Stephen King: muchas gracias por las pesadillas
Valdemar recupera ‘Danza macabra’, un magnífico acercamiento del maestro del terror a la literatura y el cine
Junto a El terror sobrenatural en la literatura (1927), de H.P. Lovecraft, este libro de Stephen King, Danza macabra, es la mejor aportación norteamericana al catálogo de ensayos dedicados a responder una pregunta que regresa una y otra vez. No en vano, la pregunta tiene tanto interés como su respuesta: ¿en qué consiste exactamente el miedo?
A diferencia de Lovecraft, a quien le resulta imposible contagiar una sonrisa mientras habla de sus horrores predilectos, lo que King nos brinda en este libro es una experiencia divertida, llena de confidencias. Publicada por primera vez en 1981, Danza macabra no pretende ser una enciclopedia, pero casi lo consigue. A lo largo de sus páginas, repletas de acotaciones autobiográficas, King detalla el tira y afloja entre la industria del entretenimiento (cómic, cine, literatura de consumo…) y los dispositivos terroríficos que alimentan la cultura pop.
En este recorrido por los miedos en la ficción, el escritor nos cita en esa trastienda donde conviven los clásicos del género, los superventas que llamaron a la puerta de la fama y la fortuna ‒el autor de Carrie y El resplandor es un claro ejemplo de ello‒ y también los segundones a los que la gloria les llegó después de muertos.
Que nadie espere encontrar aquí un canon del horror, al estilo de Harold Bloom. King puede colarse en nuestros sueños, pero no va a colarse nunca en un departamento universitario. Él se considera un aficionado común y corriente, hasta las últimas consecuencias. Un espectador sin ínfulas, en condiciones de decir: «Me encanta subir al tren de la bruja y me chifla ver La dimensión desconocida. Pero sobre todo, no me avergüenzo de ello».
En cuanto comienza el libro, uno advierte que el escritor se dirige a nosotros con mucha confianza. Al contrario de esos especialistas fríos, que parece que nunca han tenido edad para pedir una cerveza en un bar de mala muerte, King no tiene reparos en asomarse a salas de cine de tercera división y es capaz de convertir un baúl lleno de tebeos en un altar pagano. Ahora el friquismo es la norma, incluso entre los investigadores de postín, pero impresiona ver cómo el autor centraba la atención en cuestiones que aún eran despreciadas por los académicos en 1981.
En este sentido, Danza macabra está trufado de referencias que hoy se han puesto de moda, pero que en aquellos días eran patrimonio de un puñado de militantes de la serie B, acusados de inmadurez y sin muchos argumentos para desmentir su mala fama.
Stephen King, ¿un ensayista?
Pese a lo informal de su estilo y estructura, Danza macabra recicla algunos cursos que el escritor impartió en los setenta. Lo cual llevará al lector a preguntarse cuánto debieron de disfrutar sus alumnos mientras él les comentaba, desde lo alto de la tarima, sus impresiones sobre Drácula, La parada de los monstruos, Yo fui un Frankenstein adolescente, La humanidad en peligro o las producciones televisivas de Rod Serling.
La influencia de este libro no ha dejado de crecer a lo largo de los años, y ello se debe, justamente, a ese doble mérito: por un lado, proyecta una imagen muy poderosa de lo que ha significado el terror en medios como el cine, la televisión o la radio, y por otro, va en busca de ese santo grial que los investigadores llaman «subtexto». Es decir, el comentario social o la clave ideológica que el guionista o el escritor de turno cuelan discretamente en la historia.
La lección magistral de King sobre los distintos niveles en los que operan fenómenos como el miedo, el horror o la repulsión ‒cada uno de ellos con sus correspondientes arquetipos‒, nos recuerda que él mismo forma parte del subgénero que se ha dado en llamar gótico americano o ficción gótica estadounidense.
Esto último convierte al autor de It en el tataranieto de escritores como Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne y Washington Irving. Con un matiz importante: sin desprenderse de la fantasía, él sabe cómo acercarse al corazón de América a través del costumbrismo. Por esta vía, evita que la apariencia de realidad de sus novelas salte en pedazos. Y además, así añade una nueva dimensión a un material que, cuando da en la diana, nos afecta emocionalmente.
Esa es la razón por la que King arraiga tantos relatos en Maine, ese Estado de la región de Nueva Inglaterra donde se ubica su ciudad soñada, Derry. ¿Y qué es Derry, en realidad? No la busquen en los mapas. Hablamos del escenario ficticio donde prosperan las pesadillas de sus lectores, aunque dicen por ahí que es el trasunto de Bangor, otra ciudad de Maine donde se alza la mansión victoriana del escritor.
Esta localización es importante. A diferencia de otros novelistas de su misma edad, que fantasean sin preocuparse de cómo volver a casa, King nunca ha perdido de vista sus orígenes. Paradójicamente, esto le sirve para aproximarnos a una experiencia muy personal, que además de convertirle en número uno de las listas de éxitos, ha permitido su rehabilitación por parte de los mismos críticos que antes arrinconaban sus obras con gesto avinagrado.
«Se han dado muchas razones para explicar la popularidad de King –decía el escritor inglés Clive Barker–. Un elemento común en la mayoría de las teorías es su verosimilitud como escritor. En sus novelas –más raramente en las historias cortas– describe la confrontación entre la realidad y elementos fantásticos tan creíbles que los sentidos racionales del lector raramente son ultrajados. Las imágenes de poder, de pérdida, de transformación, de niños salvajes y hoteles tremendos: todo cae de forma muy ingeniosa sobre la textura del mundo que conjura».
El horror como comida basura
Con los años, la macdonalización de la cultura nos ha llevado a un consumo casi exclusivo de ficciones anglosajonas. Stephen King ha llegado a tiempo a esa moda global, así que no es raro encontrarse a lectores de nuestro país que lo citan entre los mejores del siglo XX. Todo tiene su lógica. Al abrazar los estándares norteamericanos, parece que ya solo sabemos explicar el miedo a través de autores como él.
Pero no es oro todo lo que reluce. Entre las obras de King, sin duda, hay logros extraordinarios ‒es difícil hacerlo mejor‒ y también concesiones a la mediocridad. En cualquier caso, su mundo literario sigue siendo confortable y contiene títulos que pueden ser el mejor de los refugios para un lector inquieto.
Este fenómeno ‒el hallazgo de tesoros donde nadie espera encontrarlos‒ recuerda algo que él mismo menciona a propósito del modo en que los aficionados nos obsesionamos con un género lleno de obras insufribles. Poco más o menos, como si nos sentáramos en un restaurante de comida rápida para encontrar, muy de vez en cuando, un sabor nuevo en el menú.
«No es que pretenda disculpar el mal cine ‒escribe en Danza macabra‒, pero una vez has pasado más de veinte años yendo a ver películas de terror, buscando diamantes (o partículas de diamante) en el yermo del cine de serie B, te das cuenta de que si no conservas el sentido del humor, estás acabado. También empiezas a buscar los patrones y a apreciarlos cuando los encuentras».
Seguro que se puede extraer una moraleja de todo esto. Es más: uno valora mejor los buenos libros de King, como El misterio de Salem’s Lot o Misery, cuando ha leído una ingente cantidad de malas novelas de terror (incluidas algunas que llevan su firma). En este caso, la prudencia es el resultado de años de ilusión y desengaño. Sobre todo. si hablamos de lectores jóvenes que aún tienen todas las tardes del mundo por delante.
«Uno no puede apreciar la crema ‒concluye el escritor‒ a menos que haya bebido un montón de leche, y quizá ni siquiera sea posible apreciar la leche si nunca se ha bebido un trago de leche amarga. Las películas malas pueden ser, en ocasiones, divertidas, en otras incluso eficaces, pero su única utilidad real es formar esa base de conocimiento que permita comparar».
¿Figura Danza macabra entre lo mejor de King? La respuesta rápida es que sí. Este es un ensayo de primera clase, escrito con una amenidad envidiable.
Como sucede con sus mejores novelas, Stephen King impide que miremos el reloj. Al mismo tiempo, el libro incluye una gran colección de referentes, tanto para el mitómano más veterano como para aquellos que hoy, inspirados por las mismas pasiones, coleccionan los terrores de antaño en el disco duro de su ordenador.