El 'management' de Pablo Iglesias: la marca soy yo y el que se mueva no sale en la foto
Pascual, ex secretario general de Podemos, retrata la candidez intelectual de Errejón y el realismo implacable de Iglesias
A finales de agosto de 2014 la dirección de Podemos convocó una «despedida de soltera» en una finca de la provincia de Ávila.
A pesar del nombre, no se trataba de una ocasión festiva. «Estábamos persuadidos —recuerda el ex secretario general de la formación morada Sergio Pascual en Un cadáver en el congreso— de que los servicios de inteligencia seguían nuestros movimientos y aquella peculiar etiqueta […] nos pareció una buena maniobra de distracción».
Esta cautela rayana en la paranoia es típica de las células radicales, aunque a esas alturas Podemos era de todo menos una célula.
De hecho, Pablo Bustinduy (uno de sus fundadores y hoy ministro de Derechos Sociales y Consumo) arrancó la reunión con un análisis pletórico de optimismo. «Podemos había roto todas las expectativas». Fundado oficialmente en enero de ese año, había obtenido apenas cuatro meses después 1,2 millones de votos y cinco escaños en las elecciones al Parlamento Europeo y se había consagrado como «un actor político insoslayable».
«La marca soy yo»
Los sondeos indicaban, además, que la ascensión continuaba.
El barómetro del CIS publicado unas semanas antes de la «despedida de soltera» anticipaba incluso el sorpaso: a la pregunta de «Suponiendo que mañana se celebrasen elecciones generales, es decir, al Parlamento español, ¿a qué partido votaría Ud.?», el 11,9% de los encuestados respondía que a Podemos, 1,3 puntos más que al PSOE (10,6%).
«Existía un genuino torrente de ilusión», recuerda Pascual.
Por ello, tras felicitarse de que hubieran construido «una marca de éxito en tiempo récord», Bustinduy cedió con una sonrisa en los labios la palabra a Pablo Iglesias, quien contra todo pronóstico lo «paró en seco». Le recordó «con brutal dureza» que «no había tal marca, [que] la marca era él» y dejó claro «con su característica voz queda» que no tendría contemplaciones con ninguno de los presentes.
Fue entonces «cuando el Podemos perfecto desapareció ante mis ojos», dice Pascual.
Un velador bien provisto de botellines
Pascual se define a sí mismo como un activista «autodidacta e internacionalista».
Tras presenciar durante un viaje a Camboya cómo dos gringos cincuentones devoraban «con miradas primitivas, lascivas y nauseabundas a dos niñas», cobró conciencia de que tenía que «hacer algo» y empezó a militar en la izquierda radical. Acabó de consultor en la Fundación CEPS (Centro de Estudios Políticos y Sociales) y estuvo seis años yendo y viniendo «primero por Bolivia, luego por el ministerio de Coordinación de la Política del Ecuador de Rafael Correa [de Ecuador] y finalmente por la Caracas de Chávez».
Moviéndose en esos ambientes era inevitable que coincidiera con Iglesias e Íñigo Errejón y, hacia el otoño de 2011, había trabado una buena relación con ellos.
Por aquella época, ambos formaban parte del equipo de asesores de Cayo Lara, pero Iglesias empezaba a hartarse y una noche, en el sevillanísimo Corto Maltés y alrededor de un velador bien provisto de botellines, les expuso su plan.
Teoría de la transversalidad
El análisis de partida era compartido por todos los allí presentes (además de Errejón y Pascual, Auxiliadora Honorato y Miguel Urbán, otros dos podemitas de primera hora).
La crisis había abierto un espacio político nuevo que ni el PP, por sus escándalos de corrupción, ni el PSOE, por su torpe gestión económica, podían capitalizar. Había sencillamente que ocuparlo, pero el asalto no podía llevarse a cabo desde un planteamiento tradicional. Los afectados por la Gran Recesión conformaban un colectivo demasiado heterogéneo. Estaban los obreros que constituían la clientela habitual de socialistas y marxistas, pero había también profesionales liberales y empresarios que renegaban de un Mariano Rajoy que los asfixiaba con unos recortes y, sobre todo, con unas subidas de impuestos que había prometido que no llevaría a cabo.
¿Cómo orientar en una misma dirección de voto esa mayoría transversal?
Había que «girar el eje» del debate, es decir, abandonar el antagonismo horizontal entre izquierda y derecha y sustituirlo por otro antagonismo vertical, que enfrentara a los de abajo y a los de arriba, a la gente y a la casta. Eso solo podía hacerlo un líder. En ausencia de un ideario compacto, había que encontrar una figura que actuara como «significante vacío» y encarnara «aquello que para cada cual significaba aquello que quería que significase».
Las limitaciones de la teoría…
Iglesias creía, naturalmente, que él era esa figura y había empezado a «acumular capital mediático».
Estaba convencido de que en la sociedad del espectáculo en la que vivimos cualquier opción política pasaba por disponer de una ventana de expresión. La Tuerka era a la sazón su modesta plataforma, pero en abril de 2013, con motivo del movimiento «Asedia el Congreso», comenzaría a acudir como tertuliano a El Gato al Agua y eso le daría un potente espaldarazo.
Errejón no compartía, sin embargo, esta estrategia.
Él era el apóstol de la transversalidad, que tan buenos resultados había dado en Bolivia, Venezuela, Argentina y Ecuador. Pero justamente porque había estudiado y conocía bien el fenómeno, tenía muy presentes las diferencias entre las dos orillas del Atlántico. Para empezar, aquí no existe una única «patria»: el nuestro es un país hecho a retales y solo los madrileños del barrio de Salamanca se creen de verdad que España es una.
Tampoco tenemos un Bolívar, un Martí, un San Martín o un George Washington.
Finalmente, frente a la ausencia de un Estado efectivo en la mayor parte de Latinoamérica, «España está atravesada por una compleja y asentada institucionalidad […]. En esas circunstancias —concluye Pascual—, simplificar el discurso y aun encarnarlo en una sola persona se tornaba tarea imposible».
…y su resultado práctico
Ni Errejón ni Pascual supieron apreciar «el crecimiento de la popularidad de Iglesias», y mucho menos Izquierda Unida cuando en 2014 les lanzó el órdago.
«Casi puedo imaginar las caras estupefactas de los personajes en escena —recuerda Pascual—. Cayo Lara y Willy Meyer oyendo decir al que hasta ahora había sido uno de sus asesores de campaña y militante de sus juventudes que tendría que ser él y no otro el candidato a las europeas».
Se negaron, claro, y no dejaron otra salida a Iglesias que activar el artefacto que terminaría devorándolos.
El golpe de timón
Una vez logrado el ascenso a primera división, Podemos debía mantenerse y, para ello, era imprescindible dotarse de una estructura.
Pascual cuenta que Iglesias confió esa tarea al llamado Equipo Técnico. Puso al frente del mismo a Luis Alegre, una persona de su absoluta confianza, y cubriendo la retaguardia, «con la misión de derribar a quienes discutieran las decisiones del órgano», a Juan Carlos Monedero.
Aunque no lo dice abiertamente, Pascual deja caer que el Equipo Técnico no era demasiado diligente: se veía «de higos a brevas» y «se relacionaba por correo electrónico».
Errejón, por el contrario, formó una amplia red de colaboradores y, «por la vía de los hechos, sencillamente asumiendo y distribuyendo más tareas y con más eficacia», fue acumulando influencia. Iglesias, educado en el leninismo más estricto, únicamente podía interpretar esto de una manera: mientras él estaba ausente en el Parlamento Europeo, Errejón se dedicaba a moverle la silla.
Por eso convocó la «despedida de soltera» y por eso dio un golpe de timón en la cabeza de Bustinduy.
El Pablo Iglesias auténtico
El encuentro de Ávila fue el pistoletazo de salida de una larga guerra fría entre pablismo y errejonismo.
Cualquier pretexto valía para enzarzarse. Las batallas «se daban —recuerda Pascual— por una coma en un texto o un nombre en una lista de candidatos a concejales; por una llamada no realizada o el tamaño de un rostro en un cartel; por la entrada de nuevos miembros en la ejecutiva, o por quién iba a los espacios de mayor audiencia de la televisión, como La Sexta Noche».
Durante un tiempo, Pascual creyó de buena fe que el autoritarismo de Iglesias era coyuntural.
«En cierta medida, pensábamos —al menos yo lo pensaba— que una vez superado el estado de excepción interno debido a la carrera electoral evolucionaríamos a un modelo más democrático de gestión de las diferencias. En la práctica nunca lo hicimos». Con vistas al congreso fundacional de Vistalegre, Pascual elaboró un estatuto cargado de buenos deseos y normas éticas.
«Cuando releo estas propuestas ahora —dice— casi me sonrojo, por la inocencia de aquel septiembre de 2014. La inmensa mayoría fueron cercenadas antes de llegar a ser votadas».
Teoría X y teoría Y
Douglas McGregor, un profesor de la Sloan School of Management del MIT, dividió las filosofías de gestión en dos grandes escuelas: la teoría X y la teoría Y.
Los defensores de la teoría X recelan de sus empleados. Creen que dejan de trabajar en cuanto les dan la espalda y funcionan a base de palo y tentetieso. Como recomienda Maquiavelo al Príncipe, consideran que es preferible ser temido a ser amado, porque mientras nada garantiza que el ciudadano corresponda a tu benevolencia con su afecto, el temor se puede inducir a voluntad.
La teoría Y parte de una concepción mucho más optimista de la condición humana.
Supone que la gente es fundamentalmente leal y fomenta una atmósfera de confianza que favorece la creatividad y diversifica el riesgo, porque anima a todos los empleados a aportar ideas e iniciativas e impide que el futuro de la compañía quede en manos de la genialidad de su presidente.
Tanto el sentido común como la evidencia empírica revelan que es un estilo de management más eficaz.
«La confianza —escribe The Economist— se considera un ingrediente cada vez más importante para el éxito de las empresas; un reciente informe del Instituto para la Productividad Empresarial concluía que las organizaciones de alto rendimiento tenían más probabilidades de caracterizarse por altos niveles de confianza».
Justo lo contrario que Podemos, que a partir de la «despedida de soltera» entró en una deriva cada vez más autocrática.
Al borde del sorpaso
Podemos surgió como la apoteosis de la «transversalidad», del casta/pueblo, del arriba/abajo, del «no somos de izquierdas ni de derechas».
Había venido para renovar la política y, si para Errejón esa transversalidad «era una religión», para Iglesias siempre fue algo instrumental, una maniobra de asalto al poder. Sabía que el idilio con los votantes no duraría, que tarde o temprano volvería a imperar el eje izquierda/derecha y, para cuando eso sucediera, quería haberse deshecho del PSOE.
Con esta mentalidad afrontó las generales de diciembre de 2015, y hay que decir que casi lo logró.
Los cinco millones de votos lo dejaron a apenas 200.000 de los socialistas. No tardaron en hacerle ver que, si hubieran acudido a las urnas de la mano de Izquierda Unida, el sorpaso se habría consumado, pero con su talante de liderazgo tan X no solo había desoído a quienes le recomendaban la alianza con IU, sino que se había burlado de sus dirigentes llamándolos «cenizos» y «pitufos gruñones».
El penúltimo volantazo
Aquella noche decidió, no obstante, rectificar y probar el pacto con IU.
El atomizado espectro parlamentario facilitaba la repetición electoral. Bastaba con impedir la investidura de Sánchez imponiéndole unas condiciones inasumibles. Nuevamente, los errejonistas le desaconsejaron transitar esa senda y, nuevamente, impuso su terca voluntad. En una estructura más democrática, más de la teoría Y, quizás se hubiera abierto un debate.
En Podemos, sin embargo, «el proyecto, el partido, el líder histórico, las propuestas del líder histórico», era ya todo una misma y sola cosa.
Barridos sin contemplaciones
Que el cálculo de Iglesias volvió a fallar lo sabemos hoy.
En política, uno más uno no son siempre dos y el millón de votos que IU obtuvo el 20 de diciembre de 2015 no se sumó el 26 de junio de 2016 a los cinco millones de Podemos. A esas alturas, Iglesias ya había obligado a Pascual a abandonar la secretaría general. Errejón le había prometido que si lo cesaban, él iría detrás, pero a la hora de la verdad se arrugó.
Y cuando en 2017 reunió por fin el valor para plantar cara a Iglesias, él y los suyos fueron «barridos sin contemplaciones».