THE OBJECTIVE
EL PODCAST DE 'EL LIBERAL'

Rodríguez Braun: «Cuando un político critica a Ortega es que está a punto de desaparecer»

El prestigioso economista argentino inaugura con esta charla el nuevo podcast de EL LIBERAL

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«Carmen —le dice afectando inquietud Carlos Rodríguez Braun (Buenos Aires, 1948) a Carmen Suárez, la productora de El pódcast de El Liberal—, una cosa te voy a preguntar, y es si van a verse mis calcetines». Son unos hermosos calcetines azul y grana que contrastan con el habitual aspecto formal (pantalón gris, chaqueta oscura, corbata de escuditos) de Rodríguez Braun, a quien nunca he visto en mangas de camisa. 

Carmen asiente y Rodríguez Braun exclama aliviado: «¡Cuánto me alegro! Porque estoy muy orgulloso de mis calcetines de colores, aunque el par que he traído es bastante moderado para lo que soy habitualmente». A continuación se vuelve hacia los míos, que son unos impecables Argyle de rombos, y sentencia con gesto experto: «Tampoco están mal los tuyos».

Así es Rodríguez Braun: un tipo entrañable, detallista, educadísimo. Cuando la entrevista concluye, le tiende la mano a Carmen y le da las gracias, algo que pocos invitados deben de hacer, a juzgar por la expresión de la propia Carmen. 

Las opiniones de Rodríguez Braun pueden molestar, porque es un crítico incansable de la tontería económica y que levante la mano el profano en la materia que no haya creído en algún momento de su vida en una de esas persistentes y bienintencionadas estupideces, como que el capitalismo se basa en la codicia y el comunismo en la solidaridad, que lo público es bueno y lo privado es malo o que el mercado nos tiraniza. 

A Rodríguez Braun le encanta satirizar lo políticamente correcto, y lo hace con pleno conocimiento de causa, porque es catedrático de Historia del Pensamiento Económico, ha traducido a Adam Smith (del que la mayoría solo hemos leído las dos citas famosas: la del carnicero y el panadero y la de que los empresarios solo se reúnen para conspirar contra el bien común), a Friedrich von Hayek y a John Maynard Keynes y es, en fin, autor de manuales académicos. 

O sea, que controla bastante y por eso, cuando nos hunde su aguijón, duele. 

Pero ya digo que es un tipo entrañable y lo hace amablemente, con humor y en un tono de voz moderado, algo rarísimo en España, y no digamos ya entre avezados tertulianos como él. 

Otra singularidad de Rodríguez Braun es que es liberal, pero liberal de verdad, o sea, liberal por convicción, no como otros (yo mismo), que son liberales por descarte, porque no han podido ser otra cosa. 

Rodríguez Braun es liberal-liberal, y ya digo que esto es extrañísimo bajo cualquier circunstancia y en cualquier lugar, pero es que además es argentino.

Pregunta- En España damos por supuesto que si eres argentino tienes que ser peronista. Es casi obligatorio. ¿Cómo acabaste haciéndote liberal?

Respuesta- Por pura casualidad. Cuando llegué a España, en enero de 1977, era un joven de izquierdas exiliado de la dictadura militar y cumplía todos los cánones del progresismo. Entonces me dieron una beca para hacer el doctorado y allí me topé con grandes profesores, pero con uno especialmente bueno, que es Pedro Schwartz. Me cogió cariño y recuerdo que una de las primeras cosas que me dijo fue: «Joven, esas ideas de izquierdas que usted tiene están muy equivocadas». Y ahí fue donde empecé a recapacitar.

P.- ¿Fue una caída del caballo, como la de Pablo camino de Damasco, o más bien un proceso gradual?

R.- Fue un proceso gradual, porque, claro, yo me resistí. Uno tiene su dignidad…

P.- Eras un comunista convencido…

R.- Tenía esos ideales, sí. El propio Pedro [Schwartz] también había tenido un pasado suavemente socialdemócrata, pero se había convertido al liberalismo en la London School of Economics, gracias a maestros como Karl Popper. De modo que tuvimos debates muy interesantes y muy vivos en el seminario de doctorado, hasta que me convenció y decidí darle una oportunidad al liberalismo. Me puse a estudiarlo y en eso ando 50 años después.

P.- Hace poco The Economist publicó un artículo en el que explicaba que los economistas argentinos no solo brillan en el universo académico de Estados Unidos, sino en las revistas del corazón y en las redes sociales, y que algunos tienen más seguidores en Twitter que Ricardo Darín o que Andrés Calamaro, y se casan con actrices. ¿Por eso acabaste haciéndote economista tú también?

R.- Yo no estoy casado con una actriz, pero sí respeto en parte el arquetipo del argentino, porque mi mujer es psicoanalista.

P.- La explicación de The Economist a la abundancia de buenos economistas argentinos es que es la típica reacción de un sistema inmunitario. Es como cuando la Guardia Civil estaba en la vanguardia mundial de la lucha antiterrorista: tener un enemigo implacable como ETA la obligaba a mantenerse en forma. Y era un motivo de orgullo nacional, sin duda, pero hubiéramos preferido destacar en otros ámbitos. Tampoco es una buena señal que haya tantos buenos economistas en Argentina. Significa que el país no va bien. ¿En qué momento se jodió la Argentina? Porque a principios del siglo XX, Buenos Aires era un destino tan atractivo para los emigrantes europeos como Nueva York.

R.- Lo habitual es situar el origen [del declive] entre mediados de 1940 y mediados de 1950, que son los años de Juan Domingo Perón, pero la semilla se sembró antes, en la década de 1930. La Gran Depresión derrumbó los precios de las materias primas y muchos conservadores vieron cómo su principal rubro de riqueza colapsaba y se asustaron y abrazaron políticas antiliberales. El peronismo lo empeoró todo, pero las semillas se habían plantado antes… Respecto de la bondad de nuestros economistas, déjame que discrepe. No hay ningún Nobel argentino, pero sí es verdad que hay muchos economistas, y un amigo mío, Juan Carlos de Pablo, lo atribuye a la inflación. Eso ha convertido a todo el país en una inmensa facultad de Económicas, porque te obliga a decidir constantemente qué haces con lo que tienes en la cartera. Con los precios subiendo un 50% al mes, hay que espabilar.

P.- Inevitablemente te tengo que preguntar por Javier Milei. ¿Qué te parece? 

R.- Solo he coincidido con él una vez, durante la pandemia, en uno de esos seminarios que se celebraban por Zoom, y me pareció un hombre muy moderado, nada que ver con su actual imagen. Respecto de su programa, no estoy seguro de que el experimento vaya a salir bien, pero pase lo que pase es un milagro que, después de un siglo de Gobiernos antiliberales de uno u otro signo, salga alguien lanzando mensajes liberales y la gente le vote. 

P.- Por pura desesperación…

R.- Esa es, desde luego, una de las claves: la desesperación, el cansancio y el hartazgo, porque es que el socialismo no funciona. Argentina pasó de ser uno de los primeros países del mundo, y desde luego el primero de América Latina, a ser uno de los últimos. Y eso sucedió en dos generaciones. Todavía, cuando recorres Buenos Aires y pasas delante de, no sé, el teatro Colón, te maravillas, y luego miras la fecha y ves que se hizo en 1908 y te queda un dolor… Lo que ha pasado [la victoria de Milei] es un milagro. A partir de aquí, está claro que va a haber toda clase de problemas y que si sale mal, los antiliberales dirán: «¿Veis como el liberalismo no funciona?» Pero si sale bien, no será solo un éxito para Argentina, sino para todo el mundo. 

P.- La medida más comentada de Milei es la dolarización. ¿En qué consiste y por qué es buena? 

R.- Supone que el Banco Central de la República Argentina, que tiene una larguísima y siniestra tradición de robar a sus ciudadanos, va a dejar de hacerlo. Eso se puede lograr transformando la autoridad monetaria en una institución responsable o, directamente, suprimiéndola. En España lo hicimos.

P.- ¿Cuándo?

R.- Que yo sepa, la peseta no existe más. La entidad que la emitía desapareció de un día para otro y más o menos funciona. 

P.- Pero una cosa es una unión monetaria y otra, adoptar la divisa de otro país. Necesitas tener los billetes físicamente y eso es algo que puedes hacer en una economía pequeña, como la panameña o la ecuatoriana, pero ¿de dónde va a sacar Milei billetes verdes para toda Argentina?

R.- Ese es uno de los reproches que le hacen, pero no me parece una objeción de peso. Primero, porque los puedes acumular gradualmente, no hay que hacerlo de golpe, y segundo, porque ya hay muchos dólares. En Argentina tú no puedes comprarte un piso pagándolo en pesos. La gente está acostumbrada a ahorrar en dólares, los guarda en cajas fuertes o debajo del colchón o fuera del país. La falta de billetes no es el inconveniente peor. La mayor dificultad es cómo vas a financiar el gasto público. Si te has quedado sin crédito en el exterior y has renunciado al impuesto inflacionario, debes realizar un recorte espectacular o decretar una subida de impuestos simplemente inconcebible. Milei ha optado por lo primero y, aunque sigue teniendo la dolarización como objetivo, va a ajustar antes la economía.

P.- De momento, la inflación no remite. [La tasa anual acumulada en enero fue del 254,2%, frente a la ya disparatada del 211,4% de diciembre].

R.- Claro, claro. Milei pretende acabar con la actual maraña de tipos de cambio [oficial, blue, turista, mayorista, etcétera] y ese sinceramiento [que consiste en devaluar el peso a su cotización real] comportará una subida de precios [porque las importaciones saldrán más caras]. 

P.- ¿Y tú crees que el país va a aguantar?

R.- No lo sabemos, pero el apoyo a Milei ha sido masivo y me cuesta creer que tantos argentinos lo hayan votado porque piensen que tiene una varita mágica y, con un par de pases, va a solucionarlo todo. En su primer discurso presidencial fue muy claro: «No hay plata —dijo—. No hay alternativa al shock». Va a haber muchas dificultades…

P.- Tú siempre has sido muy crítico con el Estado, pero todos los países prósperos tienen Estados grandes.

R.- [Riendo]. Es una pregunta malévola, pero viniendo de ti, no me extraña nada… Y la respuesta es que los países ricos no lo son porque tengan Estados grandes, sino que primero se hicieron ricos y solo después pudieron permitirse Estados grandes… Los Estados grandes no son una necesidad y, en su tamaño actual, son algo absolutamente inconcebible para los liberales del siglo XVIII. Adam Smith decía que a un rey que le va a quitar al pueblo un tercio de la cosecha hay que derrocarlo, y Smith era moderadísimo. El propio Hayek, analiza en Camino de servidumbre (1944) la Alemania nazi y, tras observar que el gasto público asciende al 50% de la renta nacional, concluye: «Claro, es que es una dictadura». Bueno, pues ese es ahora el peso del Estado en los países democráticos. Y si no va a más es porque llega un momento en que un Gobierno no puede gravar más a la ciudadanía sin deslegitimarse. [Con acento abiertamente irónico]. Yo lo llamo «la ley fiscal de Rodríguez Braun», según la cual el Estado gasta hasta que la rentabilidad política del último euro gastado es inferior al coste político del último euro recaudado. Ahí se detiene porque, si sigue, la gente se cansa y vota a Milei.

P.- Los países con Estados mayores y más activos son más igualitarios. ¿No te preocupa la desigualdad?

R.- La desigualdad se ha convertido en la última bandera del antiliberalismo. Como ya no podían acusar al capitalismo de empobrecer a la gente, porque cada vez hay menos pobres, enarbolaron el estandarte de la desigualdad. Lo primero que dijeron fue que la desigualdad estaba aumentando en el mundo. Eso fue después de la caída del Muro de Berlín [en 1989]. Pero entonces un economista español (y me encanta decir que es español, porque es un independentista catalán) que se llama Xavier Sala i Martín pensó: «Qué raro, ¿cómo es posible que la desigualdad aumente justo cuando están saliendo de la pobreza los países más poblados del planeta, como la India y China?» Así que se puso a hacer los números y demostró que estaba disminuyendo. Entonces vino Thomas Piketty. «¡No, no! —dijo—. La desigualdad no aumenta entre los países, pero sí dentro de los países». Y se sacó ese tocho [El capital en el siglo XXI], que es una operación comercial maravillosa, porque vendió un millón de ejemplares, aunque yo me niego a creer que toda esa gente se lo haya leído, porque son 800 páginas [679, en realidad].

P.- Leí en The Economist que ahora, como los ebooks están conectados a internet, se sabe en qué página se dejan, y con el libro de Piketty la inmensa mayoría no pasaba del prólogo.

R.- En cualquier caso, su éxito revela que había una gran demanda de un libro así, que argumentara «de manera científica», como les gusta decir, que la desigualdad había aumentado, pero lo cierto es que es muy cuestionable. En España, desde luego, no ha sido así. Un estudio del catedrático de Sociología Julio Carabaña [Ricos y pobres, 2016] demuestra que en España no está aumentado la desigualdad para nada. [El índice Gini no superó el pico de 1996 ni siquiera en lo peor de la Gran Recesión y actualmente está en los niveles de 1980]. Y los datos de Piketty para Estados Unidos están siendo crecientemente cuestionados por otros economistas. Pero además, ¿por qué sería mala la desigualdad? ¿Dónde está el inconveniente de que mi vecina sea más rica que yo? Que, por cierto, lo es, y cada año más, con lo que en mi bloque está aumentando la desigualdad. ¿Debería preocuparme? Solamente en el caso de que su riqueza fuera fruto del robo. No siendo así, la preocupación por la desigualdad pone de manifiesto el fundamento moral más importante y menos confesable del socialismo, que es la envidia.

P.- ¿No es la solidaridad? 

R.- ¡Por favor, no me confunda usted a la madre Teresa de Calcuta con la Agencia Tributaria! No son lo mismo, no.

P.- No sé si has visto la miniserie El Loto Blanco. [Deniega con la cabeza]. En la segunda temporada aparece una pareja que ha decidido no tener hijos porque considera inmoral arrojarlos a un mundo con tantos problemas. ¿De verdad nos va tan mal a los humanos?

R.- Es un actitud notable. Recuerdo que Karl Popper, ese gran pensador liberal austriaco al que conocí por mediación de Pedro Schwartz, me decía: «No lo entiendo. La gente insiste en que vivimos en el peor de los mundos, pero nunca hemos vivido mejor». Tenía razón, y me da igual la variable que elijas: renta per cápita, mortalidad, analfabetismo… En todo hemos progresado y, sin embargo, persiste esa sensación de que va todo fatal. 

P.- ¿De dónde puede provenir? 

R.- Adam Smith ya se burlaba en La teoría de los sentimientos morales de esos moralistas quejumbrosos y melancólicos que perpetuamente nos reprochan que seamos felices, y algo de esa pose hay. Un pesimista profesional gana muchos puntos, el público dice: «Es un hombre muy sabio, dice que todo va fatal». El fenómeno es mucho más complejo, por supuesto, influyen varios factores, pero no descartemos esa idea de que el pesimismo tiene buena prensa.

P.- El pesimista es un realista bien informado y el optimista es un tonto, el Cándido que satiriza Voltaire…

R.- Marian Tupy y Gale Pooley acaban de sacar en Deusto un libro [Superabundancia. Por qué a medida que crece la población crecen también los recursos disponibles] en el que, estadística tras estadística, demuestran cómo el mundo va a mejor, no a peor. Eso no significa que vivamos en el paraíso, porque no es así, pero al menos tengamos la decencia de mirar la realidad y no negarla. 

P.- Porque existe el peligro de que, como toda va mal, cambiemos de estrategia y la fastidiemos…

R.- …y porque del pesimismo lo que brota siempre es el antiliberalismo. Si tú concluyes que el mundo está fatal, tu siguiente decisión no será: «Dejemos a la gente en paz». Será: «Vamos a regular, a cobrar más impuestos, a poner un ministerio».

P.- Y España, ¿cómo va? El Gobierno ha aireado como un triunfo los últimos datos de PIB y empleo y, objetivamente, parecen buenos. Algunos analistas dicen que la economía está dopada y crecemos a base de deuda y gasto público, pero seguimos teniendo superávit en la balanza comercial y el consumo va bien. No hace falta más que salir a la calle. Están los restaurantes y los hoteles llenos y, si planeabas irte de semana en Semana Santa a alguna parte, es mejor que vayas haciendo la reserva.

R.- Desde luego, desde luego… El ministro [de Transformación Digital y de la Función Pública] José Luis Escrivá vino a vernos a la radio [Onda Cero] hace un tiempo, cuando aún era ministro de la Seguridad Social, y contó dos cosas que me llamaron la atención. La primera es que había sido alumno mío, algo que me encanta…

P.- Aunque no te acordabas de él…

R.- Y lo segundo fue que utilizó bien una palabra que se oye mucho. Dijo que la economía española estaba mostrando una gran «resiliencia», lo que significa que los resultados no están siendo tan malos como se esperaba. Porque los problemas siguen ahí: la inflación, el déficit público… Y en términos de crecimiento a largo plazo, Europa, en general, y España, en particular, languidecen. 

P.- Estamos perdiendo terreno con respecto de Estados Unidos…

R.- ¡Y con respecto de nosotros mismos! Fíjate en los grandes episodios de crecimiento de España. En la década de 1960 el PIB aumentaba el 8%, el 9%. Y a mediados de los 80 y principios de los 90, que es la época de [Carlos] Solchaga [ministro de Economía y Hacienda de Felipe González], la tasa era del 5%. Ahora, en la expansión más reciente, la media ha sido del 3%. Hemos caído en esa atonía europea y yo no puedo evitar atribuirla al Estado que hemos creado, que es extraordinariamente oneroso y desincentiva el trabajo y el emprendimiento y ralentiza lo que investiga mi amigo [el catedrático de Historia Económica] Leandro Prados de la Escosura y que es el crecimiento a largo plazo. Porque al revés de lo que decía Keynes: «In the long run we are all dead» (a largo plazo, todos muertos), el largo plazo es lo más importante, porque es lo que determina el bienestar de un país. 

P.- La vicepresidenta Yolanda Díaz alardea de que su reforma laboral ha acabado con la precariedad, pero las horas trabajadas no dejan de caer, según el Banco de España. ¿Qué te parece a ti?

R.- No quiero criticar a Yolanda Díaz, porque igual fue alumna mía, aunque tampoco creo…

P.- Si lo fue, sufrió un efecto rebote…

R.- En cualquier caso, no hay que personalizar en Yolanda Díaz un problema como el paro, que es una herencia del franquismo, una dictadura muy intervencionista y cuya legislación laboral ningún partido se ha atrevido a tocar más que parcialmente. 

P.- Se han preservado las condiciones laborales de los empleados veteranos, pero a costa de precarizar las de los jóvenes.

R.- Exacto. Empezó con Joaquín Almunia, cuando era ministro de Trabajo [de Felipe González, entre 1982 y 1986]. Porque eran socialistas, pero no tontos, y dijeron: «Aquí hay que hacer algo». Tenían dos opciones: o liberalizaban el mercado de trabajo del todo o lo fraccionaban y liberalizaban una parte, y optaron por lo segundo. El PP se ha limitado luego a seguir la corriente, pero yo no pierdo la esperanza de que algún día se haga una reforma en profundidad. ¿Y sabes por qué? Porque no vulneraría la esencia del estado de bienestar. En todos esos países de Europa central y del norte que admiramos tanto, el paro es del 4%, del 5%. ¿Cómo es que, teniendo como tienen unos Estados tan onerosos como el nuestro, disfrutan de pleno empleo? Porque sus relaciones laborales no están tan intervenidas y yo creo que lentamente, a trancas y barrancas y con tropiezos, acabaremos convergiendo con ellos. Dicho esto, no podemos negarle al actual Gobierno una gran capacidad para la inventiva y el disfraz, porque tapar los parados con los fijos discontinuos requiere imaginación.

P.- ¿Qué opinas de los beneficios? ¿Ganan demasiado los bancos y las energéticas, como señalan algunos miembros del Gobierno?

R.- Esta retórica hay dos formas de verla. Está la derrotista, que es decir: «Qué barbaridad, otra vez volvemos a esta basura fascista o comunista de que los beneficios empresariales tienen la culpa de todo, incluso de la inflación, que es un disparate técnico sin parangón». Podemos ponernos pesimistas y concluir que no hemos aprendido nada, pero, si te fijas, en este país tan supuestamente antiempresarial, donde todos querían ser funcionarios y nadie quería emprender, resulta que muchos emprenden. Ese es el punto uno. Y el punto dos es que, en los casi 50 años que llevo viviendo en España, las opiniones sobre los empresarios han mejorado. El reconocimiento es mucho mayor. ¿Y quieres una prueba? La falta de apoyo electoral de los enemigos de los empresarios. Cuanto más estridentes son sus mensajes, menos votos sacan. De hecho, la forma más rápida de predecir que un político está a punto de desaparecer es que ataque a Amancio Ortega. Fíjate en Podemos. Era un partido importantísimo, pero se puso a decir que Amancio Ortega era lo peor del mundo y tal, ¿y dónde ha acabado? 

P.- Sí, esto está cambiando, efectivamente. Para ir cerrando, ¿qué te parecen las protestas del campo? 

R.- Los agricultores son como la vida misma, una mezcla de aciertos y errores, de una de cal y otra de arena. Yo comparto sus críticas a los impuestos, a las regulaciones, a la burocracia tanto española como europea, a las tonterías de ecologistas que se les ocurren a unos funcionarios que no han pisado un huerto en su vida. Simpatizo mucho con todo eso. Ahora bien, estoy completamente en contra de que se corten las calles, y no puedo evitar pensar en mi Argentina natal, donde los piqueteros, que se dedican también a interrumpir el tráfico y a romper el mobiliario urbano, se han convertido en una fuerza política muy importante. Milei hizo campaña contra ellos y la gente le ha votado y ha amenazado a los piqueteros con retirarles las ayudas: «El que corta las calles, no cobra». Así que yo creo que va a resolver el tema rápidamente… Lo segundo que no me gusta de los agricultores es que en el centro de sus reivindicaciones late un mensaje proteccionista y con eso hay que tener mucho cuidado, porque lo que haces es cerrar la puerta al pobre campesino africano, marroquí o de donde sea.

P.- ¿Qué balance haces de los últimos 40 años de España y cómo la ves en los próximos 40? 

R.- Es una buena pregunta y sería curioso formulársela al representante promedio de nuestra especie, es decir, coger a todos los seres humanos que ha habido a lo largo de la historia, elegir al individuo promedio del año promedio y decirle: «Oiga, ¿usted cómo piensa que van las cosas?» Estoy seguro de que respondería: «¡Uy, muy mal!» Siempre ha sido así. Recuerdo que un profesor que tuve en el colegio, un hombre magnífico, se presentó un día en el aula con un libro y, tapando la cubierta para que no viéramos cuál era, nos dijo: «Os voy a leer un párrafo y tenéis que adivinar a qué época se refiere. No necesito el autor, solo la época». Empezó entonces a declamar un texto en el que todo eran quejas: nuestro país está fatal, cada vez hay más pobreza e injusticia, la juventud no tiene futuro… A continuación cerró el libro y todos levantamos la mano, yo el primero, y dijimos: «Es un texto actual». ¿Sabes de quién era? ¡De Platón! O sea, que mucho cuidado con preguntar a la gente, porque tiende sistemáticamente a lamentarse, cuando lo que deberíamos es felicitarnos, porque en los últimos 40 años España y el mundo han mejorado extraordinariamente. 

P.- Y no vamos hacia la aniquilación, como dicen los personajes de El loto blanco. 

R.- Desde hace muchos años, en Onda Cero, yo cuento una viñeta, así que tengo una colección enorme y hay una maravillosa del Wall Street Journal. Se ve a dos dinosaurios mirando cómo se acerca un meteorito, y uno le dice al otro: «Igual no pasa nada». [Risas]. ¡Pero claro que pasó! El meteorito cayó y acabó con los dinosaurios. O sea, que mucho cuidado a la hora de hacer predicciones. Dicho lo cual, a mí me parece que en España y el mundo existe una tendencia racional de respeto hacia la libertad individual y de desconfianza hacia el poder lo suficientemente poderosa como para mirar al futuro con optimismo.

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