La sucesión, la guerra y el cuento de la bruja
Algunos se estarán planteando si no era mejor el dedazo, el cuaderno azul de Aznar un poco como el de Santa Claus. El jefe, moribundo o ya podrido como un rey con escrófulas, dejaba el partido en manos principescas, seguras, que continuaban la pinacoteca, la mitología y la mentira de la casa igual que la cocinera. Pero Rajoy se ha ido a su pisito de particular, ha vuelto a su trabajo pareciendo un autobusero, y ha dejado al PP no en un proceso refrescante de renovación, sino en una guerra sin fronteras, de indios contra indios. La guerra no era el plan, sin embargo.
Algunos se estarán planteando si no era mejor el dedazo, el cuaderno azul de Aznar un poco como el de Santa Claus. El jefe, moribundo o ya podrido como un rey con escrófulas, dejaba el partido en manos principescas, seguras, que continuaban la pinacoteca, la mitología y la mentira de la casa igual que la cocinera. Pero Rajoy se ha ido a su pisito de particular, ha vuelto a su trabajo pareciendo un autobusero, y ha dejado al PP no en un proceso refrescante de renovación, sino en una guerra sin fronteras, de indios contra indios. La guerra no era el plan, sin embargo.
Rajoy se iba a retirar serenamente, o todo lo serenamente que podía después de haber sido desplumado en aquella moción de censura sin que supiera o quisiera reaccionar. Muchos siguen sin entender que no dimitiera aquel día de celadas y de retiro en mesones. Alguna teoría hay, pero suena a cuento de bruja. La contaremos al final (aviso por si les gustan las brujas). El caso es que Rajoy prefirió no luchar contra Sánchez. Se apartaría crujiendo y pasaría de ser el hombre ensimismado en La Moncloa al hombre ensimismado en el Registro de la Propiedad, mecido por el sonido de los tampones o de las vueltas ciclistas como antes se meció con el puro oleaje político de España.
Tras su modestia de funcionario con una sola gabardina vendrían unas primarias que limpiarían el partido de esa tradición del dedazo como de una tara hereditaria. Las primarias, bien manejadas, con su suave tongo, deberían haber traído a Feijóo, solución entre la renovación y la continuidad galleguista del PP. Pero Feijóo se rajó. Podemos pensar en el agobio de manejar un partido rodeado aún de guillotinas procesales, o en el marrón de hacer remontar unas siglas en decadencia ante los nuevos guapos de la política española. O podemos pensar en dosieres sobre su amistad con aquel contrabandista, capo o como decidan llamar a ese oficio tan resbaladizo como la cubierta de su yate. En cualquier caso, todo eso sumaba mucha mierda. El marrón del PP no hacía falta que se lo trajera nadie a Feijóo, pero los dosieres necesitan sabuesos, mecanógrafos y asustadores. Algunos lo llaman fuego amigo, y ya ha dejado otras siluetas de tiza en el PP.
Sin Feijóo, quedaban las dos hijas entre las que Rajoy dividió el poder, como en una parábola bíblica, y que devinieron en enemigas mortales. Quizá Rajoy buscó en principio un equilibrio, pero trajo casi una aporía. Cualquiera de las dos, Soraya o Cospedal, dejaría un PP demediado y un rastro indistinguible de escombros y huesos, como una tapia de cementerio. Soraya, que siempre se sintió heredera, saltó enseguida, como si le tocara el turno en la historia. Cospedal tuvo que seguirla. Todo lo demás es un adelanto, una reacción o un contrapeso a esta guerra profetizada, esperada y morbosa como entre exesposas.
Soraya Sáenz de Santamaría, con su nombre de niña bien y su cara de muñeca de esa niña, es lista, rápida e implacable, como una empollona que inventa un pistola desintegradora. Rajoy le dio el control del grupo parlamentario y del cuadro de luces de La Moncloa. Tiene experiencia en los atriles, desde donde ha revolcado a casi todos, y también en la gestión y en palacio. Es peligrosa como la que conoce todos los pasadizos y todos los sortilegios. Es la favorita de las grandes empresas y cae bien a la gente con su pinta de niña pizpireta y de opositora que llama a mamá todos los días. Dicen de ella las sombras (o alguna sombra, al menos) que nadie ha tenido tanto poder en España desde Godoy. Exageración, sin duda. Pero es que el poder le sienta muy bien, como a un santo dos pistolas que le sientan por fin bien, para romper el dicho.
Cospedal es la dama griega, con facciones duras de drama, ama del partido, no del palacio sino de sus carbonerías, sudores y secanos. Es más rancia que Soraya, más de cola de Medinaceli y de jura de bandera. Quizá por eso, es la soldado que ha aguantado los golpes más tremendos del PP, como Bárcenas, Gürtel y Cifuentes. Es criatura de partido, como una gárgola hermosa y musculada que lo vigila. Esto tiene cosas buenas y malas porque conoce sus sotanillos y sentinas a la vez que carga con un pasado del que no se ha podido escaquear como Soraya, siempre segura en el castillo de popa de La Moncloa.
Pablo Casado es el candidato de la renovación, el Rivera del PP, quizá demasiado parecido a Rivera para competir con él, piensan algunos. No tiene miedo a ningún tema, ni a luchar contra las dos sacerdotisas, ni a denunciar que en el PP hay afiliados fantasmas o engordados con las esquelas de los periódicos de ateneo o churrería, uno de los descubrimientos más feos de esta guerra de las primarias. Tampoco tiene miedo a decir que el aparato no renuncia al chanchullo como privilegio histórico. Parece purificado de complejos y de malas herencias. Solo le queda el asunto del máster (en este país de saqueadores y rebañadores de lo público, de enchufados haciendo cola como cojos de iglesia, aún puedes caer si te ofrecen el regalo tramposo de un titulillo de tercera, o parece que te lo han ofrecido). Por lo demás, está Margallo, que solo se presenta para intentar que no gane Soraya, a quien no traga. Y el resto son frikis de relleno que quieren hacerse un nombre o tener un minuto con Ferreras.
Cospedal tiene la ventaja del aparato, de los cuadros más creyentes, y de poner en contacto al marianismo con lo que queda del aznarismo. Soraya tiene la ventaja de ser un mejor cartel, y también del veneno en el anillo y de sus mil ojos y sombras, de lo que sabe ella y de todos los que tienen miedo de eso que sabe, desde la empresa a los medios. También puede buscar votos en el partido, de la mano de Arenas. Nadie (o casi nadie) cree que pueda integrarse, al final, en una candidatura conjunta con Cospedal. Solo quedará una, si no, no se habría montado la guerra. Casado puede ser la solución al cataclismo de la Guerra de las Dos Rosas (Margallo dixit), el que podría sellar el pasado, cosa que saben muchos en el PP. Tiene determinación y valía, pero esto podría ser inútil si los compromisarios, al final, van al Congreso ya con la papeleta en la boca. Y también depende de si su máster le cae encima como una roca de dibujo animado.
No, nadie en el PP esperaba esto. Nadie lo quería. Menos, los que se veían herederos, con el muerto ya en la cama quizá desde lo de Bárcenas. Antes les hablé de un cuento de bruja o de una bruja de cuento. Ese cuento se contó mucho tras la moción de censura, y según él Rajoy no dimitió para no hacer presidente a alguien que le gustaba menos que Sánchez. Pero no crean demasiado en cuentos, están hechos para que los niños duerman o, al contrario, para que no duerman, según convenga. El poder se manifestará, por sí solo, pronto. Sin que veamos dedos de Capilla Sixtina ni escobas voladoras, caerán muertos en el banquete del PP y saldrá el nuevo rey como ocurre siempre con los reyes: saldrá el que tenía que salir, por supuesto. Gran verdad sin misterio.