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Nicolás Sesma

Wisconsin y la madre de Chris

«O se recompone el diálogo y se encuentran nuevas maneras de crear y repartir riqueza y fijar población o el voto populista terminará por crecer imparable»

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Wisconsin y la madre de Chris

Beth J. Harpaz | AP

En el año 2006 tuve la fortuna de residir en la ciudad de Madison, capital del estado de Wisconsin, en la región de los grandes lagos de los Estados Unidos de América. Lejos de cualquier sueño de juventud, se trató, en buena medida, de una pura casualidad. Sencillamente, la universidad en la que estaba haciendo el doctorado tenía un acuerdo de intercambio con la Universidad de Madison y se planteó la posibilidad de pasar allí un semestre. Previamente, mis conocimientos sobre Wisconsin se limitaban a saber que su equipo de la NBA eran los Milwaukee Bucks y tampoco es que fueran una franquicia que arrastrara multitudes desde la salida de Kareem Abdul-Jabbar camino de la más glamurosa Los Ángeles.

Esta ignorancia tampoco tenía nada de particular. Es un lugar común mofarse de esos americanos que no saben situar los países europeos en el mapa, pero habría que preguntarse cuántos de nosotros podríamos hacer lo mismo con estados o ciudades que no fueran California o Nueva York. Prácticamente desconocido en el viejo continente, Wisconsin comenzó sin embargo a acaparar titulares desde 2016, cuando se convirtió en uno de los estados clave para la derrota de Hillary Clinton y la victoria de Donald Trump[contexto id=»381723″] en las elecciones presidenciales norteamericanas. Se comentó entonces con razón que Wisconsin no era además un caso aislado, puesto que compartía y comparte todavía muchas de sus características con otra serie de territorios que se han convertido en fundamentales para inclinar la balanza del lado demócrata o republicano, como Míchigan, Pensilvania, el más tradicional de Ohio y el más novedoso de Carolina del Norte. A tenor de las noticias que van llegando mientras avanza el proceso electoral de este pandémico[contexto id=»460724″] noviembre de 2020, de nuevo la elección va a jugarse en estos swing States, Estados bisagra.

Una de las razones que me impulsaron a dar el paso y solicitar el intercambio fue descubrir que Stanley G. Payne, experto en historia contemporánea de España e historia del fascismo, daba clases en la Universidad de Madison. Decir que es una persona extraordinariamente conservadora sería quedarse corto. Por el campus corría la leyenda de que, durante las protestas contra la guerra del Vietnam en los años sesenta, había incluso llegado a las manos con varios estudiantes que participaban en las manifestaciones. Mi ideología personal no podía estar más alejada de la suya. Sin embargo, habría sido una tontería dejar escapar la ocasión de trabajar con él. De hecho, como tan bien explicara en un artículo José Álvarez Junco, («Sobre la libertad», El País, 25/10/2016) una de las mejores cosas del mundo académico en Estados Unidos era esta oportunidad de confrontar tesis opuestas, de aprender a recibir críticas y entender las interpretaciones de quienes no están de acuerdo contigo. Como quiera que mi directora de tesis, Victoria de Grazia, era también norteamericana, y provenía precisamente de una histórica familia de académicos y activistas de izquierda, la experiencia me permitiría conocer los puntos de vista de «las dos Américas». Con todo, me advirtieron, desde las elecciones del año 2000 y el pucherazo de George W. Bush en Florida, el ambiente en los centros académicos estaba mucho más enrarecido.

A través de un programa de intercambio cultural entré en contacto con Chris, un estudiante norteamericano de ingeniería agrícola interesado en mejorar su español para poder viajar por América Latina. Abuelos italianos por un lado, polacos y alemanes por el otro, Chris era un perfecto reflejo del origen emigrante y multicultural de los Estados Unidos y un guía perfecto para comprender la dinámica sociológica y política del Estado. Compuesto por infinidad de pequeñas y medianas granjas familiares, dedicadas básicamente a la crianza de vacas con cuya leche producir queso —de allí su orgulloso apodo de «Cheeseheads»—, la mayoría de los condados era de tipo rural, lo que se combinaba con la presencia de algunas grandes ciudades universitarias e industriales —Madison, Milwaukee— con enormes suburbios, mayoritariamente de clase media blanca. Aunque atraída por el trabajo en las fábricas, la minoría afroamericana no era numéricamente tan relevante como en otros lugares. En su autobiografía, Giant Steps, Abdul-Jabbar explicaba que era precisamente esa ausencia de comunidad la que le había llevado a abandonar los Bucks.

Políticamente, hasta finales de los años noventa, Wisconsin era el típico feudo demócrata, por la fuerza de la clase obrera y de sus sindicatos, pero también por cierta tradición socialdemócrata procedente, precisamente, de aquellas oleadas de la emigración de principios del siglo XX. De hecho, Wisconsin fue uno de los estados que mayor número de combatientes aportó a la Brigada Lincoln y a la lucha internacionalista durante la guerra civil española.

Haciendo buena la reputación hospitalaria del medio Oeste, Chris me ahorró pasar las fiestas del Easter, el domingo de Pascua, en la soledad de la residencia universitaria, y me conté entre los invitados a celebrarla con su familia, en una de esas zonas residenciales del área suburbana de Milwaukee. La madre de Chris me acogió con sincera amabilidad en su casa, una de esas con la placa de césped y la canasta delante de la puerta del garaje que hemos visto mil veces en las películas. Ella, enfermera a domicilio, había sabido sacar adelante sin ayuda a tres hijos, y llevarlos a la universidad aprovechando que las tasas en Wisconsin, con un sistema educativo público de calidad, no son las de los centros privados y favorecida por una inesperada exención debido a su trabajo voluntario por la comunidad, concretamente con las personas sin hogar.

A la mañana siguiente, desayunando panqueques con sirope de arce, la madre de Chris me preguntó abiertamente por las condiciones económicas en Europa, sobre todo por los impuestos y los costes sanitarios. La guerra de Irak comenzaba a pasar factura en las inversiones internas, y los efectos comenzaban a ser ya palpables: puentes y carreteras fatigados, menos dinero para los institutos e universidades públicos y un creciente encarecimiento del coste de la vida, agravado por la política de deslocalizaciones de las grandes empresas en nombre del libre comercio, aplaudidas por cierto por la elite demócrata. Milwaukee había tratado de sobrellevarlo con una revitalización a lo Guggenheim, gracias a la contratación de Santiago Calatrava para rediseñar su Museo de Arte, pero se notaba que la ciudad había dejado atrás sus mejores días.

Todo lo que simplemente se apuntaba en 2006, un lustro después era una triste realidad. Al volver a residir en Estados Unidos, esta vez en Nueva York, el ambiente en la universidad era ya de abierto enfrentamiento, las posiciones se habían polarizado y los medios derechistas acusaban a la educación superior de ser un irrelevante reducto de socialistas prisioneros de lo políticamente correcto. Aunque, como buen progre, Chris se había mudado al estado de Oregón —mucho se habla de la España vacía, pero la concentración de jóvenes profesionales en la costa Oeste ha dejado amplias zonas de los lagos sin relevo generacional progresista—, me acerqué a Wisconsin a visitar a mi familia de adopción. La desindustrialización era rampante y, sumada a la expansión de la compra online y la multiplicación de las franquicias, había convertido el área suburbana de Milwaukee en un lugar más inhóspito, más inseguro. Con la desaparición del tejido social, a la madre de Chris le costaba llegar a fin de mes. No es que pasara grandes apuros, pero cualquier imprevisto podía representar un verdadero problema financiero y su nivel de renta la dejaba fuera de las cada vez más exiguas ayudas sociales. La presidencia de Barack Obama estaba siendo muy inspiradora, qué duda cabe, pero en estos estados tampoco terminaba de conectar con el perfil sociológico de las tradicionales bases demócratas.

Trump representa todo lo que la madre de Chris odia profundamente. A largo plazo, las exenciones de impuestos del presidente republicano suponen la puntilla para los servicios públicos y las exenciones que habían permitido a esas zonas suburbanas asegurar a sus hijos un futuro mejor. Pero cuidado, a corto plazo, esas mismas exenciones permiten a clase media y trabajadora sumar unos cuantos dólares más a final de mes, lo justo para ir tirando, y esa motivación es muy poderosa en un contexto de crisis global. Poner a la madre de Chris en la tesitura de votar con sus valores o votar con la lista de la compra de la próxima semana es un camino peligroso. O se recompone el diálogo y se encuentran nuevas maneras de crear y repartir riqueza y fijar población o el voto populista terminará por crecer imparable. Y Trump no habrá sido un punto de llegada, sino solo de partida.

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