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Historias de la historia

Siguiendo las huellas del Louvre

Hace 200 años que abrió sus puertas la National Gallery de Londres, que empezó como un proyecto modesto

Siguiendo las huellas del Louvre

La Venus del Espejo de Velázquez fue atacada por una sufragista al poco de ingresar en la National Gallery. | .

Los ingleses aparentan sentirse superiores a los «continentales», pero en realidad sienten un complejo de inferioridad frente a París. En 1815, tras derrotar definitivamente a Napoleón en Waterloo, el ejército de Wellington ocupó París. Hacía 25 años que prácticamente ningún inglés había visitado Francia por las constantes guerras entre los dos países, y paradójicamente los vencedores se sintieron envidiosos de los vencidos por las maravillas de la capital francesa. Londres comenzó a imitar a París. 

Resultaría fácil emular el Arco de Triunfo, ahí están Marble Arch y Wellington Arch, los dos arcos que bordean Hyde Park. También se imitaría con éxito la Columna Vendôme, que sostiene una estatua de Bonaparte, levantando la Columna de Nelson en Trafalgar Square. Pero sin embargo sería mucho más peliagudo hacer algo parecido al Museo del Louvre, una de las maravillas que les habían deslumbrado en París.

El Louvre tiene fama de ser el primer museo abierto al público en el mundo. Fue un proyecto de la Revolución Francesa desde 1793, que Napoleón adoptó como propio. A las colecciones de la realeza, de la nobleza y de la Iglesia requisadas por la Revolución, Bonaparte sumaría obras de arte expoliadas por sus soldados en toda Europa. Sin embargo, ya existían dos precedentes de categoría, pues a finales del siglo XVIII tanto los grandes duques de Toscana como los príncipes electores de Baviera abrieron al público sus colecciones dinásticas, dando origen a la Gallería de los Ufffizi en Florencia y a la Pinacoteca Antigua de Múnich.

Más curioso es que el eco de la Revolución Francesa llegara a Madrid, pues fue José I, el hermano de Napoleón considerado «el rey intruso» por la mayoría de los españoles, quien proyectó la creación de un museo de pinturas en la Villa y Corte. No tuvo ocasión de hacerlo José I, pero asombrosamente el proyecto revolucionario fue asumido por Fernando VII, el rey más absolutista que ha tenido España. Animado por su segunda esposa Isabel de Braganza, una princesa portuguesa muy ilustrada, Fernando VII hizo una generosísima donación de las colecciones reales para crear en 1819 el Museo del Prado.

Mientras tanto, en Inglaterra, sus reyes no mostraban ninguna intención de compartir las obras de arte de la colección real con sus súbditos, y tendría que ser la iniciativa particular, el parlamento o el gobierno, quienes afrontasen la misión de crear un museo nacional de pintura a partir de cero. Ya en 1777 un diputado de la Cámara de los Comunes había pedido al gobierno que comprase la colección Walpole para crear «una noble galería» de pintura aneja al Museo Británico, pero las autoridades desdeñaron la oportunidad y la colección inglesa fue adquirida por Catalina la Grande de Rusia. 

La cicatería del gobierno se mantuvo durante décadas. En 1799 rechazó una buena colección cuyo propietario llegaría finalmente al Colegio Dulwich, y así se surgió en 1814 el primer museo de pintura abierto al público en Inglaterra, la Galería Dulwich, una de las más interesantes del Londres actual. 

Espoleada por intelectuales, amantes del arte y algunos parlamentarios, había un clamor en la opinión pública contra esta política. Cuando en 1823 salió al mercado la colección Angerstein, un banquero ruso afincado en Londres que había fallecido, sería la Cámara de los Comunes, interpelada por el diputado liberal George Agar Ellis, quien tomaría la determinación de adquirirla. Quiso la casualidad que Austria pagase en ese momento una antigua deuda de guerra, por lo que había dinero público contante y sonante, y se abonaron 57.000 libras por la colección.

Así pudo abrir sus puertas la National Gallery o Galería Nacional, el 10 de mayo de 1824, cinco años después que el Prado y treinta después que el Louvre. Su primera instalación estaba en la misma casa particular del banquero Angerstein, en el Pall Mall, la calle más exclusiva de Londres. Comparada con el Prado o el Louvre se trataba de una escuálida colección por su número, solamente 38 pinturas, aunque incluía obras de Rafael. Un mecenas, Sir George Beaumont, ofreció 16 cuadros más.

Complejo de inferioridad

Durante años hubo diversas aportaciones, aunque era difícil evitar el complejo de inferioridad cuando la National Gallery se comparaba con los museos europeos. A ello contribuía su edificio. El Louvre era un majestuoso palacio de la monarquía francesa, el Prado contaba con un gran edificio construido ex profeso para museo, joya del neoclásico, mientras que la National Gallery estaba en una vivienda bastante vulgar y nada espaciosa, aunque se ubicara en la calle más cara de Londres.

Incluso esto incomodaba a los parlamentarios, que pensaban que la galería nacional de arte debía estar al alcance del pueblo, situada por tanto fuera de un barrio donde sólo había ricos. En 1832 comenzó a construirse un edificio de características museísticas en lo que es hoy Trafalgar Square, un punto de contacto entre el Londres rico del West End y el Londres popular del East End. El arquitecto, William Wilkins, diseñó una fachada neoclásica, como era moda para los edificios de museos, aunque fue muy criticado, y las obras finalizaron en 1836, aunque después ha sufrido importantes reformas.

Poco a poco se iba incrementando la colección. En 1851 la Comisión Parlamentaria que tutelaba la National Gallery decidió crear la figura del director. Hasta entonces el museo había estado gobernado por una junta de patronos muy poco dinámica, que solamente se interesaba por la pintura italiana del Renacimiento. Las fuerzas políticas del reino intervinieron en el asunto, y en 1855 fue designado el candidato respaldado por la reina Victoria, Sir Charles Lock Eastlake, presidente de la Real Academia y ex conservador de pinturas de la Galería.

Eastlake tenía claro que la National Gallery debía exhibir obras de renombre para alcanzar cierta categoría. Ya en 1852 se había intentado conseguir una de las pinturas más famosas del mercado, la Inmaculada de los Venerables de Murillo. Había sido robada en Sevilla por el mariscal Soult durante la invasión francesa, y tras la muerte del ladrón salió a subasta en París. La National Gallery acudió inocentemente a pujar por ella, pero se encontró en una partida de alta política de las potencias europeas. Isabel II quería recuperarla para España por una cuestión de honor nacional, el zar Nicolás I la ambicionaba por capricho, pero en Rusia el capricho del zar era ley. Sin embargo el más empeñado era el príncipe-presidente de la República Francesa, Luís Napoleón Bonaparte, que había decidido triunfar en esa subasta como un desquite de la derrota de Waterloo. Era una maniobra de propaganda necesaria para el golpe de estado que maquinaba, que le convertiría en emperador con el nombre de Napoleón III, por lo que asignó fondos ilimitados a la subasta y se quedó con la Inmaculada, convertida en la pintura más cara del Louvre.

Eastlake no dispondría nunca de fondos ilimitados, pero logró que le asignaran 10.000 libras anuales para compras. Dado su conocimiento del arte, el primer director de la National Gallery se convertía durante un par de meses al año en marchante, viajaba por Europa, especialmente por Italia, e iba encontrando tesoros que compraba. Con su dedicación adquirió 150 obras en el mercado europeo, y otro medio centenar en Inglaterra, incluyendo obras maestras como el Bautismo de Cristo de Piero della Francesca, la Madonna del Prato de Giovanni Bellini, y otras que resultaban espectaculares, como la Batalla de San Romano de Paolo Uccello.

La política de compras con fondos públicos continuó durante tres décadas y culminó en la adquisición en 1885 de la Madonna Ansidei de Rafael y del Retrato ecuestre de Carlos I, por Van Dyck, parte de la colección de arte de Blenheim Palace, solar de los duques de Malborough donde había nacido Winston Churchill. La National Gallery pagó 87.500 libras, un récord de precio en ese momento. Tras ese exceso se acabó para muchos años la subvención pública. Cuando en 1890 la National Gallery quiso adquirir otra pintura notable a otro aristócrata en apuros, en este caso Los embajadores de Hans Holbein, que adornaba el castillo del conde de Radnor, fue necesario hacer una colecta entre particulares, la primera vez que un museo recurría a este sistema hoy tan común.

A principios del siglo XX una crisis agrícola provocó que muchos nobles terratenientes vendiesen sus colecciones. La mayoría de ellas se las llevaron los americanos, pero se formó un Fondo Nacional para la conservación del patrimonio artístico, y entre sus iniciativas estuvo la compra de La Venus del Espejo de Velázquez en 1906; el propio rey Eduardo VII contribuyó con 8.000 libras.

Por fin la National Gallery podía exhibir una obra maestra emblemática. La Venus de Velázquez no solamente era una magnífica invención del mejor de los pintores, era también una obra única, el único desnudo «laico» de la gran escuela española del Siglo de Oro, que sólo admitía exhibir el cuerpo en mártires, cristos o Adán y Eva. Pero la fama tiene sus riesgos. El 10 de marzo de 1914, una sufragista, es decir, una feminista radical que luchaba por el derecho al voto de la mujer, agredió a La Venus del Espejo con una cuchilla de carnicero, dándole siete grandes tajos.

La agresora era Mary Richardson, bien conocida por la policía, pues había estado en la cárcel nueve veces en los últimos dos años. Para justificar su acto vandálico, la Richardson dijo: «He intentado destruir la pintura de la más bella mujer en la historia de la mitología como protesta contra el Gobierno, por destruir a la Sra Pankhurst, que es la persona más hermosa de la historia moderna». Esa Sra. Pankhurst era la fundadora y jefa del movimiento sufragista, estaba en prisión y se había declarado en huelga de hambre.

El atentado contra el cuadro de Velázquez tuvo repercusión en la prensa mundial y, paradójicamente, benefició a la National Gallery, que empezó a ser considerada un lugar emblemático, como los grandes museos europeos. La National Gallery experimentaría un proceso de expansión, en volumen y calidad de su colección, hasta alcanzar la excelencia. Y por cierto, la feminista que provocó ese proceso, Mary Richardson, terminaría afiliándose a la Unión Fascista Británica. Pero eso es ya otra historia.

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