Biden: siete días para reconectar con Europa, cuatro horas para testar a Putin
«La Administración de Biden se ha esforzado durante estos meses en planificar la consecución de acuerdos, de logros palpables»
«No se preocupen: a pesar de las apariencias, nos lo estamos pasando bien», dijo Boris Johnson en un sarcasmo oxigenante durante la reunión del G7 en Cornualles. Tras los letales meses de pandemia, las efigies de los países más ricos del planeta regresaban a la fisicidad del poder. Y, allí, bajo el sol tísico de Inglaterra, Joe Biden, el nuevo y provecto presidente estadounidense, empezó a desplegar su teatral camaradería del poder, en un plan de viaje que le ha llevado a turboencuentros con decenas de líderes mundiales. Y con esa apariencia de llaneza con la que dota a su personaje presidencial, Biden no ha dejado de mostrar, allá por dónde ha ido (cumbres del G7, la OTAN o con la UE), su disposición, no ya al reencuentro, sino al hermanamiento con Europa. El mismo continente, el europeo, que, aunque cada vez más esquinado de la gravitación del planeta, aún sigue colocando al individuo como atlante de toda la arquitectura democrática continental.
Vuelta al vínculo Atlántico
Al comienzo de este primer maratón continental, The Guardian Weekly dibujaba en su portada una sorprendida águila calva sobre la bandera de las barras y las estrellas y la pregunta, en grandes letras de molde, «¿Vuelve para quedarse, vuelve para siempre?». Tal pregunta resulta lógica porque, después de cuatro años de trumpismo, de la aberrante diplomacia-MadMan, los aliados han mostrado dudas sobre la duración y estabilidad del America is back!.
Asumido el hándicap, pero sabiendo también de la urgencia de la UE de restablecer los lazos estadounidenses, la Administración de Biden se ha esforzado durante estos meses en planificar la consecución de acuerdos, de logros palpables para restañar la imagen global del país. Entre otros, la distribución masiva de las vacunas (con el objetivo de dos tercios del mundo vacunado en 2022, que las Naciones Unidas considera insuficiente), el regreso al Acuerdo de París, la defensa del libre comercio y la imposición de una tasa mínima del 15% a las compañías, una decisión que trata de restringir la habilidad evasora de las grandes tecnológicas.
Pero la realidad del momento es que Estados Unidos se enfrenta a su declive ante el empuje de China y de un nuevo orden mundial que amenaza su ideales fundacionales sustantivos: la meritocracia, la libertad y los derechos individuales, ideales en riesgo que comparte en lo esencial con los europeos.
El compromiso alcanzado entre Estados Unidos y la UE incluye el reflejo de la cifra de población bajo el amparo de ambas uniones. La declaración comienza recordando que las dos potencias «representan a 780 millones de personas que comparten valores y la relación económica más grande del mundo. Tenemos la oportunidad y la responsabilidad de ayudar a las personas a ganarse la vida y mantenerlas seguras y protegidas, la responsabilidad de luchar contra el cambio climático y defender la democracia y los derechos humanos». Es una idea fuerte para tratar de contrarestar, con una imagen mental, la potencia poblacional de China.
Entre las dos orillas del Atlántico se desarrolla un tercio de los flujos comerciales, por eso, el previsible siguiente paso, será alcanzar —como pretendió hace unos años la Administración de Obama— unos acuerdos que habiliten un espacio de libre comercio (con matices) entre ambas partes.
El documento del G7 y de la UE tienen semejanzas palpables, pero, además, el nuevo Gobierno norteamericano ha impuesto a Europa su visión sobre China, estableciendo un actitud más frontal respecto a la amenaza del gigante asiático. Durante la cumbre de la OTAN, China fue la principal referencia negativa, junto a Rusia. Pero ante Biden, la OTAN ha presentado la Agenda 2030, que incluye planes para las migraciones, los ciberataques o el cambio climático, retos presentes para la Alianza.
Encuentro Biden-Putin en Suiza
«Creo que hay que decir las cosas personalmente, para que no haya malos entendidos», explicaba Biden a la salida de su encuentro de dos sesiones y casi cuatro horas con Vladimir Putin. Fue el cierre a su primera gira mundial. Una cita plagada de interrogantes en la idílica Villa La Grange de Ginebra, palacete empleado por comerciantes y banqueros desde el siglo XVIII. En las vísperas de la reunión Rusia-USA y después de las andanadas de la OTAN y los interlocutores, el presidente helvético, Pumellin, estaba llamado a ser un árbitro de boxeo. Pero, finalizado el encuentro, la sensación fue ambivalente. En su comparencencia de prensa, Biden dijo que tomaría medidas si Putin no colaboraba en el control de los ciberataques, que no permitiría más injerencias. Según algunas fuentes, Estados Unidos sufrió 65.000 cibertaques el año pasado, poniendo en riesgo instalaciones sensibles para la seguridad y el abastecimiento poblacional. Biden subrayó que la conversación se había desarrollado con graves desavenencias pero sin estridencias y que había necesidad de acordar acciones conjuntas como alimentar a la población civil en Siria que «está muriendo de hambre». Además, advirtió a Rusia sobre Ucrania o el encarcelamiento del opositor Navalni. Por su parte, el presidente Putin compareció ante la prensa. No sabemos qué grado de experiencia en comunicación no verbal hay que atesorar para escrutrar su inexpresividad. Sin cambiar el tono ni la inflexión, Putin consideró que Biden era un hombre equilibrado y capaz, con experiencia, pero que Rusia, en los conflictos del asedio a la oposición, los ciberataques o Ucrania, no tenía nada de lo que redimirse.
Mondado todo el gigantismo de la cita, templado el riesgo de una nueva Guerra Fría, una vez más, fueron dos tipos, con su precaria condición humana, los que, en una charla preparada en una idílica villa ginebrina, dispusieron sobre cabezas nucleares, guerras internacionales y equilibros planetarios.