THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

Vox desatado: anatomía de un votante

«¿Qué huelga general o corte de la barcelonesa avenida Meridiana se recuerda de quienes quieren que la escuela catalana sea bilingüe?»

Opinión
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Vox desatado: anatomía de un votante

Santiago Abascal, Iván Espinosa de los Monteros y Macarena Olona. | Eduardo Parra (EP)

Millones de personas en España aspiran a vivir una vida de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia Católica. Son nacionalistas porque no renuncian a una herencia -territorial, costumbrista, paisajística, artística, literaria- que lejos de envilecerles les enorgullece. Recelan con furia de las experiencias comunistas, incluyendo la de la II República española, a la que así catalogan; se resisten a la interferencia excesiva del poder público (que acontece, según su criterio, cuando de modificar o influir en ciertas pautas de la vida personal o familiar se trata) y siguen considerando que la familia –biparental y heterosexual- es la institución básica de la sociedad y hay que protegerla y fomentarla.

Para infinidad de personas en España, el aborto, casi todo aborto, es un mal gravísimo, tener hijos un bien, la gestación por sustitución abominable, la regulación de la eutanasia una peligrosísima pendiente resbaladiza, y los tratamientos farmacológicos a los menores trans un injustificable atentado a la infancia, pues estiman que el sexo es indisponible. Millones de personas en España no creen en la «emergencia climática» y no están dispuestas a que la transición ecológica se haga al coste del sacrificio de muchos de sus intereses. Millones de personas en España valoran la meritocracia basada en el esfuerzo y creen que la educación pública se aleja peligrosamente de ese ideal; les preocupa el engordamiento ficticio de Administración, las subvenciones clientelares, la seguridad personal, creen que la inmigración descontrolada es el origen de la peor delincuencia y querrían más «mano dura» y más garantías para que la Policía pueda hacer su trabajo. Millones de personas en España consideran que el lenguaje inclusivo es una ineficiente molestia, si es que no una afrenta a su libertad de expresión, y niegan que los hombres sean, por regla general, machistas, si bien admitirían que se condenara a prisión permanente revisable a los asesinos y violadores de mujeres. Millones de personas en España consideran que el Islam es incompatible con nuestra civilización, que la Unión Europea se ha convertido en un monstruo burocrático que ahoga las soberanías nacionales y que la recentralización de muchas competencias de las comunidades autónomas es una idea a considerar seriamente. Millones de personas en España no olvidan los crímenes de ETA, ni las extorsiones, ni la diáspora obligada de tantos y tantos vascos. 

Me animo a conjeturar que muchas de las 3.656.979 personas que votaron a Vox en las últimas elecciones se reconocerían en muchos, si es que no en todos los anteriores indicadores ideológicos. Me animo a conjeturar que muchos de los que no votaron a Vox, ni lo votarían bajo ninguna circunstancia, suscribirían más de una de las anteriores afirmaciones. Algunas, quizá muchas, de las creencias que he inventariado no tienen buen anclaje en la realidad de las cosas, otras son normativamente impugnables por muchos que sean los millones que las defiendan, pero: ¿son «inconstitucionales», incompatibles con «nuestra forma de vida» o «con la democracia» como se acostumbra a señalar para justificar la interposición de un cordón sanitario (o «democrático») que impida cualquier representación institucional a esos más de tres millones y medio de ciudadanos (y subiendo)? 

Con esos ciudadanos convivimos y hemos convivido políticamente siempre, también cuando la representación partidaria de la derecha no estaba fraccionada. Esos ciudadanos, cuyo compromiso ideológico con algunos de los principios o valores antes descritos puede ser muy intenso, y los partidos políticos a los que votaron antaño y los que hogaño recogen sus preferencias, han aceptado que las mayorías políticas resultantes impongan democráticamente cambios normativos de enorme calado, lacerantes para su conciencia, también, a su juicio, abiertamente inconstitucionales. Es decir, no solo han encajado que prospere una interpretación distinta, para ellos pervertida, de los valores que comparten con sus adversarios políticos (la libertad, la igualdad, como los más importantes) sino que también han asumido las reglas del juego, cosa que, sin embargo, no cabe decir de quienes podrían representar el otro extremo del espectro ideológico, siendo que su participación en las más altas instituciones del Estado se encuentra perfectamente metabolizada. 

No es exagerado decir que el Gobierno actual es el fruto de negociaciones y transacciones políticas con políticos de partidos que apuestan por mutaciones constitucionales sobre la soberanía que arrebatan la última decisión a todos los ciudadanos españoles; diálogos y componendas en la cárcel con sediciosos que, lejos de arrepentirse del golpe de Estado que propiciaron en octubre de 2017 en Cataluña, proclaman que lo volverían a hacer. En el Consejo de Ministros, y en algunas secretarías de Estado, se sientan personas que añoran a Fidel Castro, celebran al Che Guevara, consideran que todo despido es una forma de «violencia», abominan del libre mercado y la propiedad privada y ponderan la revolución bolchevique. El Gobierno actual firma acuerdos con partidos políticos emergidos de un pasado terrorista del que se distancian bisbiseando y cuyo nacionalismo etnicista exhiben con alharacas. 

¿Cuándo se han empleado «antidemocráticamente» quienes creen que la gestación por sustitución no es sino vil compraventa de niños o que el matrimonio «auténtico» es solo el que celebran personas de distinto sexo? ¿Qué huelga general, actuación al modo «rodea el Congreso», corte de la barcelonesa avenida Meridiana, ocupación del aeropuerto o llamada a «apretar» a las guerrillas urbanas se recuerda de quienes quieren que la escuela catalana sea bilingüe o que en su país no haya ninguna barrera lingüística para poder ser funcionario? ¿Qué acción de desobediencia civil de los nacionalistas españoles se ha registrado frente a la reiterada desobediencia institucional del Gobierno de la Generalitat? ¿Qué concentración se ha dado frente a los Ayuntamientos, que impida su normal funcionamiento, ante el incumplimiento proverbial de las sentencias judiciales que obligan a la exhibición de símbolos comunes y a la retirada de las proclamas partidarias? ¿Qué decisión judicial, contraria a los intereses de Vox, ha suscitado el hostigamiento a los jueces o directamente la acusación de prevaricación por parte de los representantes de ese partido político? Cierto: muchos de esos votantes hoy de Vox, y antes siempre del Partido Popular o de otros partidos, se concentran a rezar – a veces más que a rezar- frente a las clínicas abortistas. Pronto esas concentraciones podrán ser constitutivas de delito.

La Constitución española proclama, entre sus valores superiores, el «pluralismo político». Bajo esa premisa, y la consolidada doctrina de que no somos una «democracia militante», han podido prosperar política e institucionalmente partidos a la izquierda de la socialdemocracia, que, como el Partido Comunista, apuestan por la «transformación revolucionaria de la sociedad», la «toma del poder político» y el «control de la actividad económica»; nacionalistas orgullosos de un linaje ideológico que les vincula estrechamente con racistas y misóginos rabiosos como Sabino Arana, senadoras que prometen su cargo para la vuelta de los «presos exiliados» y por imperativo legal hasta que se promulgue la República catalana, es decir, hasta que los españoles perdamos parte de nuestra soberanía; formaciones políticas, al fin, a quienes España mismo, o sea, la mayoría de sus conciudadanos, «importan un comino». 

Empero, es ahora, a la luz de la pretensión de los dirigentes de Vox de gobernar allí donde los ciudadanos les han votado suficientemente, cuando se proclama la necesidad de estrechar un «cordón sanitario a Vox», es decir, estabular en una suerte de coto vedado de toxicidad ciudadana a todo aquel que con su voto quiera llevar a término el programa político que antes he tratado de cartografiar. Y digo estrechar porque el ostracismo político de quienes representan a la ciudadanía en nombre de Vox ya se practica: en el Parlamento Vasco, el PNV, el PSOE, Bildu y Podemos han decidido no someter a debate las propuestas de la única diputada de Vox (Amaia Martínez); en el pleno de investidura del president de la Generalitat la mayoría de parlamentarios abandonaron el pleno cuando le tocó intervenir al diputado de Vox Ignacio Garriga, y con posterioridad los partidos políticos independentistas se han conjurado para cambiar la regla de reparto acostumbrada e impedir que Vox pueda designar un senador autonómico. 

En unas declaraciones recientes el exdiputado y candidato a la secretaría general del PSOE Eduardo Madina afirmaba que Vox quiere hacer de gays, lesbianas, bisexuales y personas trans ciudadanos de segunda ante el Derecho. Es extraño que un partido semejante incluya en sus listas como candidato al Senado a una persona declaradamente gay como el historiador y ensayista José María Marco, aunque sabemos que algunos de sus responsables se han pronunciado de manera chusca con respecto a esas orientaciones sexuales minoritarias. En un modo semejante, por cierto, al empleado por Pablo Iglesias cuando se refería públicamente a actitudes de poca hombría como «mariconadas del teatro» (privadamente no pudo reprimir su deseo de azotar a una periodista hasta hacerla sangrar). Vox ha hecho bandera de la derogación de las conocidas como leyes trans – como gustaría a una legión de feministas autoproclamadas de izquierdas- y también de la ley de violencia de género – como pensaron los cuatro magistrados del Tribunal Constitucional que en 2008 firmaron votos particulares estimando la inconstitucionalidad de dicha ley por contrariar el principio de igualdad. ¿Constituyen esas actitudes un «ataque a las mujeres» o a las personas trans? 

Cuando el «asalto a los cielos institucionales» por parte de la «nueva política» representada por Podemos se percibía ya como algo inevitable, no fueron pocos quienes sostuvieron que el mejor dique de contención frente a los ímpetus de aquellos jóvenes antisistema era precisamente su paso de las musas al teatro; que probaran cuanto antes del amargo cáliz de la transacción con la realpolitik en una sociedad diversa y plural. No hacía tanto tiempo uno de aquellos impetuosos había dicho sin despeinarse que ETA había sabido «leer» las «trampas del régimen del 78» y peroraba sobre la necesidad del acoso a los adversarios políticos como forma de jarabe democrático en una televisión financiada por un Estado donde ser mujer es un infortunio y ser gay te puede costar la vida. Llegó a ocupar la vicepresidencia del Gobierno de España. No, no son solo razones instrumentales – un sano aggiornamiento de su grandilocuencia programática- las que fundamentan no acordonar a Vox, sino un argumento principialista, de raigambre constitucional y credenciales liberales. No es Vox quien encarna la «antipolítica» por querer remover o poner en solfa ciertos –muchas veces supuestos- «consensos» o «derechos conquistados» (muchos de ellos yo creo que son valiosos y deben mantenerse). Quienes practican la antipolítica son quienes ni siquiera están dispuestos a que esos planteamientos tengan cabida en el espacio institucional para ser discutidos y rebatidos.

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