En busca de las fuentes de la ética
Volker Spierling recorre la historia de la Filosofía en el sugerente ensayo ‘Nada es más asombroso que el hombre’
Los conceptos verdaderamente trascendentes en la historia cultural de la Humanidad carecen de una definición unívoca. Podríamos decir incluso que su importancia deriva precisamente de esta ausencia. De la secular falta de acuerdo entre lo que son y aquello que significan. La poesía, la más alta de todas las artes para los antiguos, lleva junto a nosotros desde el comienzo de los tiempos, pero ni los grandes poetas ni todos los filósofos de la literatura han sido capaces de condensar su significado en una descripción compartida y pacífica. Lo mismo sucede con el tiempo, como resume la celebérrima cita de Agustín de Hipona: «¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicarlo, lo desconozco».
Algo similar cabe decir de la ética y de su semilla, la moral, entre las que existen más o menos similitudes y diferencias según quién sea el autor que aborde la ardua tarea de distinguirlas. Fernando Savater, perito en la materia, diferencia la moral —los comportamientos que son considerados válidos dentro de una determinada tradición cultural, ya sea para un individuo o en el seno de una sociedad— del estudio de otras formas de comportamiento alternativas o disonantes con la propia experiencia. La primera enseñanza de tal distinción —juzgar implica comparar— es que no existe una única moral y que ésta, como evidencia la historia de la ética, puede mudar con el tiempo y el lugar o depender de los valores culturales hegemónicos.
El método más útil para conducirse por este océano de contradicciones (algunas luminosas, como el imperativo categórico de Kant) es el análisis histórico. Esto es lo que el ensayista alemán Volker Spierling hace en Nada es más asombroso que el hombre (Acantilado), una guía por las distintas filosofías éticas cuyo principal mérito —además de la claridad expresiva y el rigor de la exposición— es su ambición. Spierling, que ha estudiado a fondo la fecunda obra de Shopenhauer, recorre en este libro la historia completa de la Filosofía —desde los autores presocráticos hasta los pensadores posmodernos— para desentrañar los significados que la cultura humana otorga a las creencias morales. Es un extraordinario vuelo panorámico que dispone el eje narrativo de su búsqueda —¿qué es exactamente el bien? ¿para qué sirve la ética?— haciendo un resumen (condensado) de toda la tradición del pensamiento occidental.
Lejos de limitarse a resucitar el pretérito, que como todos sabemos sigue vivo en nuestro presente, el ensayo de Spierling evidencia la necesidad de conocer las raíces de la moral —tanto individual como pública— en una hora del mundo marcada por el relativismo y obsesionada con la autorreferencialidad, donde cualquier sanción se considera un castigo (en lugar de una forma de pedagogía) y la trascendencia de los actos individuales parece desaparecer a favor de la abominable filiación tribal, que establece inquisiciones basadas en el número, la identidad y la pertenencia, en vez de ceñirse a los hechos y a sus consecuencias.
¿Somos seres angelicales, como decía la teoría del buen salvaje de Rousseau o, por el contrario, siempre hemos sido criaturas asilvestradas que necesitamos la educación para defendernos de nuestros propios impulsos? Casi nadie en la estirpe del pensamiento occidental ha dejado de hacerse esta pregunta. Sus respuestas dan forma un glorioso corpus ético, que es el mar por donde navega el ensayista alemán. Desde los vilipendiados sofistas, pasando por figuras como Sócrates, Platón, Aristóteles, San Agustín, Descartes, Kant, Nietzsche, Freud o Adorno, Spierling recorre las aportaciones éticas de los pensadores antiguos, medievales, modernos y contemporáneos. Más allá de la labor de documentación y de su admirable capacidad de síntesis –en la línea de la maravillosa Historia de la Filosofía de Bertrand Russell–, el libro del ensayista alemán deslumbra por la clarividencia con la que sitúa el hiato entre filosofía y ciencia. El día que los empiristas asesinaron a los metafísicos.
Técnica contra sabiduría
Es en ese momento donde Spierling encuentra la fractura entre la ética antigua y la moderna. La primera, concebida como la destilación moral de un sistema de pensamiento racional, con vocación universal y que relativiza los espejismos de la experiencia; la segunda, basada en la observación, antítesis del ecumenismo intelectual y defensora de la diversidad entre distintas morales. Desde ese instante vivimos en un mundo en el que la sabiduría –en el sentido clásico del término– ha sido reemplazada por la aparente magia de la técnica. Un mundo sin teoría es un mundo donde se mira, pero no siempre se piensa; refractario a la abstracción, que ignora lo sagrado y obtiene de lo concreto sus certezas. Nuestro mundo, amnésico a la herencia que usa la especulación racional como el mejor instrumento para explicar la realidad de las cosas.
El empirismo, como es sabido, es sobre todo un invento inglés (Bacon, Hobbes, Locke, Hume) mientras que el racionalismo moderno (Descartes, Spinoza, Leibniz) es una costumbre continental. Ambos bandos cohabitaron –no sin ciertos litigios y querellas– hasta el siglo XIX, cuando la ciencia se impone definitivamente a la metafísica. Desde Copérnico se sabía que la Tierra no era el centro del universo, sino una de sus periferias. Darwin cuestiona la idea de la creación divina del mundo con su tesis sobre la evolución de las especies. Freud —escribe Spierling— «demuestra que el ser humano ni siquiera es dueño de su propia casa, sino que debe contentarse con las escasas noticias de su vida psicológica inconsciente».
Los grandes totalitarismos —el marxismo y el fascismo— llegarían a comienzos del siglo XX. La era del Holocausto. Auschwitz aniquila la idea —aristotélica— de que el ser humano tiende a hacer el bien. Al mismo tiempo es una suerte de augurio (extremo) del dogmatismo científico: sin los valores del humanismo, el superhombre puede asesinar en masa a millones de personas inocentes. Quizás el animal metafísico de Shopenhauer haya perecido, pero su sustituto, el hombre-máquina que anuncia la Inteligencia Artificial, hace temer el ocaso de la especie.
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