THE OBJECTIVE
Julia Escobar

¡Viva lo antiguo!

«Para resolver algunas cosas y como ha hecho el Santander, se trata de volver a la ventanilla aun a riesgo de que nos digan ‘vuelva usted mañana’»

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¡Viva lo antiguo!

A. Pérez Meca (EP)

Con este llamamiento a la razón, termina la entradilla de una de los centenares de anécdotas que el escritor y folclorista navarro José María Iribarren (autor de El porqué de los dichos) desgrana con su chispa habitual en un delicioso librito titulado Batiburrillo navarro. Anecdotario popular pintoresco (editorial Gómez, 1950). Dicha entradilla, titulada a su vez «La bambalina incombustible», forma parte de un impagable repertorio (Inventores, orates y arbitristas) que nada tiene que envidiar a las más extraordinarias y casi sobrenaturales historias de Álvaro Cunqueiro o Joan Perucho.

La voy a citar entera porque sé que muchos de ustedes me lo van a agradecer:

«Un concejal pamplonés, apellidado Irigoyen, inventó un líquido que aplicado como barniz a las bambalinas y telones teatrales los convertía en incombustibles. No sé si fue con este invento o con otro de idéntica finalidad con el que se realizó una prueba a la que asistió numeroso público. Colocaron en medio de una plaza una torre de cachivaches inmunizados: los rociaron de gasolina; les dieron mecha; pero ¡amigo!, comenzaron a arder con tanta pompa que tuvieron que intervenir los mangueros municipales para que el fuego no prendiese en las casas. En vista del fracaso hubo un espectador que dio este grito: ¡Viva lo antiguo!».

Si cuento esto no es para abrumarles con mi erudición en saberes inútiles y periclitados, de los que está llena mi biblioteca con libros y opúsculos que, apuesto cualquier cosa, nunca encontrarán en formato digital. Al contrario, lo que pretendo es relacionarlo con la más candente actualidad económica, con esa «aburrida prosa de la vida» a la que se refería Asia, la poetisa en apuros de la zarzuela madrileña Agua, azucarillos y aguardiente, cuando su madre le hablaba de pagar las facturas. Galdós, de forma más emblemática, a dicha prosa la llamaba «doña Realidad», oponiéndola a la «loca de la casa», esto es, la imaginación, las dos fuerzas que mueven el mundo.

Entiendo por candente actualidad económica no lo que los periodistas más enterados comentan en la prensa y en las tertulias radiofónicas, sino lo que sale a la palestra en esa verdadera tribuna de la opinión pública que son las tan denostadas redes sociales, más apegadas a la vida cotidiana. Es ahí donde «la ciudadanía», como llaman los políticos con mucha retórica democrática a la gente del común, comunica a través de memes, chistes y parodias domésticas el malestar social que se produce en esa vía que sirve de soporte a la muchas veces ficticia libertad de expresión. Me refiero a internet y a los supuestos avances electrónicos que la entorpecen y complican para ciertas tareas que deberían ser muy rápidas y sencillas si se hicieran presencialmente. Y una de las que más molestan en ese «espacio de libertad ilimitada» es el lazo corredizo que los bancos, las aseguradoras y las diferentes compañías de suministros echan al cuello del navegante a través de esos inventos diabólicos de las apps, los algoritmos y las páginas web con sus enrevesadas ofertas.

El movimiento de protesta ha cuajado y ya algunos bancos, por ejemplo, el Santander, han decidido «ampliar» la atención al público en ventanilla. Benditos sean. Y para que no se les vea el plumero (esto es, la manipulación de la información para marear al personal y conseguir sus propósitos comerciales) todos coinciden en manifestar que el problema está «en esos mayores que no saben utilizar internet». Por supuesto que haberlos, haylos, pero no se trata de eso y lo saben muy bien. Se trata, como he dicho, de que incluso siendo un lince en el manejo de los ordenadores y las páginas web no es de recibo que nos hagan perder un tiempo precioso, haciéndonos trabajar como forzados para beneficio de ellos por un servicio que pagamos nosotros.

Todos hemos tenido experiencias similares al respecto. Por ejemplo, tu aseguradora, o tu compañía telefónica, de electricidad o de gas, te manda un mensaje para ofrecerte unas muy sustanciosas rebajas a las terribles tarifas que se ciernen sobre tu bolsillo en las sucesivas facturas que recibirás indefectiblemente. Debes, pues, actualizar tus datos y contestar en un plazo brevísimo a ese requerimiento si quieres disfrutar de tales ventajas. Si caes en la trampa, entras en un bucle espantoso y recibes una llamada telefónica que durará horas, entre otras cosas porque se interrumpirá varias veces y deberás reiniciar la misma conversación con otro operario que no sabe ni de lo que le hablas.

Por supuesto, en ningún momento te dicen que la «oferta» es de corta duración y que, si no les comunicas tú mismo que la quieres anular, automáticamente volverán a la tarifa de la que ofrecían liberarte. Y, si lo dicen, lo hacen a una velocidad de vértigo y nunca por escrito, amparándose en una grabación que luego nunca puedes conseguir si la reclamas. Y no digamos cuando tienes que enmendar algún error en los datos que dicen tener de ti, y que ya habías subsanado hace décadas cuando todo se hacía manualmente. Tanto es así que hay quien, para no complicarse la vida, y después de reiterados y fracasados intentos, ha llegado a aceptar que le manden sus facturas a la dirección que le proponen porque, según ellos, aquella en la que tú vives «no existe en su programa de reconocimiento». Se conoce que los geniales y jovencísimos diseñadores de esos engendros no deben tener en cuenta esas fichas manuales, por arcaicas. Pero no, yo estoy equivocada y el problema solo reside en los pobres abueletes que no saben utilizar internet…

Creo que ha quedado claro en qué consiste el problema y su solución. Para resolver algunas cosas y como ha hecho el Santander, se trata de volver a la ventanilla aun a riesgo de que nos digan «vuelva usted mañana». No creo que ni al señor de Sans-Délai ni a Larra les importara hacerlo si tuvieran que enfrentarse a esta pesadilla posmoderna. Por eso, como el espectador pamplonés de Iribarren del pasado siglo con el que empecé este artículo, y mientras acabo de escribirlo en mi programa de Microsoft Word, proclamo sin empacho ni afán de contradicción: ¡Viva lo antiguo!

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