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El placer (revolucionario) de tocar las conversaciones de WhatsApp

La impresión de chats de redes sociales en libros refleja la necesidad reivindicada por una filosofía que lidera David Sax

El placer (revolucionario) de tocar las conversaciones de WhatsApp

WhatsApp en papel. | Alejandra Svriz

La memoria nos define. Sin embargo (o quizás justo por eso), su naturaleza es esencialmente difusa, a veces incluso se diría que caprichosa. Desde tiempos inmemoriales (nunca peor dicho), le inventamos anclas para evitar que vuele y se disipe. Uno de los trucos más entrañables, todavía colgando del recuerdo de generaciones que se resisten a desaparecer, es el de los álbumes de fotos. Hoy deberían estar en peligro de extinción. Sin embargo… Los tiempos virtuales han convertido aquella cualidad líquida de la hipermodernidad que criticaba Zygmunt Bauman en un gas más ligero que el aire. Y empezamos a cansarnos. Los gigantes de internet se están dando cuenta y se alían con aquellos inventos supuestamente pretecnológicos. Véase, por ejemplo, la tendencia de verter las conversaciones de WhatsApp en álbumes impresos: objetos físicos para tocar nuestro pasado. 

Jorge Carrión lo vio con claridad este mes de agosto en el que el deseo de posteridad se nos desmanda, y acertó a expresarlo (¿paradójicamente) en un post en X (el artista antes conocido como Twitter): «El libro en papel sigue siendo el único formato que asociamos con la memoria, el archivo, la pervivencia. Después de los álbumes que imprimen las fotos digitales, llegan los libros que encuadernan tus conversaciones por WhatsApp». La plataforma propiedad de Meta (el artista antes conocido como Facebook: el travestismo de las redes sociales empieza a oler) permite desde hace años unir fotos y vídeos de forma sencilla desde su propia aplicación. Pero la conversión en un libro físico supone una vuelta de tuerca notable. Una especie de revisión improvisada de la idea de Walter Benjamin sobre la obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica.

Cualquier usuario puede trastear la aplicación de WhatsApp y preparar un documento para mandarlo a una imprenta de confianza. Incluso hay aplicaciones como Tiny Books que facilitan el proceso. Pero la correcta edición de un libro (que de eso estamos hablando, al fin y al cabo) conlleva unas capacidades no tan sencillas. Dependiendo del resultado que se quiera obtener, la evaluación de las propias habilidades (o su ausencia) y las posibilidades de gasto, recurrir a profesionales puede ser una buena opción. Varias empresas se han lanzado (a través de internet, por supuesto) a comercializar la tendencia. Gente como Zapptales, que ofrece «Un regalo único. O un recuerdo para siempre». Atentos al lenguaje de su slogan: «Imprime tu chat con Zapptales y convierte los smileys en una sonrisa». Puro erotismo del mestizaje.

Algo parecido hacen los franceses (con varios idiomas que saltan automáticamente según la IP del visitante, por supuesto) de Monlivresms. En su oferta queda más claro desde el principio un concepto fundamental en estas lides: la participación del consumidor en el diseño. Buena parte de la gracia de aquellos álbumes de fotos de nuestro pasado preinternáutico consistía precisamente en crear el nuestro.  En cualquier caso, el final feliz del proceso siempre es el mismo: la llegada a casa del reluciente ejemplar en papel, ansioso de la caricia concreta de nuestras manos, como si la memoria se nos hubiera convertido en una mascota complaciente.

Aquí, en el corazón de la experiencia de usuario (que dirían los ejecutivos de esas compañías tan dadas últimamente al travestismo), comienza el misterio. La tecnología no nos libera de la pesada carga de la materia… ¡porque no queremos! El exceso digital ha traído consigo una reacción analógica que reivindica la parte física de nuestro ser. Posiblemente su gran profeta sea David Sax, autor de La venganza de lo analógicoEl futuro es analógico. El canadiense detectó que la tendencia no está impulsada por generaciones de vejestorios asolados por la nostalgia, sino fundamentalmente por jóvenes que a veces ni siquiera convivieron con la tecnología analógica. La razón: cuanto más confiamos en la tecnología digital para trabajar, aprender y socializar, «más buscamos alternativas analógicas como un equilibrio o una forma diferente de relacionarnos con el mundo».

Los expertos que han rastreado la corriente abanderada por Sax coinciden en situar su punto neurálgico en la filosofía fenomenológica, con Albert Borgmann como faro de esta sección específica. Sax sostiene que los humanos encarnados tienen diferentes tipos de experiencias en entornos analógicos y digitales. Según él, necesitamos la solidez resistente al ego del mundo analógico para estar «alerta», conscientes. De ahí el hartazgo de las pantallas.

Evan Selinger va más allá en su reseña de El futuro es analógico: «La visión de Sax sobre los límites del aprendizaje a distancia y, por extensión, las plataformas de comunicación de video en línea como Zoom, ya fue explicada en detalle por Hubert Dreyfus hace más de dos décadas en el libro En Internet (2001). Dreyfus y Borgmann se inspiraron en los mismos filósofos: Maurice Merleau-Ponty y Martin Heidegger».

La cosa viene de lejos. Y también tiene sus contestaciones. Alexander Jacobs se pregunta en The New York Times: «¿Son las conversaciones digitales más ‘efímeras’ que las físicas, como sostiene Sax? («Desaparecen en el vacío»). ¿O es exactamente lo contrario, que pueden ser capturados en pantalla o reenviados y volver a acechar de formas nunca anticipadas?» Jacobs tira de ironía al sugerir que El futuro es analógico «podría haber sido mejor como ese viejo y nuevo fenómeno, un podcast».  El movimiento, en cualquier caso, parece gozar de buena salud. Hope Corrigan daba proponía hace poco en The Washington Post «seis tendencias analógicas que son buenas para el alma», entre las que se incluía la impresión de libros y revistas.

Lo que no significa un retroceso de lo digital. Los datos no indican, por ejemplo, un resurgir de los periódicos en papel, más bien al contrario. Para el día a día, lo digital no tiene un rival digno de tal nombre.  Un reportaje en Harpers Bazaar insiste en que «la impresión de periódicos»… como estampados en una línea de moda vanguardista. Otro en The New York Times hace lo propio con los libros físicos… sin contenido, como objetos de decoración cool para proporcionar calidez a un hogar con ciertas pretensiones.  La incidencia real de la revolución (¿o, más bien, involución?) analógica abanderada por Sax probablemente quede en algún lugar intermedio. El entusiasmo digital se ha pasado de frenada y conviene limitar daños. Sobre todo, teniendo en cuenta lo que viene con el nuevo salto de la inteligencia artificial. ¿Un paso atrás antes de dar dos adelante?

La novela La casa de caramelo, de Jennifer Egan, autora de moda en la patria de las multinacionales del travestismo techie, se une a la indagación de la narrativa de ficción en el lado oscuro de la conexión máquina-mente humana. Muestra un presente alternativo en el que una empresa llamada Mandala permite descargar todos los recuerdos del usuario en un disco duro en forma de cubo para después revisitarlo a placer. Entre los muchos aciertos de la novela, uno de los más curiosos es la descripción del placer que siente uno de ellos al «tocar» el cubo.

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