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¿Cuándo dejó Elon Musk de ser un superhéroe para convertirse en el último supervillano?

Solo Jobs podía vanagloriarse de triunfar en más de una industria. Era millonario y famoso, el nuevo héroe americano. Hasta que se cruzó en su camino Twitter.

¿Cuándo dejó Elon Musk de ser un superhéroe para convertirse en el último supervillano?

Ilustración de Erich Gordon.

En muchos aspectos, Elon Musk (Pretoria, Suráfrica, 1971) encarna el sueño americano.

De entrada, no tuvo una infancia feliz. «A [mi padre] Errol», confiesa en la biografía que le dedicó Ashley Vance, «se le da bien hacerte sentir desgraciado». Aunque nunca ha querido dar detalles, sí sabemos que le ha prometido a su exesposa Justine Wilson que sus hijos nunca lo conocerán.

Su pasión por la lectura («Los fines de semana podía leer dos libros al día») y su memoria fotográfica hicieron de él un blanco ideal para acosadores. Una vez que estaba comiendo en lo alto de unas gradas de hormigón, un compañero se le acercó por la espalda y lo empujó salvajemente. «Creo que había chocado sin querer contra aquel chico en una reunión celebrada por la mañana y se había ofendido muchísimo», recuerda Musk.

Rodó escaleras abajo y quedó tendido en el rellano, donde lo patearon a discreción. Acabó en urgencias.

Un cuchitril de mierda

Tampoco fueron fáciles sus comienzos como empresario.

Para su primera compañía, Zip2 (una especie de páginas amarillas online), su hermano Kimbal y él cogieron un estudio de seis por nueve metros en un tercer piso sin ascensor. Los aseos solían atascarse y «era literalmente un cuchitril de mierda», en opinión de uno de los primeros empleados.

Su padre les había dado 28.000 dólares para arrancar, pero entre el alquiler, la licencia del software y los equipos se quedaron rápidamente sin blanca y, durante tres meses, tuvieron que dormir en la oficina. Guardaban la ropa en un armario y se duchaban en un albergue de la YMCA, la Asociación Cristiana de Jóvenes.

Elon Musk tira un McLaren a la basura

Otro rasgo que Musk comparte con el héroe americano es la tenacidad. No se da nunca por vencido y, si lo tumban, se levanta, se sacude el polvo y vuelve a la pelea.

Vance recoge una anécdota muy reveladora.

La venta de Zip2 a Compaq Computer en 1999 le proporcionó a Musk una pequeña fortuna de 22 millones de dólares. Además de mudarse a un apartamento de 170 metros cuadrados, se compró un McLaren F1 y un día, mientras se dirigía a visitar a un inversor, le dijo al amigo que lo acompañaba: «Mira esto», y pisó el acelerador a fondo.

Aquella bestia de 600 caballos no reaccionó dócilmente a la patada.

Derrapó, se puso a dar trompos como un derviche y voló por encima del arcén hasta el fondo de un terraplén. Las ruedas y las ventanilla se hicieron trizas y la carrocería acabó llena de bollos. «Lo más divertido es que no está asegurado», comentó simplemente Musk.

¿Cómo no iba a adorar la prensa a alguien semejante?

Misión: salvar a la humanidad

Pero es que, además, Musk se desmarcó pronto de la dinámica que se había adueñado de Silicon Valley tras el estallido de las puntocom en 2000. El apetito por el riesgo y el afán de innovación se habían esfumado y los grandes proyectos habían dado paso al diseño de videojuegos y aplicaciones y a la captación de publicidad. «Los mejores talentos de mi generación», se lamentaba un ingeniero de Facebook, «se devanan los sesos para lograr que la gente haga clic en un anuncio».

Musk, por el contrario, nunca dejó de soñar a lo grande. Intentó montar un banco online (lo que terminaría siendo PayPal al cabo de varios pivotajes) y, cuando eBay se lo compró por 1.500 millones de dólares, invirtió su parte del botín en SpaceX, una empresa cuyo propósito es «facilitar la colonización de Marte»; en Tesla, un fabricante de coches eléctricos, y en SolarCity, una compañía de energía solar.

Mientras Mark Zuckerberg nos ayudaba a compartir las fotos de nuestros hijos, Musk trabajaba para salvar a la humanidad de la aniquilación.

La leyenda crece

Al principio, muchos consideraron que Musk era otro chiflado más de los que tanto abundan en Silicon Valley.

Pero a lo largo de 2012 incluso los más cínicos debieron admitir que lo habían subestimado. «SpaceX», cuenta Vance, «lanzó una cápsula de carga a la Estación Espacial Internacional y logró traerla de vuelta a la Tierra. Tesla presentó el Modelo S, una hermosa berlina completamente eléctrica que dejó sin aliento a la industria automovilística». Y SolarCity se dispuso a «pujar por un contrato público».

A partir de ese instante, la leyenda de Musk no hizo más que agrandarse.

Únicamente Steve Jobs podía vanagloriarse de haber triunfado en industrias tan dispares. Era inmensamente rico. Contaba a sus admiradores por millones.

Hasta que se cruzó en su camino Twitter.

«Tu opinión me importa una mierda»

En principio, gestionar una red social parecía sencillo para alguien que se dedica a poner satélites en órbita, pero ha resultado una auténtica pesadilla.

Están, para empezar, sus limitaciones gerenciales. Musk es un visionario y todos los que se han embarcado en alguno de sus descomunales proyectos (conquistar Marte, combatir el cambio climático) sabían que iban a exigirles lo imposible. El privilegio de formar parte de una aventura única les compensaba por los malos tratos, algo en lo que Musk es también excepcional.

El hombre nunca se ha distinguido por su paciencia.

En Zip2, Musk y su hermano dirimían las diferencias a puñetazo limpio en medio de la oficina. También volvía locos a los ingenieros con sus salidas de tono. «Tu opinión me importa una mierda», le espetó a uno cuando le dijo que algo no podía hacerse. Y naturalmente, no entendía de horarios. «Todos trabajábamos 20 horas diarias», recuerda una antigua empleada, «y él, 23».

Pero la plantilla de Twitter carece de cualquier sentido trascendente. Es una red social y no solo lleva mal los modales de ogro de Musk, sino que no duda en airearlos.

Efecto halo

Esta mala prensa apenas tendría relevancia si las cuentas salieran.

Igual que en el fútbol, en el mundo de la empresa los resultados lo son todo y, cuando acompañan, el CEO autoritario se vuelve un líder carismático y dialogante, un gran motivador. Ahora bien, en cuanto las cosas se tuercen, el primero pasa a ser un déspota y el segundo, un pusilánime y un infeliz.

Y los números de Twitter son penosos: si el año pasado palmó 221 millones de dólares, este podría ampliar las pérdidas hasta los 4.000 millones, según una estimación citada por The Economist.

¿Cuál es el problema?

Fuera de lugar

Vance se burla en su libro del «club tecnoutópico de Silicon Valley», un grupo de emprendedores intoxicados por el éxito y que se consideran el camino, la verdad y la vida. Bastaría con que nos encomendáramos a sus planteamientos superracionales para que nuestros males se esfumaran. Musk es uno de ellos e, igual que va a librarnos del calentamiento global con Tesla y SolarCity y, si fracasa, nos facilitará una vía de escape a Marte con SpaceX, con Twitter pretendía preservar la libertad de expresión.

Por desgracia, las cuestiones técnicas no tienen nada que ver con las políticas.

A nadie se le ocurre someter a votación la reparación de un cohete; se contrata al ingeniero más capacitado y ya está. Con la libertad de expresión, sin embargo, no hay ingeniero que valga, porque no existe una ecuación que demuestre cuál es el nivel satisfactorio.

Si estuviéramos ante un derecho absoluto, Musk podría programar y automatizar su dispensación. Pero la libertad de expresión entra a veces en colisión con la seguridad, como sucede con los tuiteros que comparten la localización en tiempo real de su hijo. O con la propia rentabilidad de la compañía, como esa cuenta falsa de Nestlé de la que colgaron: «Te robamos el agua y luego te la revendemos, jajajajá».

Conciliar estos intereses es muy delicado. Si consientes la barra libre, facilitas el acoso de los famosos y te quedas sin anunciantes. Pero si impones demasiadas restricciones, puedes encontrarte con una estampida de usuarios.

Entra en acción Superlópez

Las meteduras de pata con Twitter no han sido, no obstante, el único baldón en la ejecutoria reciente de Musk.

Conociendo su temperamento mesiánico, era inevitable que empezara a involucrarse en lo que considera causas justas. Y como en los cómics de superhéroes, las primeras incursiones suelen ser éticamente incuestionables. Cuando, por ejemplo, Clark Kent se calza las mallas en una cabina telefónica para moler a puñetazos a los desaprensivos que acosan a una indefensa señorita, nadie duda dónde está el bien y dónde el mal y no importa tanto que un particular se tome la justicia por su mano.

Del mismo modo, pocos protestaron cuando Musk ofreció a los ucranianos el acceso gratuito a su red de satélites. Pero no ocurrió lo mismo cuando propuso que Kiev cediera Crimea y alguna otra parte de su territorio para acabar con el conflicto. Y el hecho de que Volodímir Zelenski considerara que debía darle una réplica inmediata revela hasta qué punto se ha vuelto Musk un personaje influyente e inquietante.

¿Un supervillano? Dejémoslo en un superhéroe bienintencionado y torpe. Una especie de Superlópez. Por ahora.

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