THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

Con la lógica de Mad Max se pueden hacer películas entretenidas, pero no buena economía

Cuando oiga que el petróleo (o lo que sea) escasea, no se abalance a por la escopeta recortada y confíe en el mercado

Con la lógica de ‘Mad Max’ se pueden hacer películas entretenidas, pero no buena economía

Tras el embargo árabe de 1973, el precio del petróleo se disparó, lo que animó a miles de emprendedores a buscar nuevos yacimientos y hoy disponemos del triple de reservas conocidas. | TO

Las fantasías futuristas de Hollywood son generalmente distópicas.

Incluso cuando los coches vuelan, lo hacen entre edificios consumidos por la lluvia ácida y una neblina tóxica, como en Blade Runner. Los ordenadores atacan a los humanos apenas cobran conciencia de sí mismos, como en Terminator o en 2001. Una odisea en el espacio. Y si algunos guionistas dudan de que ese enfrentamiento llegue a materializarse nunca, es porque dan por supuesto que antes nos habremos autodestruido en una orgía de violencia desatada por la escasez de recursos, como en Mad Max.

Todo esto tiene mucho que ver con la necesidad de conflicto que exige la ficción (¿quién va a ver una película en la que todo es felicidad?), pero induce un pesimismo que la realidad desmiente.

En Estados Unidos, donde Philip K. Dick situó la acción de Blade Runner, el aire es cada vez más limpio. «Según la EPA [Agencia de Protección Ambiental] —escriben Ronald Bailey y Marian L. Tupy—, entre 1980 y 2018 las emisiones de monóxido de carbono cayeron un 73%; las de plomo, un 99%; las de óxidos de nitrógeno, un 62%; las de los tubos de escape asociadas al ozono, un 55%; las de dióxido de azufre, un 90%, y las de partículas, un 61%».

Por su parte, Roomba y ChatGPT se parecen más a la servicial Robotina de Los Supersónicos que al siniestro T-800 de Skynet o al educado, pero en absoluto inofensivo, HAL de Arthur C. Clarke.

Alcance de la capacidad de carga

En cuanto al agotamiento de carburantes que plantea Mad Max, reconozco que no está injustificado del todo.

«Cuando una población de organismos crece en un entorno finito —razonaban el biólogo Paul Ehrlich y el científico John Holdren en 1971—, tarde o temprano se topará con un límite. Este fenómeno, denominado en ecología “alcance de la capacidad de carga” del medioambiente, afecta a los búfalos y las praderas, a las moscas y la fruta, a las bacterias y las placas de Petri… Y también debe aplicarse al hombre».

Poco después, en La bomba de la población, Ehrlich anunciaría que habíamos superado esa capacidad de carga y que «cientos de millones» morirían de inanición esa misma década.

Se equivocó de medio a medio. La población mundial era entonces de 4.000 millones de personas, hoy supera los 8.000 millones y basta echar un vistazo a las estadísticas de Our World in Data para comprobar los gigantescos progresos realizados en la lucha contra la pobreza y el hambre.

¿Cómo ha sido posible?

Todo es tecnología

Los humanos no somos un parásito voraz que «deprime los recursos disponibles», dice el economista George Gilder en el prólogo de Superabundancia, sino «su fuente última».

La lógica de Ehrlich funciona bien con las bestias. En la sabana, un verano lluvioso propicia el desarrollo de hierba abundante, lo que facilita el repunte de cebras y ñus, aumenta la presión sobre el pasto, causa su agotamiento y, finalmente, lleva al colapso de la población rumiante. «De igual manera —escriben los autores de Superabundancia, Marian L. Tupy y Gale L. Pooley—, en épocas pasadas el ser humano estuvo muy expuesto a estas vicisitudes».

Sin embargo, a diferencia de cebras y ñus, el Homo sapiens aprende.

Consideremos lo sucedido con el comercio, apuntan Tupy y Pooley. Aunque algunos insectos y simios practican el trueque, ninguna otra especie intercambia con tanto entusiasmo ni tan indiscriminadamente como la nuestra, lo que permite que en una «situación límite, como las hambrunas […], un país afectado por la sequía pueda comprar alimentos en el extranjero».

Así fue como empezamos a sacudirnos las argollas del ciclo malthusiano.

El tiempo es oro

Aunque almacenamos en compartimentos mentales distintos el comercio y los inventos, el derecho y las herramientas, como bien señaló el historiador Fernand Braudel, «todo es tecnología», es decir, métodos de explotar de forma más eficiente nuestro entorno.

Esos métodos son el capital más precioso.

La clave de la prosperidad no radica en la acumulación de objetos, sino de ideas. «Los hombres de las cavernas tenían a su disposición las mismas materias primas que tenemos hoy —escribe Thomas Sowell— y la diferencia entre su nivel de vida y el actual […] se encuentra en el conocimiento que entonces se podía a aplicar a tales materias y el conocimiento que hoy podemos desplegar sobre esas mismas materias».

Por eso, cuantos más somos, mejor nos va.

«A la larga —asegura otro famoso economista, Julian Simon—, el efecto económico más importante derivado del crecimiento de la población es la contribución de más individuos a nuestro acervo de sabiduría práctica». Se trata además de un proceso retroalimentado, porque a medida que engorda el acervo de ideas y soluciones, se libera tiempo que puede invertirse en la generación de más ideas y soluciones.

«En lugar de pasar cada hora del día cazando y recolectando alimentos para mantenerse —observa Gilder—, los humanos típicos se ganan hoy su comida en cuestión de segundos».

¿Y qué cuesta la energía que nos ilumina? Disfrutar durante un año de las tres horas de luz que suministra cada noche una bombilla de 100 vatios exigía a un estadounidense del XIX quemar 17.000 velas y trabajar 1.000 horas. Al estadounidense actual le bastan 10 minutos de salario para pagarlas.

Confíe en el mercado

«La forma última de medir la riqueza es el tiempo», concluye Gilder.

Cada uno de nosotros disponemos de un número tasado de horas en este planeta, y ese sí que es un «recurso que no se puede reciclar, almacenar, multiplicar ni recuperar». Cuando agilizamos los procesos con los que nos procuramos ropa, comida o locomoción, estamos literalmente ganando vida.

Por eso debemos alegrarnos con cada nuevo niño, porque no es solo otra boca, sino una mente que quizás dé con el remedio para el alzhéimer o logre la fusión fría.

Y cuando oiga que el petróleo o lo que sea empiezan a escasear, no se abalance como Mad Max al armero a por la recortada de doble cañón. Confíe en el mercado y el inagotable ingenio humano. «La escasez relativa —sostienen Tupy y Pooley— provoca precios altos, los precios altos generan incentivos para la innovación y la innovación conduce a la abundancia». Es lo que sucedió tras el embargo árabe de 1973: el barril se disparó, lo que animó a miles de emprendedores a buscar nuevos yacimientos y hoy disponemos del triple de reservas conocidas.

La teoría ha funcionado en el pasado y sigue haciéndolo.

Durante las últimas décadas, China se ha dedicado a acaparar elementos críticos para la fabricación de baterías, como el litio. Pensaba que era cuestión de tiempo que Occidente cayera rendido a sus pies, pero un reciente informe de Arcano Research explica que «una empresa sueca […] ha desarrollado una batería de iones de sodio que no necesita litio, cobalto ni níquel y cuesta aproximadamente una cuarta parte que las actuales».

Con la lógica de Mad Max se hacen películas entretenidas, pero no buena economía.

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