinó la decisión de un cónclave en el que Rodrigo de Borja no era favorito frente a dos pesos pesados de la aristocracia italiana, el cardenal Sforza, hermano de Ludovico el Moro, duque de Milán, y el cardenal Della Rovere, que posteriormente llegaría también a Papa como Julio II.

«Fruto de aquella política animada por Alejandro VI es la actual existencia de Ceuta y Melilla como partes integrantes de España»

La política internacional del nuevo papa-rey, pues el sumo pontífice ejercía una soberanía territorial sobre el centro de Italia, fue claramente favorable a España. Confirmó el título de Reyes Católicos para Isabel y Fernando, vinculándolo de forma perpetua a la Corona española, de manera que hasta Felipe VI ostenta actualmente el título de Rey Católico. Legitimó las conquistas en el Nuevo Mundo, siempre que la colonización española fuese acompañada de cristianización, como se hizo, y extendió este derecho al Africa, lo que impulsó la ocupación por España de distintas plazas norteafricanas, desde Melilla hasta Trípoli, en Libia. Fruto de aquella política animada por Alejandro VI es la actual existencia de Ceuta y Melilla como partes integrantes de España.

Alejandro VI fue también el mentor del Tratado de Tordesillas que, literalmente, dividía la propiedad del mundo entre España y Portugal, tomando un paralelo a 370 leguas al oeste de Cabo Verde como divisoria. Todos los nuevos territorios a occidente de esa línea -es decir, las Américas- eran de derecho para España, mientras que los situados a oriente -Africa, la India, Indonesia o China- correspondían a Portugal. La excrecencia del continente sudamericano, que en el momento de la firma de Tordesillas se desconocía, hizo que el Brasil también cayese en la órbita de Portugal.

Esta política exterior del Papado provocó una gran hostilidad entre las potencias rivales de España, Francia, Inglaterra o los rebeldes protestantes de los Países Bajos, lo que luego sería Holanda. Estas naciones, que militarmente se sentían inferiores a España, habían desarrollado eficaces maquinarias de propaganda política, que generaron la Leyenda Negra antiespañola. Esa Leyenda Negra se extendió también Alejandro VI, y a ella se sumaron los muchos enemigos que el Papa tenía en Italia, por su política de reforzamiento de los Estados Pontificios, utilizando para ello el genio militar y político de su hijo César Borgia, uno de los modelos de El Príncipe de Maquiavelo.

Ciertamente Alejandro VI no llevaba una vida ejemplar, tuvo al menos 9 hijos con tres o cuatro mujeres distintas, aunque eso no era nada extraordinario en la época, y hubo varios papas con hijos reconocidos. Sin embargo en el caso de Alejandro VI se elaboró una figura de depravación extrema, brutal, demoníaca podríamos decir, que culminaba en el incesto y asesinato de su hija Lucrecia Borgia, una patraña sin pies ni cabeza. Tanto se cargaron las tintas contra el Papa Borja, que siglos después, cuando los ilustrados franceses elaboraron un compendio del saber como La Enciclopedia, sintieron la necesidad de reivindicar su figura. El encargado de ello fue alguien por encima de toda sospecha, Voltaire, un anticlerical militante que nunca perdió ocasión de atacar a la Iglesia católica, y que sin embargo desmiente las calumnias vertidas sobre Alejandro VI.

Banquetes peligrosos

Un ejemplo famoso de esas calumnias fue la crónica del «Banquete de las Castañas», supuestamente escrita por el propio secretario de Alejandro VI. Allí se cuenta una fiesta organizada por César Borgia en el Palacio Apostólico, con asistencia de su padre el Papa y su hermana Lucrecia, en la que 50 prostitutas desnudas gateaban por el suelo recogiendo castañas, poniéndose a tiro de los cardenales, que hicieron un concurso de fornicación. Los que «conocieron carnalmente» más mujeres recibieron premios consistentes en vestiduras eclesiásticas.

Traemos a colación el Banquete de las Castañas porque esta idea de tremendas orgías en las que podía pasar de todo daría lugar precisamente a la leyenda sobre la muerte de Alejandro VI.

El 6 de agosto de 1503 el Papa y su hijo César acudieron a un banquete en la villa campestre del cardenal Adriano di Corneto, que había sido secretario privado de Alejandro VI. Poco después de la fiesta casi todos los comensales enfermaron gravemente con fiebres y vómitos. La medicina de la época recurría alegremente a las sangrías para cualquier enfermedad, y tanto Alejandro VI como su hijo fueron sometidos a ellas. César Borgia, que era uno mozo joven y fuerte, sobrevivió, pero el Papa falleció al cabo de una semana de fuertes calenturas, el 18 de agosto.

Era un tórrido verano en el que había alcanzado gran virulencia una enfermedad endémica de Roma, el paludismo o malaria, y toda la historiografía seria coincide en señalar a ésa como la más probable causa de muerte de Alejandro VI, pero su cadáver presentaba un repugnante aspecto, hinchado, ennegrecido, con una lengua que no le cabía en la boca, y naturalmente se extendió el rumor de envenenamiento. Lo curioso, lo que muestra los prejuicios de la Leyenda Negra anti-Borgia, es que no buscaron a hipotéticos asesinos del Papa, sino que dijeron que había sido él mismo, o su hijo César, el envenenador, aunque un error les había hecho beber a ellos también el veneno.

«Que no se volviese a elegir un sumo pontífice español no quiere decir que terminase la influencia de España sobre Roma»

Alejandro VI fue enterrado junto a su tío el Papa Calixto III, en una iglesia pegada a la basílica de San Pedro significativamente llamada Santa María de la Fiebre, en alusión a las muchas víctimas que causaba en Roma el paludismo.  Sería el último de la breve nómina de papas españoles, que completaban el Papa Luna Benedicto XIII, y su tío Calixto III. Pero que no se volviese a elegir un sumo pontífice español no quiere decir que terminase la influencia de España sobre Roma, todo lo contrario.

Aún no se había cumplido un cuarto de siglo de la muerte de Alejandro VI cuando en 1527 el ejército de Carlos I de España asaltó Roma. Lo que ocurrió a continuación es lo que la Historia llama «el Saco de Roma», un pillaje de todo lo que tuviera valor, desde el plomo de las ventanas a todas las mujeres jóvenes, que duró ocho meses. El Papa Clemente VII Medici estaba virtualmente prisionero en el Castillo de Sant’Angelo, hasta que pagó un enorme rescate por su libertad, y para culminar la humillación al Sumo Pontífice, se le obligo a coronar a Carlos como Emperador Romano-germánico. 

Ese recuerdo traumático hizo que durante siglo y medio se temiese en la Santa Sede la cólera del rey de España, y aunque la política interna romana llevaba de vez en cuando a la elección de papas pro franceses, la mayoría de los pontífices de esa época eran pro españoles. Los enemigos de España no lo tenían fácil. Paulo IV (1555-1559), que por razones personales odiaba todo lo español y excomulgó a Carlos I y a Felipe II, se tuvo que humillar ante el duque de Alba cuando el ejército español apareció a las puertas de Roma.

Sixto V (1585-1590), que pretendía expulsar a los españoles de Italia y que excomulgó las corridas de toros, lo pagó después de morir, pues las turbas, espoleadas por el llamado «partido español» de Roma, derribaron su estatua. En cambio Clemente VIII (1592-1605) levantó la excomunión sobre los toros y mantuvo cordiales relaciones con Felipe III, al que legitimó como «rey de Jerusalén».

Fue Clemente VIII quien decidió trasladar los restos de Alejandro VI y de su tío Calixto III a la iglesia que mantenía la Corona de Aragón en Roma, Santa María de Montserrat, actualmente Iglesia Nacional Española de Santiago y Montserrat. Así nació lo que sería un auténtico mausoleo de los papas españoles, donde también sería enterrado el rey Alfonso XIII.

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