Joan Didion, la irónica maestra de la literatura del trauma
Random House recupera ‘Una liturgia común’, una historia sobre dos mujeres que tratan de darle sentido al mundo
Si hubo algo que a Joan Didion se le escapó a lo largo de su vida fue lo que ella definió como el «enigma agotador» de California, el Estado donde había nacido en 1934. De su infancia en Sacramento había desarrollado, no obstante, la curiosa teoría de que si la serpiente permanecía en su campo visual, no le mordería. Aquella lección le acompañaría el resto de su vida. «Eso se asemeja bastante a cómo me enfrento al dolor –decía–. Quiero saber donde está». Encantadora de víboras, Didion aprendió a domesticarlas de la única forma que conocía. «Escribo estrictamente para averiguar qué estoy pensando, qué estoy mirando, qué veo y qué significa. Para averiguar lo que quiero y lo que me da miedo».
Cuando en 1977, terminó Una liturgia común, aún no le habían mordido dos serpientes casi mortales: en 2003 falleció su marido, el también escritor John Gregory Dunne, y apenas un año después su hija Quintana, como relataría después en sus brillantes ensayos El año del pensamiento mágico y Noches azules. Pero había algo de premonitorio en las palabras de su narradora cuando escribió: «Aprendí pronto a mantener a la muerte en mi campo visual, a mantenerla vigilada, en terreno abierto, lejos de la espesura donde pudiera ocultarse y pasar desapercibida».
Una norteamericana común
Prácticamente inédita, salvo por una edición de Global Rhythm Press de 2007, Random House recupera, con traducción de Olivia de Miguel, esta novela considerada por muchos como su mejor obra de ficción. En ella, Grace Strasser-Mendana es una norteamericana de 60 años, viuda del hombre más poderoso de Boca Grande que pasa sus últimos días, enferma de cáncer, en este imaginario Estado centroamericano, un lugar de paso, sin historia real y sin pasado, frecuentado por traficantes de armas, donde la corrupción política y los millonarios con cuentas en el extranjero viven en su propia burbuja de cristal.
Allí conoce a Charlotte Douglas, una californiana de alta clase que acaba de perder a su hija, Marin, desaparecida tras unirse a un grupo de radicales marxistas y perpetrar un atentado. Ella es la auténtica protagonista de esta historia. Una mujer arrebatadoramente carismática, impactada por el trauma, que recuerda un poco a la Holly Golightly de Truman Capote porque parece no comprender en nada el mundo, corrupto y corruptible, del que indudablemente forma parte.
«Como hija de una familia de clase media en la zona templada del planeta –describe Didion-, siempre había recibido como algo normal sábanas limpias, ortodoncia, chuletas de cordero, abuelos vivos, padrinos atentos, un hermano llamado Dickie, clases de ballet, información informal y oportuna sobre la menstruación y el cuidado de la cubertería de plata, así como un angelito austriaco de madera tallada en la mesilla que escuchara sus oraciones». Ella, dirá en otro momento a modo de explicación, era una norteamericana común.
Los traumas invisibles
Pionera del nuevo periodismo americano, junto a figuras como Hunter S. Thompson, Guy Talese y Tom Wolfe, Didion decía que había empezado a sentirse cómoda con las palabras gracias a su trabajo en la revista Vogue. No en vano, la escritora brilló particularmente por las crónicas y reportajes que realizó a lo largo de su vida con títulos como ‘Arrastrarse hacia Belén’ o ‘El álbum blanco’ -reunidos en el libro Los que sueñan el sueño dorado-, donde escribió sobre la contracultura norteamericana en la década de los 60, y entre los que se incluyen su entrevista a Linda Kasabian durante el juicio contra Charles Manson o sus viajes a El Salvador de los años 80. Sin embargo, se prodigó poco en la ficción y de una manera ciertamente irregular. En total, cinco fueron las novelas que escribió a lo largo de su vida, tres de ellas traducidas al castellano –Río revuelto, Según venga el juego y Una liturgia común– y dos las aún inéditas en nuestro país –Democracy y The Last Thing He Wanted–.
Maestra de la ironía, Didion poseía un estilo muy directo y conciso, depurado, fragmentario y elíptico, como si después de algunos puntos y seguido, uno necesitara hacer una breve parada. «Testigo elocuente de las realidades más insoportables y problemáticas de nuestro tiempo», escribió Joyce Carol Oates, Una liturgia común trata sobre el modo en que tenemos de asimilar el trauma. «Charlotte –afirma Grace al principio de la novela- habría dicho que la suya fue una historia de pasión. Creo que yo la definiría como una historia de autoengaño». También sobre el modo que tenemos de contarnos después. «Todos recordamos lo que queremos recordar».
Cuando la escribió, a los 34 años, Didion ya había trabajado como guionista junto a su marido en películas como Pánico en Needle Park o Ha nacido una estrella, algo que se nota particularmente en la soltura para construir algunos de sus mejores diálogos o escenas, capaces de ir desde el absurdo hasta el sentido común más certero como si fuera todo uno.
Retrato, en parte, del esnobismo frívolo de ciertas capas sociales y la sororidad entre dos mujeres que apenas se conocen, en la novela Didion escribe del dolor con la misma mirada ajena, como si la cosa no fuera del todo con ella, que le ayudó años después a escribir sus libros más personales sobre el duelo. Alguien te corta, repite a lo largo del libro, donde no se ve. «No tengo forma de saber nada de los cortes que no se ven. Lo único que sé es que durante la quinta semana después de la emisión de la cinta de Marin, Charlotte se levantaba temprano por las mañanas, se vestía rápidamente y se metía de lleno en el arreglo de la casa de la calle California. Hacía inventarios. Reponía las sábanas desgastadas, las copas de vino rajadas, los platos desportillados. Pagó a un electricista casi el doble de un jornal para que, un sábado, renovase los cables de dos puntos de luz que hacían contacto sobre el cuadro de Jackson Pollock en el comedor. Le obsesionaban los recados».
Imágenes reverberantes
Y es que Didion escribía con imágenes. Imágenes de «bordes reverberantes», como ella misma afirmó en ‘Por qué escribo’, uno de los ensayos que se incluyen en Lo que quiero decir. «La imagen –decía– te dice cómo has de ordenar las palabras, y la ordenación de las palabras, te dice, o me dice a mí, qué está pasando en la imagen».
En Una liturgia común estaba la vista nocturna de la ventana de su habitación de hotel de la costa colombiana, donde Didion enfermó de fiebre paratifoide, y un avión 707 secuestrado que acabó ardiendo en un desierto de Oriente Medio. Pero la imagen que dio finalmente forma a su novela más aclamada fue la del aeropuerto de Panamá a las seis de la mañana. «Solo he estado en ese aeropuerto una vez, en un avión con rumbo a Bogotá que paró durante una hora para repostar, pero la imagen que ofrecía esa mañana permaneció sobre impresionada en todo lo que vería después hasta el día en que acabé Una liturgia común», compartió.
«Viví en ese aeropuerto durante varios años. Todavía siento el aire caliente cuando bajo del avión, veo el calor elevándose de la pista ya a las seis de la mañana. Siento la falda húmeda y arrugada en mis piernas. Siento el asfalto pegándoseme a las sandalias. Me acuerdo de la cola enorme de un avión de la Pan American flotando inmóvil al final de la pista. Me acuerdo del ruido de una tragaperras en la sala de espera. Podría decirles que me acuerdo de una mujer en concreto en aquel aeropuerto, una mujer estadounidense, una norteamericana, una norteamericana flaca de unos cuarenta años que llevaba una esmeralda grande y cuadrada en lugar de alianza, pero en aquel aeropuerto no había ninguna mujer así».
Por supuesto, se estaba refiriendo a Charlotte, aquel torbellino que, como Didion, había nacido en el oeste americano. Aquella raíz que iba a marcar la vida de la escritora -California se volvería un tema recurrente en sus crónicas y reportajes-, tenía de hecho, mucho que ver con su protagonista. Charlotte era a Grace, lo que el Estado americano a la propia Didion. «California ha seguido siendo impenetrable para mí, un enigma agotador, igual que para mucha gente que es de allí –escribió en otra ocasión-. Nos preocupa, la corregimos y la revisamos, intentamos sin éxito definir nuestra relación con ella y su relación con el resto del país». De aquella búsqueda por encontrar el sentido al mundo que la rodeaba, surgió también Una liturgia común. Una obra que sigue impactando casi medio siglo después.