60 años de 'Getz/Gilberto': cuando la 'bossa nova' se lanzó a la conquista del planeta
El mítico álbum de João Gilberto y Stan Getz vendió más de dos millones de copias en 1964
Mucho se ha escrito sobre la grabación de este álbum en los A&R Recording Studios de Nueva York. Solo fueron dos días, el 18 y el 19 de marzo de 1963. Sin embargo, aún se nos antoja fascinante, desde un punto de vista humano, la colaboración de dos tipos tan difíciles como el músico y cantante brasileño João Gilberto y el saxofonista de jazz estadounidense Stan Getz.
Como a veces sucede con los genios, ambos causaban admiración por muchas razones, pero no precisamente por su carácter.
Conociendo la vida exagerada de Getz y las fobias y manías de Gilberto, a nadie le extrañó que el productor del disco, Creed Taylor, tuviera que mediar una y mil veces. Pese al paternalismo de Taylor, estos dos músicos se comportaban como una pareja de novios en los últimos coletazos de una relación: entre impertinencias y desafíos.
En descargo de Getz debemos decir que su afición por las drogas era irrefrenable. Consumía alcohol desde la adolescencia y siendo un veinteañero fue arrestado por intentar robar morfina en una farmacia. Luego quedó enganchado a la heroína y durante el proceso de desintoxicación, como contramedida, pensó que no era mala idea vaciar dos botellas diarias de alcohol. Por fortuna, entre las rendijas de su ebriedad podían colarse los sonidos evanescentes y aterciopelados de su saxo tenor.
«Dile a este gringo que es un imbécil»
Un perro verde y un politoxicómano. Si esta no es la situación más anómala para entrar en un estudio de grabación, al menos lo parece. Además, para completar a toda velocidad un disco que mezclaba lo delicado con lo sublime, Getz tuvo que apañárselas con un compañero de baile que no hablaba su idioma. Dicen que mientras Getz ejecutaba un solo, João Gilberto le comentó su compañero Antônio Carlos Jobim: «Dile a este gringo que es un imbécil».
El bueno de Jobim ‒otro de los padres de la bossa nova‒ tradujo aquello con una sonrisa radiante: «Stan, João dice que por fin se ha cumplido su sueño de grabar contigo».
El americano sabía que Jobim mentía, pero la disputa quedó diluida en unos cuantos vasos de whisky.
Hay varias versiones de esta anécdota, pero todas coinciden en lo básico. Grabar el disco fue un proceso complejo, pero el resultado estaba afianzado en la calidad de un equipo irrepetible: el ingeniero de sonido Phil Ramone, Jobim como pianista, Sebastião Neto al bajo y Milton Banana como percusionista.
Aprendiendo a hacer ‘bossa nova’ en inglés
Astrud Gilberto, que era la esposa de Joao en ese momento y apenas tenía experiencia profesional como cantante, alcanzó un estrellato instantáneo interpretando la parte en inglés de dos temas legendarios, «La chica de Ipanema» y «Corcovado».
Aunque en un principio nadie confiaba en su éxito, Getz/Gilberto vendió la friolera de dos millones de copias en 1964 y se aupó a lo más alto de la lista de éxitos de la revista Billboard durante 96 semanas. El single más conocido del disco, «La chica de Ipanema», convirtió esta canción de Jobim, con letra de Vinicius de Moraes, en el sonido por excelencia de la bossa nova. Fue la voz de Astrud, aniñada y susurrante, lo que sedujo al público anglosajón en su propio idioma.
Que todo fluyera con tanta naturalidad en el mercado discográfico nos hace plantearnos un par de preguntas: ¿cuál era el secreto para que un sonido eminentemente brasileño conquistase el mundo? ¿Qué hicieron Gilberto y Jobim para triunfar en lo que parecía un sueño imposible?
Cantos de ida y vuelta
Hay una persona que puede resolver estas y otras dudas. En una conversación con el crítico y novelista Bruno Vieira Amaral, el historiador Ruy Castro, responsable del libro de referencia sobre el género, Bossa nova: la historia y las historias (Turner, 2008), aclaró hace unos años los enigmas de esta corriente musical.
En los cincuenta, la expresión bossa nova tan solo aludía a algo diferente, propio de la nueva ola. Aún tardó en referirse a una versión bastardeada de la samba que aún estaba por inventar. «Apareció por primera vez en un cartel hecho a mano para anunciar un espectáculo que iba a realizar un grupo universitario modesto y completamente amateur -dice Castro-. El cartel decía ‘Hoy Sylvia Telles y un grupo de Bossa Nova’. Ahí es donde empezó. Luego, Tom Jobim escribió en la contraportada del LP Chega de Saudade (1959), de João Gilberto, ‘una bossa nova bahiana’. Era un adjetivo, no un sustantivo. Entonces el productor musical Ronaldo Bôscoli y un periodista llamado Moisés Fuchs se dieron cuenta del potencial promocional del término. Aunque básicamente era samba, era una samba más simplificada rítmicamente, aunque según ellos también era armónicamente más compleja. Pero lo que define la bossa nova no es la forma de cantar, sino la guitarra de João Gilberto».
La idea de cantar con una voz más íntima y susurrante, envuelta por esos arreglos jazzísticos que luego fueron típicos de la bossa nova, «ya había cristalizado en la música después de la Segunda Guerra Mundial. El trío de Nat King Cole ‒añade el historiador‒ definió la forma de cantar de innumerables grupos americanos que incluso se formaron con la misma instrumentación: piano, guitarra y contrabajo. João Gilberto cantaba de esa manera, algo más romántica, con vibratos, porque eso era lo que se le exigía».
Hubo dos críticas que muchos plantearon en aquella época a la bossa nova, reconoce Ruy Castro: la principal, su falta de ambiciones políticas, y por otro lado, que no era auténticamente brasileña y popular. «Era la idea de que el jazz se estaba apoderando de la samba e influyéndola negativamente. Algunos decían ‘Debemos deshacernos del jazz y no permitir invada nuestras playas’. ‘Hay que impedir que la bossa nova salga de Río, que la aprendan los americanos porque si no, lo harán mejor que nosotros’. Pero en la vida real, eso no es lo que pasó».
Una utopía brasileña
No era la primera vez que un disco grabado en Estados Unidos adoptaba las cadencias musicales de Brasil. En 1961, el guitarrista Charlie Byrd visitó este país con su banda. De regreso, aparte de infinidad de discos, se trajo el cancionero de la bossa nova, que hasta ese momento era patrimonio de los jóvenes de la clase media carioca.
Poco después, en noviembre de 1962, un buen puñado de esos músicos desembarcó en el Carnegie Hall, de Nueva York. Parte de la bossa nova de más calidad pudo escucharse este día: el sexteto de Sergio Mendes, el cuarteto de Oscar Castro-Neves, Luiz Bonfá, Carlos Lyra, Roberto Menescal y, por supuesto, João Gilberto. Aquella actuación colectiva reveló todo un yacimiento musical. Conscientes de la magnitud del hallazgo, mientras los brasileños hacían las cosas a su manera, varios titanes del jazz, como Miles Davis, Erroll Garner y Dizzy Gillespie, tomaban nota desde el patio de butacas.
No obstante, el que entendió mejor todo aquello fue Charlie Byrd. Fue Byrd quien contagió su pasión al productor Creed Taylor y al propio Stan Getz. El resultado fue otro álbum sensacional, Jazz Samba, lanzado en 1962 por el sello Verve Records. Uno de los temas recopilados en ese vinilo, «Desafinado», de Antonio Carlos Jobim, ya había sido grabado por João Gilberto en 1958. En este sentido, Jazz Samba ‒ojo: medio millón de copias vendidas en Estados Unidos‒ casi puede escucharse como el manual de instrucciones de lo que más adelante sería Getz/Gilberto.
«Stan ‒comentó Byrd en 1964‒ toca como si pretendiese conquistar a todas las mujeres de Ipanema». A decir verdad, tanto este como otro barrio de Río de Janeiro, Copacabana, fueron idealizados por la bossa nova. Ambos tenían un significado bastante preciso para el oyente extranjero: noches de amor (o desamor) que se postergaban frente al mar y una melancolía agridulce, fundada sobre acordes pegadizos.
El guitarrista Carlos Lyra, autor junto a Vinicius de Moraes de canciones como «Você e eu» y «Coisa mais linda», definió con acierto el estado de ánimo que convirtió esa utopía en un género musical. Todo comenzó con un João Gilberto empeñado en fusionar la samba con ese ritmo sincopado del jazz.
«Sentado al fondo del bar ‒contaba Lyra en una vieja entrevista‒, en la oscuridad, con su guitarra, João tocaba de una manera extraña: tenía las manos torcidas. Estudiaba cada canción cientos de veces, sílaba por sílaba, para que sonara junto con la armonía que estaba creando. El suyo fue un trabajo de orfebrería. Pero una vez que estuvo listo, fue un auténtico golpe de gracia».