THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

Por qué nos cuesta tanto creer en los lobos solitarios y en la economía de mercado

La planificación central resulta más verosímil que la mano invisible, y la conjura que la acción aislada de un fanático

Por qué nos cuesta tanto creer en los lobos solitarios y en la economía de mercado

Efectivos del Samur atienden al político Alejo Vidal-Quadras instantes después de que un desconocido le descerrajara a bocajarro un tiro en la cara y se diera a la fuga. | TO

La completa y magnífica información que Enrique Recio publicaba en este diario el sábado asegura que «la Policía Nacional ha descartado casi por completo que detrás del intento de asesinato al exdirigente del PP y fundador de Vox [Alejo Vidal-Quadras] hubiese un encargo del régimen de Teherán».

Los «sucesivos errores» revelan una falta de rigor impropia de verdaderos profesionales.

Primero, dos días antes del auto, uno de los implicados se exhibe delante de la Zarzuela con la moto que va a usar en el ataque. Segundo, el autor material realiza un único disparo, algo que sorprendió al propio Vidal-Quadras, que preguntó al viandante que lo auxilió «si [el tirador] iba a volver». Tercero, la moto se quema para borrar huellas, pero chapuceramente, lo que permite recuperar el número de bastidor e identificar al propietario.

Por todo ello, las fuentes de la investigación creen que estaríamos ante unos «lobos solitarios», que se habrían activado por fanatismo y lealtad al régimen iraní, «pero sin recibir ninguna orden directa».

«Huele que apesta a 11-M»

La nueva hipótesis policial ha sido acogida con escepticismo por algunos comentaristas de THE OBJECTIVE.

«Jajajajajajajajajajajaja —opina uno—. Vaya historieta, tú. Jajajajajajajajajajajajaja. La madre que me parió. 100% intoxicación. Dais pena haciendo de altavoz de los servicios de inteligencia internos (y traidores) que son los que han montado este asunto».

«Huele que apesta a 11-M», añade otro.

«Qué gran país España para cometer atentados —filosofa un tercero—: o se lo endosan a cuatro tontitos moritos o te amnistían y te meten en el gobierno… un chollo señores terroristas».

¿Por qué tendemos a ver una mano negra detrás de todo lo que sucede?

Paranoia cultural

Decía Ortega y Gasset que vivir es encontrarse náufrago entre las cosas, y la reacción inicial de todo náufrago es procurar entender su situación.

Durante siglos, este esfuerzo intelectual adoptó la forma de mitos. «La lluvia viene de Zeus, el viento de Eolo, las olas las levanta Poseidón escribe el físico Carlo Rovelli—. Antes del siglo VI no encontramos ningún signo de un intento de explicar cómo estos fenómenos son efecto de causas naturales, independientes de la voluntad de los dioses».

Esto empieza a cambiar hacia el siglo VI antes de Cristo, en las colonias griegas de Jonia.

«En un determinado momento de la historia de la humanidad —sigue Rovelli— nace la idea de que es posible entender estos fenómenos, sus relaciones, sus causas, su confluencia, sin mencionar los caprichos de los dioses». Los griegos son los primeros en plantear que la naturaleza tiene una lógica interna, una razón propia y que, para desentrañarla, debemos desconfiar de las apariencias.

Esta mentalidad no se impuso de una vez y para siempre.

En Las Nubes, Aristófanes aún se ríe de quienes, como Sócrates, atribuyen el origen de los truenos a «un torbellino etéreo». La comedia se cierra con un amago de paliza a Sócrates, por blasfemo. Rovelli cuenta que el filósofo asistió al estreno y, a su término, «se levantó amistosamente para saludar con la mano».

Veinte años después, sin embargo, Sócrates debía tomar la cicuta justamente porque «no reconocía a los dioses de la ciudad».

Haberlas, hailas

La propensión a reducir las explicaciones a una mano negra, divina o humana, persiste en nuestros días por varios motivos.

El primero es que «algunas conspiraciones aparentemente descabelladas han acabado resultando ciertas», admite Melinda Wenner Moyer en Scientific American. Y cita la injerencia de «ciudadanos rusos en las elecciones presidenciales de 2016», ridiculizada al principio, pero corroborada hoy «por las agencias de inteligencia estadounidenses».

Podría ser también el caso de Vidal-Quadras, pero estoy seguro de que, concluya lo que concluya la investigación, muchos seguirán aferrándose a la tesis del contubernio.

Una ilusión de control

Existe, para empezar, una predisposición psicológica.

La conjura proporciona una ilusión de control. Si el culpable del atentado es un jefe de Gobierno, bastará con eliminarlo o sancionarlo o bombardearlo para recuperar la tranquilidad. En cambio, si la próxima carnicería va a ser obra de un ciudadano anónimo que no está fichado ni responde a un perfil específico, ¿cómo impedirla?

Otra ventaja importante es que los complots ultrasecretos son difíciles de contrastar.

Mi suegra era adicta a este tipo de teorías y, cuando yo le argumentaba: «Pero, vamos a ver, Tona, ¿qué pruebas tienes?», me refutaba categórica: «¡Como que te crees que son tan tontos para dejar pruebas y que las encontremos!».

O sea, la propia falta de pruebas es la prueba fundamental.

La belleza intelectual

Finalmente y a diferencia de la vida real, tan caótica, la conspiración es clara, elegante y cabal: todo encaja, nada sobra.

El cine y la literatura retratan los magnicidios como engranajes precisos, que se diseñan cuidadosamente en la cúpula de una organización y se encomiendan luego a un brazo ejecutor, pero cuando Jomeini emitió una fatua contra Salman Rushdie no tenía en mente a ningún sicario concreto. Confiaba en que, con el tiempo, alguno de los miles de exaltados que hay repartidos por el mundo atendería su solicitud.

Lo mismo ocurre con la economía.

Hace unos años, en plena burbuja inmobiliaria, la Guardia Civil detuvo a una banda que se dedicaba al robo de cobre en España. Vendía el material en China, donde la demanda estaba desbocada. Así funciona el mercado. No hace falta que ningún genio del mal imparta instrucciones a sus secuaces mientras acaricia a un gatito en su regazo. La cotización del metal emite una señal desde Pekín y, a 10.000 kilómetros de distancia, unos emprendedores te arrancan medio kilómetro de tendido telefónico en Chinchón.

El modo de asignación de recursos más eficiente

Ludwig von Mises argumentó en La acción humana que «la actividad empresarial se halla gobernada […] por la estructura de precios de los bienes de consumo».

Posteriormente, Friedrich Hayek expondría en un famoso artículo que, al alertar sobre la escasez o la abundancia de determinados artículos, el movimiento de los precios inducía a los agentes a producir y consumir más o menos de ellos. Esta descomunal coreografía se ejecuta sin descanso, en tiempo real y a escala planetaria y, aunque imperfecta, supone el modo de asignación de recursos más eficiente que ha ideado la humanidad.

Eso no significa que sea un mecanismo intuitivo.

Es fácil imaginar cómo un funcionario distribuye bienes, pero no tanto cómo lo hace un ente abstracto como el mercado. El economista Paul Seabright cuenta que, dos años después de la desintegración de la Unión Soviética, un burócrata ruso que visitaba Inglaterra preguntó quién se encargaba del reparto del pan en Londres y se quedó atónito cuando le respondieron: «Nadie».

La planificación se nos antoja siempre más verosímil que la mano invisible, y la conjura que el lobo solitario o los cuatro tontitos moritos.

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