Afganistán: el último, que apague la luz
«En total, de Afganistán solo tengo dos certezas: uno, que casi todo lo que nos llega viene de Kabul, una ciudad en la que apenas vive el 17% de los afganos. Y dos: que dejará de interesarnos en cuestión de días, si no lo ha hecho ya»
Ahora que estoy de vacaciones, lo primero que escucho por las mañanas suelen ser las campanadas de la iglesia de mi pueblo. Los tañidos reverberan en la torre de piedra, bajan por la avenida principal y se disuelven en el muelle, donde flotan suavemente los botecitos de los pescadores. Luego enciendo el móvil. Me meto en Twitter. Los alambres candentes de mi cerebro se activan. Es el yonqui de la información, que siempre trata de tomar el control. Y yo a veces se lo cedo.
Tengo tantos camellos a mi disposición que es difícil resistirse. Cada uno te susurra desde su esquina digital. Tienen escándalos, catástrofes y momentos históricos. Tienen análisis afilados y pronósticos preocupantes. Todos los días, a todas horas. Si no es la pandemia[contexto id=»460724″] es Colombia, si no es Colombia es Cuba, si no es Cuba es Afganistán. Ellos cobran en difusión y en fantasía de estatus. Yo mismo a veces me convierto en camello y salgo a buscar clientes.
Algunos de estos camellos no se merecen semejante título, porque su producto es especializado y es bueno. Llevan años mimándolo como un experimentado labriego. Sus perspectivas sobresalen de ese relato mancomunado que es Twitter y van especiadas con vídeos, fotografías y testimonios que dan a la historia un relieve sobrecogedor. Hay informadores sesudos, para los iniciados, y hay informadores ligeros para los novicios. En este sentido, Twitter es útil y necesario.
Otros tuiteros y tertulianos, sin embargo, sí que se merecen el epíteto de camellos. Su producto está adulterado. A primera vista parece de calidad, pero, si tienes el olfato un poco entrenado, te das cuenta de que está rebajado con lugares comunes y reflexiones ajenas y de última hora.
A veces esto es mejor que nada en absoluto, y los camellos se esfuerzan en leer a toda prisa para que la papelina que te venden no esté tan degradada. Pero sigue siendo un problema. Cuando uno no sabe de algún asunto en concreto, la primera referencia que le llega suele dejar una huella determinante. Es el fundamento sobre el que se construirá todo lo demás. Por eso, como los camellos son mayoría, levantan entre todos un edificio informativo torcido y ruinoso, erigido sobre arenas movedizas, pero tan grande que acaba dominando el relato.
El peligro está en que no nos damos cuenta. Ni siquiera el camello sabe que lo que está contando suele resultar sesgado e incompleto. Uno ignora lo que ignora, no conoce el tamaño de sus lagunas, y la falta de contexto se disimula con una voz firme y un estilo resuelto. Proyectar confianza es un arte. Igual que el teatro.
Antes de seguir disparando sobre el todólogo, hay que reconocer que, en realidad, es casi lo único que tenemos. Existen pocas alternativas. Alguien tiene que llenar el vacío que han dejado los medios de comunicación, que desde hace una década larga sacrifican la figura del corresponsal y dependen de la figura del colaborador (al que llaman «corresponsal»). Y eso en lugares informativamente estables, como Bruselas, Moscú o Washington. El resto del mundo es un vacío periodístico en el sentido más puro: en el sentido de no tener a alguien con las botas sobre el terreno, empapándose, trabando contactos, leyendo la prensa local, oyendo crecer la hierba. La persona que, cuando explota la actualidad, puede contártela bien.
Estos últimos días hemos dependido mucho, en España, de aquellos periodistas que conocen Afganistán porque estuvieron allí varias veces o durante largos periodos, trabajando. Haciendo periodismo. Y gracias a ellos y ellas hemos comprendido mejor el contexto de lo que sucede (mención de honor al excelente especial de Televisión Española). Pero estuvieron allí en el pasado: hace años o incluso décadas. La retirada de Estados Unidos estaba anunciada, los talibanes iban rumbo a Kabul y allí no había casi nadie para dar cuenta de ello de una manera profesional e independiente.
La buena información es cara y compleja, así que, cuando veo esta cobertura exprés y desde la distancia de Afganistán, apoyada casi totalmente en testimonios sueltos y fragmentos de segunda mano que llegan por las redes, solo puedo desconfiar. A lo máximo que podemos aspirar es a los enviados especiales de los países anglosajones. Profesionales que llegan a un país en el que, muchas veces, jamás habían colocado un pie. De nuevo, mejor eso que nada. Mención especial al gráfico y aguerrido trabajo de Clarissa Ward, de la CNN, que se está jugando el cuello para hacernos un vívido retrato del caos que se experimenta en la capital afgana.
En total, de Afganistán solo tengo dos certezas: uno, que casi todo lo que nos llega viene de Kabul, una ciudad en la que apenas vive el 17% de los afganos y que seguro que resulta extremadamente distinta al resto del país, un territorio montañoso, rural y pobre, donde seis de cada diez adultos no saben leer ni escribir. Y dos: que dejará de interesarnos en cuestión de días, si no lo ha hecho ya.
Lo decía Lluís Miquel Hurtado, corresponsal de El Mundo que ha trabajado en Afganistán. «Cuando la actualidad estalla, los medios caen en la necesidad de tener periodistas veteranos sobre el terreno, con experiencia, perspectiva y siguiendo al momento qué ocurre», tuiteó. «Pero, tras años sin invertir en ellos, y los pocos que quedan quemados, no hay solomillo y toca filete».
Ni siquiera se puede culpar del todo a los medios. Ya no son los Reyes del Mambo. Ahora compiten con las redes sociales y millones de nuevos portales e informadores (o camellos) independientes, hacen lo que pueden por rebañar unas gotitas de audiencia y andan, en general, cortos de dinero. Mantener a un corresponsal en Kabul para cuando Afganistán sea noticia es muy costoso. Y uno nunca sabe qué va a ser noticia. Miren a Haití. El terremoto ha matado, por lo menos, a 2.000 personas. Pero da la impresión de que no hay espacio para dos coberturas al mismo tiempo.
La veterana Maruja Torres diferenciaba estos días entre el periodismo del Ahora y el periodismo del Mientras tanto, el laborioso, el de largo aliento. Lo que me ha hecho pensar en esa frase que escuché alguna vez y cuya procedencia no he podido verificar: «Cuando se van las cámaras, empieza el periodismo». Una sentencia que habríamos de reformular: Cuando se van las cámaras, el último, que apague la luz.