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Beatriz Manjón

Votar al Joker

«Mientras en el debate se repetía Cataluña una treintena de veces y se discutía a españolazo limpio, los suicidas eran excluidos como antaño fueron marginados de los camposantos»

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Dice mi hermano que el matrimonio es la única forma de suicidarse que no ha probado todavía. Exagera: le ha faltado meter la cabeza en un horno de gas como Sylvia Plath y ver el debate de los candidatos a la presidencia. Se siente más representado por Joker, el payaso con sonrisa de sandía, cuando escribe en su diario: “Lo peor de tener una enfermedad mental es que la gente espera que te comportes como si no la tuvieras”. A la película, que persigue explicar el mal, como si el mal siempre tuviera explicación, como si no viviera agazapado en nosotros el mal de los niños, un mal porque sí, hay que reconocerle el papel protagonista que otorga a quienes a diario se sienten apenas un extra. Es más de lo que hizo el debate del lunes, donde no se pronunció la palabra suicidio, primera causa de muerte no natural en España cuyo resorte suele ser un trastorno mental. Según la estadística, las dos horas y media de debate se cobraron una muerte, amén de los que morimos de aburrimiento. La imagen de la noche fue un adoquín, pero debiera haber sido un ladrillo.

Mientras se repetía “Cataluña” una treintena de veces y se discutía a españolazo limpio, los suicidas eran excluidos como antaño fueron marginados de los camposantos. Los enfermos mentales, como otrora fueron apartados de las calles. Afanados en prevenirnos del adversario, los candidatos olvidaron aclarar cuándo piensan activar el Plan Nacional de Prevención del Suicidio, dos veces abortado. Solo Pablo Iglesias dio voz a una supuesta trabajadora con miedo a que la despidieran por tener “un brote”. No precisó si era de acné. Resulta curioso que unos políticos expertos en bloquear sean incapaces de decirle “no es no” al tabú.

Desde los diecisiete, lleva mi hermano más de una decena de intentos de autolisis. Padece trastorno límite de la personalidad, enfermedad sin cura ni medicación específica ni lazos rosas ni camisetas con mensajes de ánimo ni famosos que se unan a su causa. A cambio, tiene la incondicionalidad de mis padres, exquisitos cuidadores a fuerza de haberse descuidado ellos. Una estable inestabilidad (reacciones emocionales extremas, impulsividad, vacío existencial, intolerancia a la frustración, miedo al rechazo, depresión…), más las secuelas de las tentativas de suicidio, le impiden trabajar. En trueque recibe una incapacitante pensión que no llega a los cuatrocientos euros. Convertido en una suerte de escalador de los días, va cada dos meses al psiquiatra, unos diez minutos, para certificar que su enfermedad sigue gozando de buena salud. Tienen más derecho al desahogo los concursantes de “Gran Hermano”.

 “La esperanza no es lo último que se pierde, es la barriga”, sentencia acariciando la única curva de felicidad que conoce. Le gustaría, en los funerales, arrojar una corona al aire para ver quién es el siguiente. Y que le cayera a él. Escribe Julian Barnes en El loro de Flaubert que la locura puede llamar a nuestra puerta como si fuera una furgoneta de reparto. “Las cosas terribles son, también, ordinarias». Nada ganamos al silenciar que la vida de muchos consiste en intentar perderla. Pero sigamos hablando de Cataluña…

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