Sí, la historia ha terminado
«Los críticos más agresivos de Fukuyama se guían por el principio “no lo he leído y no me ha gustado”»
Los críticos son gente con halitosis en el cerebro. La frase pertenece a un conocido músico brasileño, pero seguro que le pasará muchas veces por la cabeza a Francis Fukuyama. Autor de uno de los libros más influyentes de la post-Guerra Fría, el académico norteamericano se convierte en piñata de uso común siempre que brota violencia de larga escala en algún lugar del planeta.
La razón es simple: en un artículo publicado en 1989 en la revista The National Interest, tres años más tarde convertido en libro titulado El fin de la historia y el último hombre, Fukuyama sentenció el término de la historia. Es cierto que los veredictos grandilocuentes suelen llevar a melancolías punzantes, y no sin razón, aunque en este caso el candidato a oráculo merece benevolencia.
Su argumento se basa en la premisa de que la confrontación ideológica en el mundo, y por ende la historia, se saldó con la victoria de la democracia liberal sobre el comunismo soviético. La caída del muro de Berlín, además de romper la escala de Richter de la geopolítica mundial, representó un punto final en todos los debates sobre la forma de gobierno humano. La democracia liberal se había impuesto por méritos propios y el comunismo, el último sistema en retarla, colapsó como los demás sin la más mínima condición de apelo.
Luego vino el 11S y el yihadismo global, el ascenso de China, la gélida primavera árabe y, ahora, la invasión rusa de Ucrania. Colgado de una cuerda en medio del patio y pintado con colores resplandecientes, Fukuyama hace lo que puede para desviarse de los palos.
En este mismo periódico, Joseba Louzao alertó con mucho acierto de la importancia de escritos posteriores donde el autor matiza su tesis y señala las amenazas que siguen presentándose al sistema liberal. Sin embargo, sobre el fin de la historia, Fukuyama podría ser perfectamente el Harper Lee de las ciencias políticas. Un libro le basta.
El fin de la historia y el último hombre no vaticina la desaparición de los regímenes autoritarios, ni siquiera la perfección de las democracias liberales. De hecho, avisa de que saber por cuánto tiempo las tiranías mantendrán su trayectoria de retracción es un problema que seguirá ocupando la humanidad. Tajante, añade que no podemos tomar el colapso del comunismo como prueba de que ningún reto se presentará a la democracia en el futuro – o que a la democracia no le esté reservado destino semejante al que sufrió la Unión Soviética. Mirando hacia dentro, aclara que, sin educación universal, elevados niveles de movilidad social, mercados más abiertos al talento que al nepotismo, no hay sociedad capitalista que funcione correctamente. Esto es suficiente para entender que buena parte sus críticos más agresivos se guían por el principio ‘no lo he leído y no me ha gustado’.
En el fondo, el argumento es imbatible: en el mercado de las ideas y de los valores políticos no hay ningún otro sistema cuyos méritos sean superiores a la democracia liberal. La prueba fulminante – y paradójica – de la veracidad de esta conclusión es Vladimir Putin. El presidente ruso no habla de guerra (es más, parece que prohibió la palabra), sino de «operación militar»; no habla de invasión, sino de «desnazificación»; no reconoce ninguna agresión, pues su misión es «liberar» Ucrania. Empezó la guerra por la «paz». Es decir, hasta el tirano siente la necesidad – en realidad, la obligación – de apropiarse del léxico demoliberal para justificar sus acciones. Odia derechos, libertades y garantías, borró toda y cualquier separación de poderes, pero es consciente que su modelo político no lo acepta nadie.
No se trata de una originalidad putinesca. En todos los continentes, incluso el más sanguinario de los dictadores pone cabinas de voto Potemkin como gesto de tolerancia hacia formas controladas de oposición. Hay que tener libertades, aunque sean fraudulentas. Quizás la excepción sea Corea del Norte, sistema que no convence ni a sus propias élites, que a la primera oportunidad huyen del país para no subirse al patíbulo patriótico regentado por Kim Jong-un.
Todo el sufrimiento, terror y miseria que los ucranianos están viviendo quizás tenga la virtud de poner en evidencia el flamante dominio de la democracia liberal. Se mire por donde se mire. Veamos a sus amigos: los ucranianos arriesgan la vida para defenderla; Europa tuvo finalmente que bajarse del muro para adoptar una posición clara en favor de los valores en los cuales se basa su proyecto común; dentro de cada Estado miembro las sociedades se movilizan para ayudar como pueden y las arenas políticas parecen recomponerse para cambiar la dicotomía izquierda-derecha por la que opone demócratas a no demócratas. Miremos ahora sus enemigos: Putin habla en términos de democracia liberal; China, único respaldo serio que tiene Moscú de momento, proyecta su megalómana Nueva Ruta de la Seda en aras del «desarrollo humano», encubriendo así la intención de extender su sombra a todo el planeta; la izquierda radical europea se refugia en mañas y buenismos huecos para ocultar pulsiones autocráticas; y, por fin, la derecha radical en Europa se olvidó de los años pasados de la mano de Putin para descubrir una repentina vocación humanista.
Al contrario de otros cuyas obras también influyeron en el panorama intelectual post-1989, como Samuel Huntington y su El choque de civilizaciones, Fukuyama señala que las amenazas vendrán sobre todo de dentro, no de países externos al perímetro de nuestro modus vivendi. Lleva razón. Sin ánimo de ser exhaustivo, véanse Donald Trump, ERC o EH Bildu. Lo poco que queda de lucha ideológica la haremos en casa, no en playas, pistas de aterrizaje y colinas distantes. E incluso esta guerra se hará en un terreno definido en términos democráticos y liberales.
Las amenazas que asoman desde el mundo extra-demoliberal son a nuestra seguridad, a nuestra estabilidad política y a los mecanismos de nuestras economías. Pero no consustancian una alternativa real a nuestro modelo de gobierno. ¿Acaso hay mayor prueba del fin da la historia que tener a los enemigos de la democracia liberal forzados a usar sus términos para justificarse?