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Del método al ¡que te meto! Los buenos actores también quieren ser héroes de acción

Son muchos los actores dramáticos que comenzaron acumulando premios y se pasan al cine de acción sin traumas

Del método al ¡que te meto! Los buenos actores también quieren ser héroes de acción

Jake Gyllenhaal, como (casi) nunca lo hemos visto, en la inminente 'Road House'.. | Cortesía

La primera estrella tránsfuga de Hollywood en probar el género de aventuras y acción en los años 90 podría ser por derecho propio Meryl Streep en Río salvaje de Curtis Hanson (1994). Por su parte, Nicolas Cage, un actor cuya principal virtud consiste precisamente en su falta de prejuicios a la hora de escoger proyectos, ha llevado esa fuga por la tangente más lejos que nadie. Tras hacerse un nombre durante los años 80 sin aprovecharse del suyo (todo un Coppola cuyo apellido original trocó por el de Luke Cage, uno de los «héroes de alquiler» de la Marvel Comics) gracias a películas de prestigio como Peggy Sue se casó (1986) de su tío Francis, Arizona Baby (1987) de los hermanos Coen, la oscarizada Hechizo de luna (1987) de Norman Jewison y hasta un Lynch (Corazón salvaje, 1990), con la nueva década se desmelenó y empezó a protagonizar todo tipo de géneros, desde el erotismo ligero de Zandalee (1991) de Sam Pillsbury al noir canónico con Red Rock West (1993) del notable realizador John Dahl, lamentablemente hoy desaprovechado en series.

Y aunque eso no impidió al bueno de Cage ganar un Oscar por el largometraje independiente Leaving Las Vegas (1995) de Mike Figgis, fue su giro despendolado al cine de acción lo que sus fans han terminado recordando con mayor placer y sus detractores con recochineo: en esa época concatena blockbusters sin parar, empezando por La roca (1996), trepidante taquillazo del entonces denostadísimo Michael Bay que coprotagoniza junto a Sean Connery, y siguiendo por Con Air – Convictos en el aire (1997) de Simon West, Cara a cara (1997) de John Woo y hasta cintas de acción más estándar como 60 segundos (2000) de Dominic Sena, que le abrirá la puerta a producciones progresivamente más adocenadas y abocadas a la serie B.

Pero sin duda fue la mencionada Con Air la que transmitió la imagen de un nuevo Nic Cage: alguien que, procedente del cine de qualité y carente de un rostro modélicamente atractivo, se anima a trabajar su cuerpo hasta convertirse en todo un Geyper Man de la gran pantalla. La jugada le salió bien, se sintió a gusto y no le importó que su héroe fuera un poco ridículo y un poco hortera. A fin de cuentas, se lo estaba pasando bomba. El público reconoció su espíritu honesto y le adoptó como uno de los suyos, aunque no tuviera el perfil implacable de Bruce Willis o la belleza desarmante de Tom Cruise.

Hombres duros de cuerpos flácidos

Tal vez se deba a los atajos narrativos que permite la avanzada tecnología de efectos digitales y los montajes raudos, pero el cine de hoy ha popularizado un estereotipo de héroe que no se daba desde el cine clásico estadounidense anterior a la esteroidizada década de los 80: recordemos que antes de los musculados Stallone y Schwarzenegger, las películas de acción las podían protagonizar tipos duros que no pasaban por el gimnasio, confiados enteramente en su carisma y no en el tamaño de sus bíceps. Los hombres de una pieza (que muchas veces hacían ¡crac! a la primera secuencia ajetreada precisamente por eso, por ser de una pieza) se prodigaban en los actioners de entonces sin necesidad de despeinarse: John Wayne saltaba a la veta policíaca emuladora de Harry el Sucio en Brannigan (1975) para repartir estopa sin mover ni el peluquín; Robert Mitchum seguía confiando su centro
de gravedad a su panza en Yakuza (1974); Charles Bronson sí estaba muy en forma, pero tampoco requería de grandes piruetas para darles su merecido a los malos en los múltiples filmes de aventuras, crimen y acción que lideró en los 70 e inicios de los 80; en Francia, un actor con aspecto de tonel (Lino Ventura) soltaba bofetadas a diestro y siniestro sin complejos porque sabía que sus numerosos fans estábamos prendados de su mirada de pocas bromas…

Desde los años 80 eso cambió y de pronto la gran pantalla se inundó de yogurines atléticos como el mentado Cruise, Val Kilmer, Kurt Russell o Mel Gibson, por no mencionar las cohortes de artistas marciales que aceitaron las fantasías del público en formato VHS, como el metrosexual Van Damme o el poco chinorri Chuck Norris. Nos acostumbramos a ver hombres fuertes y de cuerpos hipertrofiados como los de Arnold y Sly, a quien incluso se le escapaba alguna foto de la entrepierna para acabar de ponerle la mosca en la oreja al personal.

Sin embargo, en la actualidad el viejo star system ha vuelto a primera línea de taquilla y consumo por plataforma gracias al criterio del «me lo creo porque me seduce su carisma». Pesos pesados de la actuación como Liam Neeson y Denzel Washington se han hecho un hueco, en sus años de mayor decadencia física, dentro del cine de acción más reumático, asegurándose incluso de reservarse su propia franquicia: el primero acertó varios años con la saga Venganza (Taken) para la factoría EuropaCorp de Luc Besson; el segundo, con la resurrección del mito justiciero El ecualizador. El caso es que ni con 70 años ambos renuncian a seguir apalizando a los villanos de turno: Neeson está un poco decrépito y pasa totalmente de coreografiar peleas (su enfrentamiento con Christian Bale en el Batman Begins de Christopher Nolan es bochornoso, una ensalada de insertos mal pespuntada) y a Washington le asoma la barriguita tras su guayabera a lo Seagal, pero ninguno le hace ascos al festival de puñetazos. En sus producciones ya se encargan de no agitarlos ni exigirles demasiadas contorsiones (o ninguna) y al espectador parece bastarle contemplar a dos vejestorios tan guapos y con tanto charme poniendo orden con mano dura.

Nicolas Cage cambió de rumbo cinematográfico al encarnar al heroico Cameron Poe en Con Air. | Cortesía

Los casos Gyllenhaal y Odenkirk

En los últimos tiempos sorprende la proliferación de películas de serie B de acción que, como las italianadas mercenarias de antaño, se benefician de un nombre importante de Hollywood con el fin de darnos gato por liebre, al relegarlo a un segundo plano, nunca mejor dicho, en número de tomas, para primar a algún actor poco exigente en su caché: sin ir más lejos, Bruce Willis tomó ese rumbo de estrella que se deja explotar, hasta que su enfermedad mental lo ha condenado al retiro forzoso; pero los mismísimos Stallone o Travolta han recurrido a ese filón cuando iban justos de calderilla.

Sorprende aún más que el género se esté nutriendo con el fichaje de actores no sólo provenientes de otros registros más reputados sino a primera vista poco adecuados para ofrecer un perfil apolíneo: ahí está Sean Penn, que en 2015 se desmarcó con Caza al asesino de Pierre Morel, deslucido artefacto al servicio de su ego para lucir abdominales de mazas fumador. El actor y guionista de comedias Bob Odenkirk, forjado profesionalmente en la escritura de chistes visuales para los espectáculos televisivos de cómicos como Adam Sandler o Ben Stiller, o incluso para el programa de la explaymate Jenny McCarthy, acaba de seguir el ejemplo de Penn: tras el clamor popular cosechado por la serie Breaking Bad y su esqueje Better Call Saul, Odenkirk
se ha permitido el lujo de encabezar el reparto del inesperado pelotazo Nadie (2021). Dirigida por Ilya Naishuller y guionizada por Derek Kolstad, esta especie de John Wick protagonizada por un hombre mal parecido ha triunfado entre la muchachada a pesar de que nunca sabe decidir si lo que cuenta es una comedia o va en serio; si el héroe es, en efecto, una persona normal o realmente un superhéroe de las yoyas disfrazado de esa persona normal. La incoherencia de su premisa no ha sido óbice para que el excomediante ya esté a punto de rodar una secuela, así como otro largometraje con coordenadas similares y guionizado asimismo por Kolstad, de elocuente título: Normal.

Por su parte, el excelente actor dramático Jake Gyllenhaal, cuyo nutrido currículum a sus 43 años incluye una nominación al Oscar por Brokeback Mountain (2006), ya hace tiempo que le tiene ganas al estatus de estrella de acción. En 2010 sorprendió a propios y extraños al ponerse tan cachas como un figurín de la lucha libre para protagonizar una adaptación de videojuego,
Prince of Persia: Las arenas del tiempo. Y la verdad, no lo hacía nada mal (y Mike Newell, tras la cámara, tampoco). Pero ahora sube la apuesta al haberse emperrado en sustituir nada menos que a Patrick Swayze en la revisitación del mayor éxito tonto que tuvo el desaparecido actor: Road House. De profesión: duro (1989), una bobada de serie B garrula para el mercado rural USA que no brillaba en nada por culpa de la dirección planísima de Rowdy Herrington, pero que con las décadas ha adquirido cierta aura mítica por mostrar a Swayze en su mejor momento.

El nuevo Roadhouse se estrena este marzo en Amazon Prime y como director cuenta nada menos que con Doug Liman, el creador de la saga Bourne para la gran pantalla y de rutilantes tiovivos como Al filo del mañana (2014). Todo lo cual indica que el listón de calidad se prevé elevado. ¿Estará Gyllenhaal a la altura del show, de las parejas aburridas en casa y de su impresionante oponente en la pantalla, el luchador Conor McGregor? Sospechamos que sí, incluso puede que la edad le ayude a adquirir cierto aire curtido… pero debajo de toda esa aparente seguridad en sí mismo, no puedo dejar de ver siempre al muchacho friqui de Donnie Darko, a un empollón de la clase intentando impostar a toda costa que él también puede ser un «chico malote».

Bob Okendirk también es una máquina de matar en Nobody. | Cortesía

Dos titanes de los puños: Gina Carano y Aaron Eckhart

Mientras nos preparamos para el advenimiento de Furiosa como nuevo trallazo de la saga Mad Max y, con él, al flamante y flamígero encumbramiento de Anya Taylor-Joy como nueva pateadora de traseros oficial del Hollywood palomitero, justo es reconocer que no hay una diva actual que reine en el cine de acción: la gran actriz Charlize Theron ya no está, por desgracia, para muchos trotes tras su propia Furiosa en Fury Road y su Atómica. Aunque algo frágil, Angelina Jolie nos trajo hace poco una miaja de su clase inimitable en Aquellos que desean mi muerte (2021) de Taylor Sheridan. Pero el paseo recauchutado de Megan Fox por Los Mercen4rios (2023) no tiene nombre.

Si no permaneciera en la lista negra debido a sus polémicas declaraciones políticas, la exluchadora Gina Carano sería la reina indiscutible del subgénero: tras mostrarse Indomable en el maravilloso vehículo de acción que le ingenió el siempre resolutivo Steven Soderbergh en 2011 y su participación en franquicias multimillonarias como Fast & Furious, Deadpool o la serie The
Mandalorian —de donde la acabaron echando—, uno creía ya enrumbada su trayectoria como heroína de serie A. Pero en la serie B también ha hecho grandes cosas: desde la muy visceral Venganza (In the blood) (2014), del poco reconocido pero casi siempre efectivo John Stockwell, donde los puñetazos duelen sólo con verlos, hasta Llanura salvaje (2022) de Michael Polish, simpático western donde ella debe enfrentarse a una pandilla de despreciables forajidos y en la que nos hace recordar a una letal y sensual
Raquel Welch en la añeja Ana Caulder (1971). Esperemos que Carano, estereotipo de la «chica sana americana» que podría pasar por una hermana mayor fortachona de Britney Spears, sea prudente y retome con inteligencia su carrera cinematográfica: aún le quedan muchos guantazos que dar.

Su contrapartida masculina se ha materializado, sorpresivamente, en Aaron Eckhart, actor que procedía del circuito independiente tras darse a conocer a nivel internacional con el filme de culto En compañía de hombres (1997) de Neil LaBute. Paulatinamente, Eckhart ha ido encarrilando su madurez hacia el cine más comercial. Cierto, de entrada es mucho más apuesto que Odenkirk o Gyllenhaal, una mezcla afortunada de las facciones de William Holden con la oscuridad obsesiva de un Robert de Niro. Pero fascina observar que, cuando parecía resignado a aposentarse como fiable secundario en producciones de categoría A como El caballero oscuro o Sully, haya abrazado sin pudor el cine de acción rodado con cuatro duros y se haya lanzado a hacerlo, además, con tanta pasión.

Gina Carano, impresionante en el western Llanura salvaje. | Cortesía

Porque en las películas protagonizadas por Eckhart, él lo da todo: se ha entrenado a fondo y, aunque ya cincuentón, se le nota que disfruta dando y recibiendo golpes, llevando el Método a su nivel más físico. Sólo en los últimos dos años nos ha regalado tres títulos muy destacables de bajo presupuesto: Ajuste de cuentas (Muzzle) de John Stalberg Jr., por fin una película con perros concebida para mentes adultas, donde el héroe es un policía antisocial que sólo admite la amistad de su compañero canino: un thriller de lo más entrañable y original con sus momentos de acción cruel (no siempre se ve a un perro saltando por los aires, despanzurrado por una bala explosiva); Rumble through the dark de Graham y Parker Phillips, vibrante crónica de un perdedor y sus duelos a puñetazo limpio que cuenta con un guion de Michael Farris Smith donde este adapta su propio novelón y a la que Eckhart se entrega en corazón y alma para bordar un papel inolvidable; y Agente X: última misión, que lo une al legendario director Renny Harlin. Vale, el responsable de La Jungla 2, Memoria letal y Deep Blue Sea no anda en su mejor momento y la película naufraga pese a sus buenas intenciones y su savoir faire noventero. Pero ellos dos han quedado tan contentos de trabajar
juntos, que al menos su experiencia ha servido para propiciar una nueva reunión profesional, esta vez con el pretexto de un inminente thriller ¡con tiburones!

Sólo rogamos para que Aaron Eckhart nunca regrese al cine «serio».

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