THE OBJECTIVE
Historias de la historia

La obra cumbre de Beethoven

El 7 de mayo de 1824, un Beethoven que no podía oír la orquesta que dirigía estrenó su Novena Sinfonía, la obra más influyente de la música clásica

La obra cumbre de Beethoven

Wagner rinde homenaje al único músico que le hacía sombra, Beethoven, dirigiendo la Novena Sinfonía en la Ópera de Bayreuth (ilustración de la época). | alamu

El mundo musical vienés estaba conmocionado, crecía el rumor de que el maestro Beethoven pretendía estrenar en Berlín esa nueva sinfonía que todos esperaban con impaciencia. Viena era no sólo la capital imperial, sino también la indiscutible capital de la música. En los años del cambio del siglo XVIII al XIX fue en Viena donde crearon sus composiciones Haydn, Mozart y Beethoven, tres genios mayores de la música, además de una legión de músicos de mayor o menor importancia. Para los vieneses resultaba insoportable la idea de que una capital de segunda, como la del reino de Prusia, les arrebatase a “su” maestro cuando llegaba a la culminación de su carrera.

El sector empresarial se movilizó para retener a Beethoven, promovió una carta al maestro en la que estamparon su firma los principales mecenas musicales y los intérpretes más destacados. La fuga de Beethoven hacia Berlín se debía a sus inseguridades. Pensaba que en Viena imperaba en esos momentos un gusto musical por lo ligero y convencional, el estilo italiano, y que no iba a recibir bien algo tan rupturista y “moderno” como su nueva sinfonía. Pero Beethoven era muy sensible a los halagos, y cuando recibió aquella carta se diluyó su temor. Viena le amaba y amaría la culminación de su arte: la Novena Sinfonía.

Sin embargo los temores de Beethoven estaban justificados, porque realmente la Novena tenía dificultades intrínsecas. Hoy, cuando estamos hartos de oír su parte cantada como himno de Europa o tema del rockero Miguel Ríos y otras banalizaciones, no podemos entender hasta qué punto era transgresor introducir el canto coral y de solistas en una sinfonía. Eso por no hablar de que la música en sí era un manifiesto revolucionario, era poner en notas las ideas del movimiento Sturm und Drag (tempestad y emoción), prólogo tanto del romanticismo como del nacionalismo alemán, un canto a una libertad que era la antítesis del absolutismo que todavía reinaba en Europa, un panfleto contra la música cortesana.

Además aquella sinfonía exigía una orquestación que no podía asumir ninguna de las orquestas existentes. Se iba a estrenar en el Teatro de la Corte Imperial y Real, popularmente conocido como el Teatro Kärntnertor por su ubicación, pero sería preciso agregar a su orquesta la de la famosa Musikverein (Sociedad Musical de Viena), más un selecto grupo de músicos de otras formaciones. A ello se añadirían dos coros, el de la Corte y el de la Musikverein, y cuatro solistas elegidos por Beethoven. 

Toda esta amalgama de intérpretes tuvo solamente dos ensayos generales para ponerse a punto, pero lo que realmente preocupaba a Michael Umlauf, Kapelmeister (director musical) del Kärntnertor, y a Louis Duport, el director de su orquesta, era que Beethoven había decidido, tras doce años sin aparecer por los escenarios, dirigir personalmente a la orquesta en la Novena Sinfonía.

La larga ausencia de Beethoven no se debía a una extravagancia de artista, sino a su sordera, que desde hacía tres décadas había avanzado inexorablemente. Umlauf había presenciado dos años antes un intento de Beethoven de dirigir un ensayo de su ópera Fidelio, cuyo resultado fue penoso, y temía lo que pudiera pasar en el estreno, de modo que, a espaldas de Beethoven, aleccionó a los músicos para que siguieran las indicaciones del director de la orquesta, Duport.

El día del estreno el todo Viena llenaba el Teatro Kärntnertor, acaudillado por el canciller Metternich, todopoderoso primer ministro del Imperio. Entre los compositores presentes se hallaba otro de los grandes, Franz Schubert. En contra de los temores de Beethoven, y por mucho que en Viena estuviese de moda Rossini, la audiencia se entusiasmó con la Novena Sinfonía, rompiendo en apasionados aplausos varias veces durante su ejecución.

Pero nadie superaba en entusiasmo y pasión al propio autor de la Novena que, subido al atril, dirigía una sinfonía que no oía nadie más que él. Y es que su extraordinario cerebro musical le permitía oír dentro de su cabeza las notas que componía, solamente así se explica que estando completamente aislado del mundo sonoro pudiese seguir creando obras maravillosas como la Misa Solemne o la Novena.

Existe el testimonio de uno de los intérpretes, el violinista Joseph Böhm, que cuenta que Beethoven “se lanzaba de un lado a otro del atril como un loco. Por momentos se estiraba todo lo que daba su altura, y luego se agachaba hasta el suelo, agitaba manos y pies como si quisiera tocar todos los instrumentos y cantar las partes del coro”

Esa entrega total a la sinfonía que oía por dentro de su cabeza provocaría la anécdota más famosa del estreno de la Novena. Cuando la orquesta terminó de tocar y el público rompió en aplausos y vítores, Beethoven no se enteró, él llevaba otro tempo y seguía dirigiendo. Una de los cuatro solistas, la contralto Caroline Unger, una bella muchacha de sólo 20 años, se acercó a él y, suavemente, le hizo dar la vuelta. Entonces pudo Beethoven ver el alcance de su éxito, porque el público, sabedor de que el maestro no podía oír los aplausos, ondeaba enloquecidamente los pañuelos.

La música de todos

Desde entonces, desde ese día venturoso de mayo de 1824 la carrera de éxitos de la Novena Sinfonía de Beethoven no ha tenido igual en la Historia. La Novena ha sido reverenciada como un objeto de culto religioso, ha sido utilizada como arma política e incluso como arma de guerra, ha sido explotada en muchos ámbitos por su comercialidad.

Hay que señalar que la Novena no sólo enamora por su forma musical sublime, también fascina por su contenido, que es fruto del ambiente revolucionario en el que transcurrió la juventud de Beethoven. Solamente tenía 15 años cuando Schiller publicó su Oda a la Alegría, que le causó un hondo impacto. Eso era en el año 1785, estaba en marcha la Revolución Francesa y como muchos jóvenes alemanes -incluido Schiller- Ludwig van Beethoven se sentía fascinado por sus nuevas ideas de libertad, igualdad y fraternidad, que también encontraba en la Oda a la Alegría. Parece que ya intentó ponerle música antes de los 22 años, cuando dejó su natal Bonn e inició su vida en Viena. E hizo al menos dos intentos más antes de emprender el definitivo en 1823.

Entre 1814 y 1818 la creatividad de Beethoven había pasado por una especie de vacaciones. La sordera y los disgustos que le causaba su sobrino prohijado, que era un auténtico cáncer en su vida, le hicieron necesario este descanso. Pero en 1817 la Sociedad Filarmónica de Londres le invitó a que escribiese una nueva sinfonía y a que fuese a Inglaterra, donde gozaba de enorme popularidad.

Cuando Beethoven pudo regresar a su actividad normal lo haría gloriosamente, pues de esta última etapa son, además de varias sonatas, sus dos obras más grandiosas, la Misa Solemne y la Novena Sinfonía. La Misa, encargada por su protector el cardenal-archiduque Rodolfo, hermano del emperador, le daría muchísimo trabajo, pero en 1823 se dedicó por fin a aquel proyecto soñado de ponerle música a la oda de Schiller. Su gran atrevimiento fue hacerlo mediante una sinfonía, porque en aquella época se consideraba extravagante que una sinfonía tuviese partes cantadas.

La terminó por fin en 1824, como ya hemos explicado, y desde entonces la Novena puede decirse que cobró independencia respecto a su autor y emprendió su contradictoria carrera, que no tiene igual en el mundo de la música. En 1931 Pau Casals tocó una adaptación de la Novena para cello en el acto de proclamación de la Segunda República Española, pero desde que los nazis subieron al poder en Alemania adoptaron la Novena como patrimonio propio, y se tocaba para festejar los cumpleaños de Hitler.

Y es que ya Bismark, el llamado Canciller de Hierro, forjador de la unidad alemana, decía que oyendo la Novena se sentía más valiente, la proponía como instrumento para elevar la moral de sus tropas, e hizo de ella un símbolo de una poderosa Alemania construida a base de guerras de agresión. Sin embargo cuando tras la Segunda Guerra Mundial se creo la Organización de las Naciones Unidas (ONU), con un ideario de paz mundial, se propuso que la Novena fuese el “himno del mundo”.

Aquella idea no prosperó, sin embargo en 1972 el Consejo de Europa (precedente de la Unión Europea) la adoptó como himno europeo por su exaltación de la fraternidad, la paz y la libertad, y en 1985 haría lo propio la Unión Europea, que también tomó del Consejo de Europa la bandera azul de las estrellas. Pero curiosamente, en 1970 también le había parecido adecuada como himno nacional a la “República blanca de Rodesia”, un estado de breve existencia que practicaba el apartheid racial al estilo de Sudáfrica.

Hay que señalar que la Unión Europea tiene como himno oficial un arreglo realizado por el gran director alemán Herbert von Karajan, pero que ese mismo director, siendo joven y afiliado al partido de Hitler, dirigió un concierto en el París ocupado por los alemanes, como parte del programa de propaganda nazi en la Europa sojuzgada.

Sin que se sepa bien por qué, la Copa de Libertadores, equivalente sudamericano a la Liga de Campeones europea, adoptó en 2002 la Novena Sinfonía como su tema musical, aunque con aire de fanfarria. Más trascendencia política tuvo otra injerencia deportiva en la Novena, la decisión de las dos Alemanias, capitalista y comunista, de desfilar como un solo equipo en los Juegos Olímpicos de 1956 y 1964, y adoptar como himno común la obra de Beethoven cuando deportistas alemanes del Este o del Oeste subieran a lo más alto del podio. En nuestro tiempo la interpretación más emotiva de la Novena también tendría que ver con esa unidad alemana que ya buscaban Bismark y Hitler, aunque ahora en un tono pacífico. Tuvo lugar en Berlín, en diciembre de 1989, pocas semanas después de la caída del Muro de Berlín, y formaron la orquesta músicos de las dos Alemanias, recién reencontradas, aunque todavía no unificadas. Tocaron bajo la batuta de un judío norteamericano, Leonard Bernstein, que se permitió la libertad de cambiar en la parte cantada la palabra Freude (alegría) por Freiheit (libertad).

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D